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Mi profesor se está volviendo loco.
Apuntes sobre la novela Piel de Gallina de Claudio Maldonado, Ediciones Inubicalistas, 2013

Por Guido Arroyo



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HACE CINCO AÑOS, en el marco de un encuentro de narrativa llamado –si mal no recuerdo– Frontera Sur, el autor de Piel de Gallina realizó una de las mejores performances que he visto, y debo consignar que en detrimento a mi salud mental he visto demasiadas performances. Era la primera cena en conjunto, y en una larga mesa estaban Nona Fernández, Marcelo Mellado, Lucho Marín, Luis López Aliaga, Emilio Gordillo, Yuri Pérez y un joven escritor inédito llamado Diego Zuñiga. Maldonado jugaba de local, es decir, era uno de los organizadores del encuentro, y como buen organizador estuvo obligado a poner un tema para romper el silencio absurdo, ese que le ocurre al chileno cuando está obligado a compartir un mismo espacio sin un fin determinado.

Recuerdo que comenzó a hablar de poetas de provincia, no de la figuración lárica, la descentralización estética o el criollismo fracturado, sino de una agrupación de poetas de un pueblo parecido a Curicó, Valdivia o San Felipe, que tenían como tradición marchar cada año, vistiendo traje verde y un gorro hecho con cartulina morada, y que a modo de insignia institucional, una prueba física de su condición de poetas, cargaban una antología de la agrupación en el pecho.

A todos nos brillaron los ojos con el relato, incluso Mellado anotó datos para un futuro texto.

El último día del encuentro, en la ex-estación de ferrocarriles, Maldonado presentó su libro de cuentos Santo sudaca. Tras una breve presentación, leyó un cuento donde aparecía esta agrupación de poetas, patética, pueblerina, jocosa.

La performance estaba ejecutada.

Y creo que con ese gesto, Maldonado quiso explicar que su escritura era una extensión más del registro oral. La efectividad del texto ya estaba cumplida en ese bar, en la primera noche del Encuentro, donde los tipos que escriben, a veces tan aburridos para hablar, quedamos embobados con un relato que tenía demasiadas precisiones como para ser inventado.

Piel de Gallina es una novela que fisura la realidad. Un relato cercano al mundo onírico y sus vaivenes psicológicos, pues entre sus páginas encontramos personajes como la Vírgen de la burra láctea o conmovedores soliloquios intimistas que estremecen. La obra no sucede en un lugar reconocible, sino más bien en un pueblo atemporal, una aldea universal pero cuyo estado de las cosas podemos identificar con alguna zona del paisaje nacional. En este sentido, Piel de gallina va a contrapelo del relato clásico de raigambre burguesa, pues compone su trama con diálogos en sordina, cuentos dedicados, emotivas cartas del padre, rezos de la madre, o notas de prensa que giran en torno al Profesor de Estado de Educación Básica Mención en Ciencias Sociales: Lizardo Melgarejo, un sujeto de baja intensidad que proviene de otro tiempo, aquél donde la frase de Pedro Aguirre Cerda “Gobernar es educar”, aún resonaba como ruido de fondo, y por ende el Estado motivaba la meritocracia educando a profesores y construyendo internados.

Pero ese pasado es el futuro que no fue, y Lizardo está cansado, ha sufrido un accidente y quiere jubilar tanto “aquí como allá”. Para hacerlo, debe cambiarse de institución y comenzar a educar pollos, esas aves obtusas con pretensión de volverse categoría premium, idea estimulada por Chatino, el director que no sabe casi nada pero le exige a Lizardo que cambie, que abrace la normalidad.

Las operaciones experimentales y el entrecruzado montaje de Piel de Gallina realizan una simbiosis con el registro de hablas que emergen. De forma siútica podría decir que se trata de un habla informal inculta, pero no es una categoría del lenguaje la nervadura de este texto. Lo que hay es el habla pre lumpenizada del flaiterismo o wachiturrismo contemporáneo, algo así como el lenguaje popular campesino entrecruzado por las modernizaciones que producen el abismático consumo del smarthphone, es decir: la globalización o glocalización de las cosas: Pero así es la cosa poh’ Danixa. Lo pasado pisado. Lo que es yo, todavía tengo que plancharte estas sábanas. La suerte del pobre. Pero ya vendrán tiempos mejores, como decía mi abuelita Zoila.

Con estos elementos lo que se produce es una alegoría crítica del presente, pues allende los montículos de mierda que hablan, las chupadas de pico del oficial Mayorga a los pelados o las frases de Glenda, la mujer que apapacha a Lizardo y se vuelve el personaje más encantador de la novela, lo que captura Piel de Gallina es el agotamiento del Profesor de Estado que concentra un orden de sentido extinguido. Este orden se contrasta con la imposición del paisaje chileno moldeado a imagen y semejanza del pensamiento de Jaime Guzmán, bajo el cual todos los cara de chileno parecen estar destinados al deseo de cagar al otro, de dialogar sin escucharse o convivir siempre a medio filo con el puñal en la mano, y decir que sí cuando en el fondo nunca cumplirán lo que prometen.

Educación pública, gratuita y de calidad. Esa es la consigna que el movimiento estudiantil logró imponer a la clase política. En un país como Chile donde más del setenta por ciento de los ingresos se basa en la venta de materias primas, cabría preguntarse si tiene sentido la imposición de una educación pública de origen prusiano. También, pensar si una verdadera revolución sería conseguir un estado de las cosas donde el saber institucionalizado no sea superior al saber autónomo. Pero bueno, eso es harina de otro debate. Lo que cabe aquí es subrayar la analogía que se desprende en Piel de Gallina entre la producción de estudiantes y la producción de pollos: “Al llegar aquí, a la planta procesadora, los estudiantes son sacados del vehículo y con estas mangueras les aplicamos una ducha desparasitaria. Luego les amarramos la patas y los colgamos en el transportador aéreo. Lo hacemos rápido, a menor sufrimiento menos dolor.” (48).

Educar para normar, educar para sanitizar, educar para ser another brick in the Wall.

El sentido de esto lo explica el mismo Lizardo, cuando confronta al director cuyo conocimiento se basa en los postgrados realizados, que penden en su oficina como una garantía física de pertenencia, tal como los poetas que marchaban por las plazas cargaban las antologías. El profesor de estado le dice: “¿Me permites tutearte, Omar? Cuando tú estabas en cuarto o quinto básico, por ahí por el noventa y tres, empezaron con esto de la nueva Reforma Educativa. Ya con Pinochet nos habían vendido una reforma, pero todos sabíamos que era una pillería para que el ministerio se sacara el cacho del financiamiento y la administración, y de paso le diera chipe libre a los sostenedores privados, la mayoría unos huasos de mierda que apenas sabían leer”. (104) (…)

LOS PROFESORES DE ESTADO QUE SIGUEN RESPIRANDO AÚN, cargan un signo trágico en sus espaldas. Lizardo es un arquetipo de ellos, un cuerpo cansado que no sabe si está aquí o allá, que no desea abrazar la normalidad porque su raciocino abrigó hace tiempo otra forma de normalidad. 

Por eso Piel de Gallina me recuerda una canción inédita de Los Prisioneros, que nunca apareció porque algún productor de la EMI lo consideró inapropiado para la época. Un profesor deja de ver en blanco y negro y comienza a ver en color, pues sus sesos ya no aguantan más, y repite una palabra en voz baja/ que nadie logra descifrar. Por esa condición: Los directores se preguntan/ qué es lo que tiene el profesor,/ mis compañeros saltan de contentos/ no tomaron la lección,/ tiene la más dura enfermedad,/ a esta edad no tiene marcha atrás.

Al final del tema, el coro de González devela lo que está dicho en voz baja: su palabra es frustración/ la palabra es frustración/ la palabra es frustración/ la palabra es frustración.

La última reflexión de Lizardo podría ser un pacto de silencio, un compendio de frustración contenida, escrita también en voz baja: “Miro el parque por el ventanal. A veces me sale un soplo de risa, me agito callado. Lo hice, jubilado estoy de todo, anticipado a mi sueño, con mi premio en un saco que ya nadie puede abrir. Son las seis de la tarde, dos colegialas pitean algo en el ciprés. Sonó el celular, mi hija me preguntó cuatro veces si me gustó el MP3 que me dio en la navidad. Me duele hablar mucho, le tiré un bostezo y le corté. Babeo, me acalambro, oigo el canturreo y la loza de mi mami en la cocina. El viento en la cara. Cae la noche. Soy un moai cuidando el ocaso para siempre, como si esta muerte en vida, a partir de ahora, no tuviera fin”. (171)

Santiago – Flor de Roca (Lican-Ray)
Agosto 2013



 



 

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