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        El  HUASOLECTO: FICCIONES DEL MAULE EN LA FRONTERA
              (A propósito del Encuentro Pueblos Abandonados: La  otra provincia)
        Por Claudio Andrés Maldonado
          Profesor de Estado en Castellano y Comunicación
            Magister en Pedagogía Universitaria y Educación Superior
            
        
        
        
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        Comienzo esta presentación leyendo unas de las  preguntas de la entrevista que me hizo  Bernardo  González Koppmann, en el marco de la presentación de mi novela Piel de Gallina.
            B: ¿Cómo crees que te insertas con esta propuesta estética en el  panorama narrativo chileno actual, oprimido, al parecer, todavía por el  centralismo burrocrático?
            
          Le respondí:
          En realidad no sé si me he insertado  o no. Nunca me he sentido dolido por vivir lejos del centro. Todo lo que he  escrito no sería, no existiría, si me hubiera preocupado por estar donde  supuestamente las papas queman. Viví 17 años en Curicó, 18 años en Temuco,  llevo 6 meses en Talca. ¿Cómo poder sentirme oprimido por  vivir en una  aldea que me da todo el silencio para imaginar? 
          
          Y es en la aldea de Curicó, ese  pueblo, que al decir de Florcita Motuda, era tan, pero tan aburrido que no le  quedó otra que ponerse creativo, donde se construye mi interés por el acto de  contar ficciones. La mayoría de los abuelos del barrio habían llegado  cuarentones a la ciudad, asentándose en el sueño clasemediano de la casa propia  y de un buen nicho donde caerse muerto. Sus hijos, fueron después mis padres o  mis madres, mis tíos y tías. Toda esa parentela pichona dejó sus Comalles  natales, sus Hualañés, sus Raucos y sus Cordillerillas infantiles. Llegaron a  terminar la enseñanza básica y continuar  la media, para cumplir la meta de estudiar una  carrerita corta que les permitiera ganarse la plata con más alivio que sus  anteriores, que cada vez que podían les narraban las miserias de las salinas de  Boyeruca, o los correazos de los patrones por haberse comido una guinda sin  permiso. En medio de esos actos conversatorios, tanto públicos, como privados,  en esa mixtura de lenguaje campesino y de urbe chica, es que adquirí el Huasolecto  maulino curicano, una forma de comunicación en que las anécdotas, las tallas,  las formas satíricas y laudatorias para acercarse y alejarse de la tribu,  parecían estar siempre acompañadas del grito  agargantado de un jote delirando en las alturas. Términos como: Chijetear,  Acoquinarse, Chimiscoleado, Ajibao, Pacotillero, Pachochento, Pachotazo, Langusino,  Amalcornado, Pispireta, Aturrunarse, Azopao, La chei, Pililo, Agallucho y  tantos otros,  forman un glosario que se  expande al llegar a frases típicas, llenas de significación en sí mismas: “Te  miraron como el último pendejo de la raja del culo”,  “Andai lamiéndole la cabeza a un tiñoso por  cinco pesos”,  “Querís la guerra mundial  por ni cobre”,  “Quedaste tamboreando en  un cacho”.  Nótese que la ch y la ll son esenciales en estos términos y que las frases constituyen,  como diría el Gitano Rodríguez, un miedo inconcebible a la pobreza, una  tristeza de huaso desterrado, solitario, pero también amante del carnaval de la  risa y del esperpento, de la exageración como forma de agradar a un público  ávido por escuchar nuevas ocurrencias en las formas de un decir en Huasolecto.  Casi todos los veranos de  mi infancia  los viví en Iloca. El Zafrada, mostrado como novedad, nunca fue rareza en su  hablamiento cotidiano. 
          
          Los personajes curicanos emergen para  darle vida a  mis primeras lecturas, a  esos informes de lecturas, como diría Marcelo Mellado. Dispositivos de  transmisión textual de imaginarios hacia los pares: Las perfomances del Julito  el lustrabotas, que nos tiraba besos y a más de alguno un agarrón a la maleta.  La sonrisa en tinto del Pachín, un cuico vagoneta medio payaso y niño  pinochetista, que vivía de la bolsa del hermano que era dueño de los flipers  más importantes del centro. La vida del Brunito, otro hijo pudiente de la  aldea, que al nacer resbaló de los brazos de la matrona y quedó con un retardo  mental y que al llegar a los 20 años   le  dio por visitar las escuelas  de toda la ciudad y tocar la campana en los   recreo. Y así, decenas de anécdotas: El guatón Lele, que fue el primer  gran proveedor de pitos de mí “generación”, ese guatón Lele que armaba las  caletas en papel cuché, el único distinguido en la envoltura. Después supimos  que los paquetes venían con la cara de Chayanne o de Axel Rose porque este  tarambana le robaba los TV Grama a la prima para darle más color. El loco Elmo  que se inyectó pisco en las venas, la Johnny Peineta con su escarmenado  rastafari buscando flores muertas en el cementerio, el Finfa que se murió de  frío en la plaza de la Iglesia del Rosario. Los jugadores del Curi Curi, que  los veíamos las madrugadas del sábado en las cantinas de Mónica Donoso, meta y  ponga el Chala Díaz y el Pelao Aranís, celebrando por el partido que perderían  al otro día en el estadio La Granja, que aún no era el medio estadio, sino un  estadio completo hecho de puros palitos de helados. 
          
          El Huasolecto en mí, en los  personajes del pueblo, un mundo por explorar, distinto al aburrimiento del que  hablaba el joven Florcita de los 70. Yo en la Alameda Manso de Velasco, a  mediados de los 90, viendo como el Chaka ponía los ojos blancos y la boca  chueca para imitar  a Eddie Vedder. Ese  Chaka Lomboy, que estudió un semestre en el   Instituto Curiarte y pirateaba poleras Maui, la mirada de los tiburones  siempre le salía tuerta, turnia, como la épica del Cogote de almeja, compañero  de Tercero Medio, fanático de Iron Maiden, que por meses le picó leña a los  vecinos, lavó autos y cortó el pasto en casas pirulas,  para ir al concierto de su vida en la capital  y soñar con el autógrafo de Steve Harris o de Nicko Mcbrain. Muchas veces  Cogote, en esas juntas arriba del Cerro Condell, nos recreaba la aventura: Al  final del concierto, el Cogote, se cuela como un guarén en la sala vip, donde  Bruce Dickinson le garabatea saludos a unos rucios jai. El Cogote de Almeja no  encuentra papel en su chaqueta, desesperado le estira el único billete, la  única luca para volverse a Curicó. Dickinson dice algo que Cogote no entiende,  ríe, aúlla como lobo y le pone la millonaria en el Ignacio Carrera Pinto.  Cogote soporta estoico el sabor de la felicidad. Tiene que dormir en el asiento  de un SAPU. Al otro día machetea hasta juntar la plata de vuelta. El regreso es  total.  El billete autografiado  a los meses lo enmarca y lo cuelga en su pieza.  Hasta que un viernes de farra, con esa sed que tan sólo a él lo modelara (nos  contaba succionando un vino blanco en bolsa) y andando más pelado que el loco  Pepe, agarra un martillo y quiebra el vidrio, saca el billete y parte corriendo  a la botillería El Tunazo,  a por tres  cajas de Codegua tinto, a inventar otra historia verdadera  a la orilla del Guaquillo.
          
  ¿Y el Huasolecto y la literatura  dónde quedan?  Dos recuerdos literarios  tengo de mi primera aldea: Cuando en Cuarto Medio hago un plagio de  un cuento de   Maupassant, más que nada hago un reescritura con elementos del Huasolecto  y ahí pasa colado en un concurso y obtengo el primer lugar. Ya me había leído  el Punta de Rieles de Manuel Rojas, para mí ese libro era y sigue siendo el  primer gran libro de mi vida,  y esperaba  un buen premio, en realidad cualquier premio, menos la calculadora científica  llena de teclas raras e inútiles que años más tarde terminé perdiendo en un  liceo industrial de Perquenco. El segundo recuerdo es ese mismo año, como soy  “El nerua del liceo” me invitan, junto a un grupo de mateos del curso de  selección, a un encuentro literario en Talca. Es un homenaje a Mariano Latorre.  Los mateos se aburren en las charlas, yo también, en la noche los poetas  talquinos tienen un mambo y los mateos, que a esas alturas odian todo lo que  tenga que ver con On Panta o Zurzulita, exigen que los lleven al internado  porque quieren descansar. Entonces yo no  puedo conocer a los poetas y nos cierran las puertas con llave. Fin de la  literatura en el Maule.  Me voy con mis Huasolecto  y con mis personajes a Temuco. Por el azar de la flojera, porque saqué 488  puntos en la PAA, porque en esos tiempos quería ser como los escritores que  vacilaban el carrete gentileza de Mariano Latorre, llego a Temuco en el tren Santiago - Puerto Montt. Hago el viaje inverso al de mis  amigos, que se van a Santiago en su mayoría. Llego a Temuco después de un viaje  de 20 horas, comienzo a estudiar Pedagogía en Castellano, la Araucanía se  constituye en el espacio donde potenciar el Huasolecto. Es aquí donde conozco a  los primeros escritores, Guido Eytel y sus talleres de narrativa, Jaime Huenún  y sus talleres de poesía en Freire,  la  importancia de Jorge Teillier y su Lautaro mítico, el hombre pájaro y su  alegría sicodélica en Puerto Saavedra, los escritores veinteañeros igual que  yo: Gloria Dünkler, Ernesto González, Ángel Valdebenito, Rodolfo Hlousek, Juan  Wenuan, Lucio Calquín,  las bandas  roqueras mapuches como los Pirulonko, los punketas Mal Caracho y tantos  personajes que hicieron que la flojera peregrina de los profesores de la  Universidad de la Frontera fuera una caracha al lado de tanto mundo nuevo por  explorar. Mi Huasolecto comenzó a tener un escenario sostenido en realidades  que no eran de mi zona. Las memorables jornadas de José Antinao, el Tumbaito  Torres,  en el Gimnasio  Ñielol, tres veces campeón nacional de boxeo  amateur, me hacen escribir un cuento sobre un boxeador curicano impotente y castrado  por su mujer, luego la creación de un cuento de un bombero pirómano que  incendia las casas de sus amigos en la población Dragones. El casero que me  arrendaba la pieza de estudiante era de la institución y me nutría día a día  con las pericias y miserias del cuartel. El Huasolecto al servicio de mi  ficción se hace más potente al conocer los círculos literarios de los pueblos  de la Araucanía, grupos de poetas de Licanray, de Gorbea, de Cunco, de Pucón,  de Boroa, de Ercilla, decenas de agrupaciones que se bautizan como Los Amigos  del Libro, el Club de jubilados por la poesía de Tirúa, Los poeta de la Nieve  de Lonquimay, las Gotitas de lluvia de Nueva Imperial. Todas ellas,  agrupaciones talibanas al momento de defender sus versos, firmes en la idea de  su apostolado, desfilando para los 18 de Septiembre con sus trajes color  marengo, todos con un libro en la mano y una gorra con pluma ensartada. Todo un  caldo de cultivo para el que sería mi primer libro titulado Santo Sudaca, libro  prologado por un escritor curicano, Gilberto Sanger, que es parte del bestiario  de esos escritores curicanos que nunca conocí. Esto  fue el año 2008,  el año en que organicé el Frontera Boca  Arriba, un encuentro de narradores,   donde por primera vez compartí las ideas del Huasolecto con creadores de  distintos lugares del país.  
  
          Para concluir esta presentación,  vuelvo a esa Florcita Motuda aburrida de a  finales de los 70, pero sólo para decir que fue compañero de curso en el liceo  del único de mis tíos vivos, un profesor básico que jamás ha salido de Curicó y  que lo único que quiere es jubilar. Este pariente o la vida de este familiar  (él no lo sabe) me sirvió como base para elaborar lo que fue mi primera novela  llamada Piel de gallina, quizá un intento por clausurar un ciclo, un zona  detestada de mi oficio como profesor secundario, sin los miedos ancestrales a  la pobreza material, sino con miedos nuevos, a perder las ganas de vivir  practicando un oficio que muchas veces pareciera no llevar  ningún sentido: ejercer la educación formal  en la secundaria de Chile. Me tomaré la licencia de engañarme y decir que  fueron los dioses los que me hicieron partir de la Araucanía, justo en el  momento de terminar mi novela, pero la realidad siempre es menos rica. Vuelvo a  un Maule nuevo, a  Talca. Mi Huasolecto  está a la expectativa de nuevas ficciones, no tengo la menor idea de cómo serán  mis nuevos libros (si es que los hay), como dijo Henry Miller: “Mis mapas y mis  planes me sirven de guía”. Dejo todo a voluntad, invento deformo, miento, inflo  y confundo de acuerdo a mi humor el día. ¿Cómo poder sentirme oprimido  por  vivir en una aldea que me da todo el silencio para imaginar?
          Valparaíso.  Noviembre de 2013