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ESTO NO ES OTRA EXCUSA PARA EXPLAYARSE SOBRE UNA CHOREZA NUEVA
Presentación del libro de poesía Estela de cóndores fosforescentes de Felipe Rodríguez Cerda

Por Claudio Andrés Maldonado



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Recuerdo para olvidar y olvido para recordar, dirían en un puro jugo, las mentes más ociosas del siglo XX. En cuanto a mí, lo aplico para hablar del terrible daño que me hicieron los 90, pero que logré camuflarlo caminando borracho y volado por la Pichicautín, La Vista Verde o la San Antonio de Temuco. Hacía frío por fuera y eran pocos los viejos que se atrevían a mirar detrás del frigider nacional. Había tanto polvo aceitoso y la bandeja del deshielo era un real depósito de mierda perfumada en el aerosol tropical chilensis de la transición. Pero hubo una choreza de la representación parlante que allá en el sur pareció florecer como un chilco de cementerio mapuche (disculpen el aprovechamiento  acomodaticio de lo último, pero igual estuve más de 15 años por allá, en uno de los piukes más fascistas del país)

La situación es que el 98 aparece el Metales Pesados de Yanko González, en Valdivia, y al otro año el Chaucha de Harry Vollmer, en Osorno. Vengan a la esquina de papito –nos dice el primero- donde la guatona new age  se quiebra de cariño y en la CORVI la luna es un trozo más de las botellas. A pestañadas entra el sol por las viejas costillas de la sede –nos dice el segundo- al fondo unos desconocidos alegan si fue penal o no en un partido que nunca jugaron, mientras la Chilindrina baila dispuesta a acostarse con su padre tras la barra.

Esa semi urbanidad de choreza de provincia me voló lo poco que tenía de cabeza, porque era una choreza que tenía una fijación por no darse el color de algo como de verdad, un arcoíris desteñido y tensado por las manos de un Jarvis Cocker jalando frases extraídas de su Seffield natal.

Casi realmente parecía que la observación participante de cantina exocéntrica era un pequeño sol, ideal para lagartijas así bien inquietas y aburridas de tanto tonto con boina y tintero. Después comenzamos a envejecer y los viejos a envejecer aún más y la academia llegó a darle a esa choreza alguna beca para subir a primera, aunque la choreza terminó, gloriosamente, gastándose la plata en las cantinas aledañas al estadio. 

Y así me pego el salto y despierto en este libro, así tal cual, pensando en que cuando cantábamos entre tarros de basura, lo hacíamos sin saber que dentro de esos recipientes nacerían tipos que seguirían con la choreza sureña (y ojo que no quiero explayarme sobre la choreza poética como un hallazgo poser). Sólo es que estas poesías son las que más me gustan, las que no ponen la voluntad del hacer  por encima de lo que se quiere aproximar en un imaginario retórico. Algo así.

Seguro que veo a Felipe Rodríguez, el autor, escribiendo dentro de ese envase residual, mucho más vivo que yo, y también más muerto de plancha que yo,  cuando tiene que enfrentar a ese ridículo lector interesado en buscar la identidad local y que simula que la choreza también es cultura y que con eso la hace de oro simulando el simulacro musiliano de estar amarillosamente protestando en una calle disidente.

Estela de Cóndores fosforescentes se llama este libro.  Como no pensar en la alumbrada romántica de un destello en VHS o en el cóndor de los Fiscales Ad-Hok, que se caga en La Moneda y en la iglesia. Fosforece y  no resplandece, porque la estela se aparta del escudo y es frágil, pero igual recuerda para olvidar y olvida para el recuerdo.

Todo parte con las memorias de dos parlantes boca abajo. El primer parlante es Luciano Alexander Gutiérrez Gutiérrez, un gamberro muy campante y de población, que con la máxima elegancia que puede dar se mueve entre la venta de paraguas (no los de Armando Uribe) y el despiste y el extravío. Se mueve en la cancha como un neo Romario, perdidamente volado entre los pilares de un mall, haciéndose el guardia, cuando la vena mechera ya casi le explota en su chukismo. Porque también puede ser que Luciano no quiere arrepentirse de no haberse dado un color cuando podía, y ya no se atreve, y se esconde detrás de la máscara de niño viejo  de terno y compu plomo, pegándole un duro Ferdydurke  al monitor de su existencia. Luciano Alexander Gutiérrez Gutiérrez se aparta del grupo y orina y también al mismo tiempo piensa en las 250 lucas mínimas, en las polillas y en subirse el marrueco para no mojarse los zapatos, como lo hizo un parlante de Harry  hace veinte años atrás, en un poema repetido por mí hasta la tontería en algún tiempo anterior al Google.

Julia del Carmen Gutiérrez Palavecino es el otro parlante boca abajo. Pareciera que este parlante sufre más a la vista, se quiebra con el dolorazo vallejiano de sus tíos desaparecidos allá en Santiago, se luce apareciendo en cadena nacional, en la tele,  por el asalto a la salsoteca de su pueblo. Mientras no se corte la luz todo estará bien, puede que piense, ¿la luna seguirá siendo un trozo más de las botellas? Julia se luce, pero le duele la Población Mardones, mataron a una hermanita canuta de la cuadra, la encontraron con la falda muy subida y el megáfono prendido. Se le muere Diosito a la Julia del Carmen, todo por culpa de un Suzuki que luego tendría toda la pinta de un Ferrari rojo.

Los cóndores fosforescentes huyen en el auto favorito del Rey Arturo, que es igualito al del videojuego. Los pájaros planean sin plan, se abren paso por las costas de palmeras holográficas, sin miedo a salirse de los límites de San Andrés. A morir pichicho, hasta que en la Pob Mardones se choquen todos los huesos. El chofer de la estela es un Querubín que hace piruetas insolentes, muy vivo de todo lo que es nacer en un basurero de argumentos parrianos sobajeados: esto pasa porque el mundo es mundo.

Existe un game over que todavía no llega, así que Chichi mete sota en el video de a dos player -le diría el viejo Luciano Gutiérrez al Querubín- aunque este no pescaría y aceleraría como reguetonero en tonariles. Querubín sigue transportando la fosforescencia de esta estela de  cóndores. Como siempre. Por muy duros que se vean estos pájaros, seguirán buscando cambiar el tono de los días tan charchas, los únicos que pueden tener.

Esto no ha sido una excusa para hablar de una nueva choreza sureña. Felipe la tiene oscuramente clara en este libro, cuando escribe sobre RESPIRAR, PERDER LA FE Y SELECCIONAR LAS PALABRAS COMO PALTAS, PARA DAR CUENTA DEL DELIRIO DE SOÑAR DESDE ZONAS DESARMADAS.  


Texto leído en el taller de Paz Ahumada, el 12 de octubre de 2019, Talca.



 

 

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Esto no es otra excusa para explayarse sobre una choreza nueva.
Presentación del libro de poesía Estela de cóndores fosforescentes de Felipe Rodríguez Cerda.
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