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Abyección, pérdida del ser y transformaciones del lenguaje en la prosa de
Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik
Por Carmen Martin
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Existen autores cuyo estudio resulta generalmente expedito y sospechosamente sencillo; autores cuya obra ha sido procesada en tal medida por el aparato crítico que pareciera que realmente allí no hay nada más que ver. Este tipo de aproximación es aquella que reduce la totalidad de una obra a sus aspectos más pedestres e inofensivos por medio de un proceso de selección estratégica donde ciertos textos son expuestos y otros no. Por supuesto, esta no es una elección peregrina sino que obedece a intereses específicos. En primer lugar, a la creación de sistemas de lectura que conduzca a la configuración de un sujeto poético que sirva a los intereses y a la mantención del sistema que por su parte regula, nutre y mantiene esta aproximación crítica. En un segundo movimiento, esta maniobra hermenéutica funciona como una estrategia de control y manipulación de la imagen, tanto del poeta como de los textos en sí, poniéndolos al servicio de la construcción de un discurso, una tradición o canon literario puntual.
Este sector de la crítica conoce su oficio y lo ejerce con precisión. La disección de la obra se efectúa hábilmente a través de la selección de aquellos textos que se ajustan y contribuyen a la creación del sujeto poético buscado –un sujeto simple y no-problemático-, dejando afuera aquellos textos que sí suponen problemas y que no se dejan leer desde estas perspectivas de simplificación; textos que, en su carácter desconcertante o de clasificación problemática, ponen en entredicho la totalidad del andamiaje que sostiene esta aproximación crítica, revelando así lo tendencioso de su procedimiento.
En gran medida, es esto lo que ha sucedido con el estudio de la obra de Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik quienes, por medio de esta estrategia crítica, han sido reducidas a maestra telúrica/madre de todos los niños la una, y poeta maldita/niña loca, la otra. El objetivo, así, consiste en minimizar o invisibilizar lo que queda fuera de estos límites, aquello que no se ajusta al personaje buscado. Con respecto a esto, y refiriéndose a Pizarnik, César Aira afirma:
Como suele suceder con las iniciativas de la crítica, ésta mía tuvo su origen en el deseo de corregir una injusticia: la que veo en el uso tan habitual de algunas metáforas sentimentales para hablar de A.P. Casi todo lo que se escribe sobre ella está lleno de “pequeña náufraga”, “niña extraviada”, “estatua deshabitada de sí misma”, y cosas por el estilo. Ahí hay una falta de respeto bastante alarmante, o un exceso de confianza, en todo caso una desvalorización. Lo cual no sería más que anecdótico si no apuntara … a una reificación. Reduce a un poeta a una especie de bibelot decorativo en la estantería de la literatura, y clausura el proceso del que sale la poesía, resultado muy corriente del trabajo de críticos que pese a las mejores intenciones parecen empeñados en congelar a la literatura en objetos. Y entonces no importa que el trabajo del escritor haya sido justamente descongelar el mundo, hacerlo fluir en una operación sin fin: su obra, y él mismo, terminan, en palabras de mis colegas, como una “pequeña estatua del terror” (Pizarnik 9-10).
La lucidez de Aira al enfrentarse a este “exceso de confianza” es claramente una respuesta a estudios tales como los de Cristina Piña en su biografía de Pizarnik donde, efectivamente, este procedimiento de reificación ocurre con una insistencia alarmante. La biografía de Piña construye un personaje que, en base al procedimiento señalado por Aira, integra todo lo potencialmente subversivo o amenazante y por medio de esta integración lo neutraliza, transformándolo en una especie de mercancía lírica adolescente e inofensiva en un punto cercano a la ridiculez.
Algo similar ocurre con Gabriela Mistral, específicamente en lo que refiere a su homosexualidad, elemento compartido e igualmente soslayado por la crítica, con Pizarnik. Si bien en los últimos años y gracias a la publicación de textos tales como Niña errante (2004), texto donde se recoge la correspondencia privada entre Gabriela Mistral y Doris Dana, la negación de la relación amorosa entre ambas resulta un absurdo, cierto sector de la crítica insiste en la mantención de un personaje que, en el caso de Mistral, es la maestra rural, la madre que está más allá de la maternidad: la madre absoluta. Frente a la evidencia incuestionable de su homosexualidad, esta perspectiva crítica se ha visto en la obligación de integrar el carácter queer de Mistral pero haciéndolo servir a sus intereses, manipulándolo de manera tal que no interfiera con el personaje Mistral/Madre que funciona como uno de los ejes de la formación de una identidad nacional chilena en particular y de una noción de raza latinoamericana en general. Este alcance del personaje creado en torno a la figura de Gabriela Mistral está en estrecha relación con la actividad política, paralela a la poética, que la autora mantuvo a lo largo de su vida y que la llevó a colaborar con el ministerio de José Vasconcellos en su proyecto de reformas al sistema de educación en México, país al que viajó por primera vez en 1922.
En su estudio A Queer Mother for the Nation: the State and Gabriel Mistral, Licia Fiol-Matta estudia la relación entre raza y sexualidad en la creación del personaje mistraliano
Examining the intersection of race and sexuality in Mistral is vital in more senses than one. Dispelling myths about her is important, but understanding a mithology put at the service of the state is critical. Both racial mixing (collective sexuality) and Mistral’s ambiguous sexuality (seen as a private affair) involve the social demarcation of acceptable and unacceptable sex … In the state project that Mistral helped articulate, reproduction meant not only maximizing women’s bodies to produce fit laborers and to manage productive, patriarchal, heterosexual families but also establishing and enforcing the parameters of who belonged, racially speaking, to the nation. This was true of the restricted sense of the emerging nation-state (What is a Chilean? Who can be considered a Mexican?) and the sense of expansive, indeed massive, sense of Americanism [latinoamericanismo] (4).
Aproximaciones tales como la de Fiol- Matta frente a la obra de Mistral, como también la de César Aira a la de Pizarnik son escasas, precisamente por la dificultad que supone la remoción del sedimento que la crítica enfocada en la simplificación ha depositado sobre la obra tanto de una como de otra autora y que prácticamente invisibiliza gran parte de su trabajo, al tiempo que sobreexpone aquellos aspectos que sí sirven a la construcción del personaje/poeta buscado. En el caso de Gabriela Mistral, la estrategia de esta perspectiva crítica ha consistido en circunscribir su trabajo iluminando principalmente un aspecto –principalmente la obra poética en desmedro de la prosa--, remarcando e insistiendo en sólo una faceta de su obra, específicamente aquella que la sitúa en el poco problemático rol de madre (sin hijo y, por lo mismo en cierta medida, virgen) y educadora, como son las rondas y canciones de cuna recogidas, principalmente, en Ternura (1924), libro que es descrito por Pedro Pablo Zegers como “la obra que viene a ubicar en un contexto más adecuado la poesía escolar de Desolación. Alcanza la madurez en lo que podríamos denominar, esencialmente, poesía de amor madre-niño, en un mundo fantástico, siempre apoyado por el sentido del juego”(129).
Con Pizarnik ocurre algo similar dada la facilidad con la que el personaje de niña maldita y sus correspondientes fórmulas/frases hechas es identificable dentro de su obra poética, permitiendo la fácil reducción de la totalidad de su trabajo a unos cuantos poemas e imágenes –por ejemplo, aquellas mencionados anteriormente por Aira--, deteniendo o obstaculizando cualquier aproximación de estudio que intente apartarse o al menos explorar fuera de los límites de la ruta previamente trazada y firmemente establecida por el tiempo, la desidia y la insistencia.
Teniendo conciencia de las dificultades que supone un estudio comparativo de dos poetas que han sido, en cierta medida, víctimas de la desvalorización que significa la reducción de la totalidad de una obra literaria a ciertos elementos puntuales que han perdido su sentido en base a la repetición, en el presente trabajo se propone un estudio de Mistral y Pizarnik, mas no en sus poemas sino en textos en prosa, o “prosa poética”, si se quiere. La elección de analizar prosa poética en lugar de poemas responde, precisamente, al carácter marginal de la modalidad dentro de la obra de ambas autoras, como también a las diferencias en el uso del lenguaje, los temas tratados y la posición o actitud que el hablante lírico adopta en uno y otro formato. Estas variaciones, en primera instancia, guardan relación con las nociones de público y privado previamente mencionadas por Fiol-Matta con respecto a Mistral y que vincularían su obra poética al proyecto “público” de la conformación de la identidad latinoamericana. Por otra parte, en los textos en prosa de Gabriela Mistral pueden percibirse variaciones, sutiles diferencias tanto en el uso del lenguaje como en el registro de imágenes y temas tratados, en especial aquellos referidos a su homosexualidad –espacio “privado”-- que, en tanto tema, deviene fundamental al momento de estudiar su prosa, especialmente en lo referido a la manera en que el hablante se define a sí mismo este formato particular.
En la obra de Pizarnik, la oposición entre poesía entendida en su carácter “público” y la privacidad expresiva concedida por la prosa se reflejaría principalmente en un vuelco frente a la solemnidad de las palabras utilizadas en el poema dando cabida un registro –sexual y obsceno, conscientemente vulgar y malsonante-- que dentro de su poesía era totalmente inexistente y hasta cierto punto inaceptable. La prosa, así, funcionaría como una manera de aliviar la tensión provocada por la exigencia y el rigor extremos de su lenguaje poético; sería, en tanto actividad escritural, un intento de volver a tomar contacto con lo concreto o lo real. Carolina Depetris, en su estudio Aporética de la muerte: Estudio crítico sobre Alejandra Pizarnik cita un fragmento de su diario donde la poeta afirma “En el fondo, yo odio la poesía. Es para mí una condena a la abstracción. Y además me recuerda esa condena. Y además me recuerda que no puedo ‘hincar el diente’ en lo concreto” (49-50). Reafirmando lo anterior, Cristina Piña, esta vez en Poesía y experiencia del límite: Leer a Alejandra Pizarnik (1999), apunta sagazmente:
En la praxis poética de Alejandra se planteó desde muy temprano una dicotomía entre el lenguaje poético estilizado y “sobreescrito” de sus poemas “de libro” o “públicos”, y otro contrario, en tanto incorporaba todo –o gran parte de—lo que aquél negaba. Pero lo mantuvo oculto, “privado”, en una actitud de autocensura que, personalmente, vinculo con su propia imagen de lo que consideraba acorde con el “personaje” poético creado. Éste, a su vez, se correspondía, por un lado, con la primera de las dos poéticas … la que entiende a la poesía como instancia absoluta de realización; por otro … con lo sancionado por el grupo de escritores que tenía en alta estima … y que rechazaron como “porquerías” sus textos transgresores de “La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa” (115).
Teniendo como foco de estudio el tema del uso del lenguaje y cómo este lenguaje se manifiesta en su expresión privada, es decir, en la prosa poética de ambas autoras, en el presente trabajo se estudiarán “El amanecer” y “La enemiga” de Gabriela Mistral, como también “En contra”, de Alejandra Pizarnik. Entendiendo la relación conflictiva de ambas poetas con su trabajo en prosa, el estudio se enfocará en la manera en que tanto Mistral como Pizarnik lidian con las posibilidades que la prosa les otorga. Partiendo de dichos textos, se estudiará la forma en que cada autora construye su particular imaginario o universo poético a la manera de un espacio inquietante –quizás siniestro o unheimlich según lo define Freud, en la medida en que se aparta del espacio poético “conocido” del texto en verso--, donde el lenguaje y sus posibilidades se reformulan; textos donde tanto Mistral como Pizarnik se pierden de sí mismas, abandonando la familiaridad del lenguaje de sus poemas, sus imágenes, su dicción y su sintaxis “en verso”, para entrar en el dominio de la prosa que, a momentos, pareciera conducir a una y otra a un estado de pérdida elemental, desconocimiento o al menos de perplejidad frente a sí misma por parte de la voz que enuncia: “abyección de sí”, tal y como la entiende Julia Kristeva
La abyección de sí sería la forma culminante de esta experiencia del sujeto a quién ha sido develado que todos sus objetos se basan sobre la pérdida inaugural de su propio ser. Nada mejor que la abyección de sí para demostrar que toda abyección es de hecho reconocimiento de la falta fundante de todo ser, sentido, lenguaje, deseo (12).
Es en base a la conciencia de esta falta que el poema en prosa acontece, y lo hace como un intento de llenar una ausencia que es irreparable y es siempre diferida o pospuesta. El poema en prosa es, en ambas autoras, un distanciamiento del propio lenguaje, del lenguaje configurado por el ejercicio de la escritura poética y en cierta medida, pública u oficial.
Si la “falta” que refiere Kristeva es un silencio de extrañeza, o la reducción y reorganización general del lenguaje, los textos a estudiar funcionan como la afirmación de una imposibilidad; de una pérdida que se sabe irrecuperable, pero que de igual manera se articula, por omisión, dentro del poema. Esto, considerando que la etimología de la palabra poema remite a canto y que, en tanto melodía, bien puede comprenderse como un conjunto de sonidos sobre un plano de silencio pero también como una serie silencios inscritos sobre un plano de continua sonoridad.
1-Gabriela Mistral y la prosa impropia
La prosa de Mistral se vuelve invisible y silenciosa frente vastedad de su obra poética; consistencia en verso que mantiene a las composiciones en prosa en un área marginal y subalterna. Hay en ella un cambio de registro, una amplitud temática que se aparta del tono y el discurso elaborado en su obra poética “pública”, como también en sus textos propedéuticos o informativos. En esta clasificación caben, por ejemplo, Lecturas para mujeres (1923), algunas prosas escolares y cuentos infantiles, como también ciertos ensayos sobre la lengua española recogidos en Gabriela Mistral: antología en verso y prosa (2010).
En su estudio “La prosa de Gabriela Mistral”, Pedro Luis Barcia distingue tres etapas en su prosa: la primera correspondería a los textos en prosa incluidos en Desolación (1922). La segunda etapa de su prosa sería aquella escrita entre 1923 y 1934, período en que sale por primera vez de Chile y describe o re-escribe Montegrande en un estilo cercano a las crónicas de viaje o al género de la semblanza. La tercera etapa señalada por Barcia va desde 1934 a 1957 y estaría marcada por un giro periodístico en la escritura de Mistral que, en este período, se enfocaría principalmente en lo que Barcia llama “recados en prosa”. Junto con proponer esta clasificación, Barcia enfatiza la oralidad del lenguaje en la prosa de Mistral como también la sencillez del tono utilizado, elementos que darían forma a una prosa que la misma poeta clasificaría en términos negativos: “Pues un buen día me puse a escribir prosa mala y hasta pésima, saltando casi enseguida de ella a la poesía” (Antología LXX).
Pero junto a estos textos “oficiales”, o más bien tras ellos y velados por su excesiva visibilidad, existen también poemas en prosa que no sirven para construcción nacional alguna y que, más bien, ponen en entredicho, por medio de la aparición de una voz oscura y abyecta, al personaje maternal y asexuado de Mistral/Maestra tales como “El amanecer” y “La enemiga”.
En “El amanecer”, el deseo se manifiesta como un “estremecimiento de la carne” que despoja y libera al personaje de las sayas del magisterio rural y la expone en tanto cuerpo desvelado en una actitud de plegaria cercana al éxtasis místico frente a un objeto que no le es dado ver, que se le oculta en la medida en que está en ella, dentro de ella. Es un objeto que debe ser parido y parido con dolor:
Toda la noche he padecido, toda la noche se ha estremecido mi carne por entregar su don. Hay el sudor de la muerte sobre mis sienes; pero no es la muerte ¡es la vida!
Y te llamo ahora Dulzura Infinita a Ti, Señor, para que lo desprendas blandamente.
¡Nazca ya, y mi grito de dolor suba en el amanecer, trenzado con el canto de los pájaros! (Antología 526)
El lenguaje en este poema, a no ser por las menciones religiosas que son una constante transversal en su obra, se aparta del registro convencional de la poesía de Mistral. El tono del texto deja entrever una especie de ansiedad o urgencia frente al proceso mismo de escritura (entendiendo el poema como el “don” a entregar), que podría tener un correlato en la relación del hablante con su cuerpo y su propia sexualidad. Con respecto a esto, Kristeva apunta en su análisis de Proust:
Proust escribe que si el objeto del deseo es real, sólo pueda apoyarse sobre lo abyecto imposible de colmar [diferido, inalcanzable]. Entonces el objeto de amor se vuelve inconfesable, sosía del sujeto, parecido a éste pero sucio, pues es inseparable de una identidad imposible. Por lo tanto, el deseo amoroso se experimenta como un pliegue de esta identidad imposible, como un accidente del narcisismo, ob-jeto, alteración dolorosa, deliciosa y dramáticamente condenada a encontrar al otro sólo en el mismo sexo. Como si no se accediera a la verdad, abyecta, de la sexualidad sino por la homosexualidad (32) (los corchetes son personales).
El objeto de deseo permanece en silencio, disfrazado de Dios, en un espacio que se sabe inaccesible y al que sólo puede acercarse por medio de una especie de desdoblamiento verbal que, dentro del texto, se expresa en base a imágenes en contraste, a oposiciones elementales: noche/amanecer, muerte/vida, dolor/dulzura operan, así, como la constatación de la imposibilidad de una síntesis o bien, de la conciencia de que el texto está en sí mismo inscrito dentro del registro de lo abyecto, de aquello que no es definible ya que permanece en el espacio de lo no nombrado, de la falta: aquel “don” a parir, a gritar, es definido en base a una oposición muerte/vida siendo vinculado a lo vital, pero aparte de eso el hablante no es capaz de nombrar más nada. Es en la conciencia de esta ausencia, de esta falta o silencio donde radica su abyección.
En “La Enemiga”, el desdoblamiento del hablante lírico como medio de acceso al objeto del deseo homosexual se realiza por medio del diálogo entre dos voces femeninas que dan forma a un híbrido entre el cuento erótico y la parábola bíblica. Es interesante el hecho de que ambas voces carecen de cuerpo o, más bien, han abandonado los límites que dicho cuerpo les imponía. Comienza el texto:
Soñé que ya era tierra. Que era un metro de tierra oscura a la orilla de un camino. Cuando pasaban, al atardecer, los carros cargados de heno, el aroma que dejaban en el aire me estremecía al recordarme el campo en que nací … Junto a mí el suelo formaba un montoncillo de arcilla roja, como un contorno de pecho de mujer y yo, pensando en que pudiera también tener alma, le pregunté:
--¿Quién eres tú?
--Yo soy –dijo—tu Enemiga, aquella que así, sencillamente, terriblemente, llamabas tú: la Enemiga (Antología 531)
La situación descrita remite al poema “La otra” (Lagar 1954), texto donde acontece algo similar. Pero lo que en “La otra” es muerte e inaccesibilidad (“Una en mí maté: yo no la amaba”; “y no bajaba nunca / a buscar ojos de agua”), en “La enemiga” se transforma en fusión, en la posibilidad de consumar un encuentro físico total que trasciende las posibilidades de unión de los cuerpos en el acto (hetero)sexual, siempre parcial e incompleta. Esta unión física absoluta sólo puede acontecer, dentro del poema, por medio de la ausencia o la eliminación del cuerpo en tanto límite o contención. Las dos voces, la odiante y la odiada, son tierra, “polvo ciego” (531) y es precisamente gracias a este no ser sujeto de los hablantes que dentro del texto se hace posible el trasvasije del deseo abstracto, latente, al deseo manifiesto y claramente formulado:
--Yo odiaba cuando aún era carne … pero ahora soy polvo ennegrecido y amo hasta el cardo que sobre mí crece…
--Yo tampoco odio ya –dijo ella--, y soy roja como una herida porque he padecido, y me pusieron junto a ti porque pedí amarte.
--Yo te quisiera más próxima –respondí--, sobre mis brazos, los que nunca te estrecharon (532)
El texto se cierra con la unión de ambas tierras en manos de un alfarero que, luego de comprobar la suavidad y la complementariedad de ambas, decide hacer con ellas un vaso. El procedimiento de unión es descrito en términos de transmutación: el barro se vuelve un elemento luminoso (“Cuando nos puso en un horno ardiente alcanzamos el color más luminoso que se ha mostrado al sol: era una rosa viviente…”) que pasa de ser objeto inerte a elemento vivo (“era una rosa viviente”) y que, por lo demás, transforma al alfarero en Dios (“como Dios, ¡él había alcanzado a hacer una flor!”). La imagen de ambas voces, transmutadas y fundidas, puede comprenderse como el deseo finalmente consumado. Ahora: la naturaleza de esta unión está legitimada únicamente en la medida en que es llevada a cabo por el alfarero/Dios; figura (masculina y normativa) que actúa como el último resabio de una imposibilidad de decir, de un silencio impuesto que pareciera querer volver a situar el discurso del texto dentro el ámbito de lo aceptable, como una presencia tardía que pretende revertir lo dicho, devolviendo al hablante a su estado previo de ser incorpóreo/asexual. Dicha reversión es, sin embargo, imposible, en tanto la incorporeidad dentro del texto ha pasado a ser imagen de una unión sexual absoluta y sobre todo irreversible, ya que no se basa en la penetración o en el contacto, siempre parcial, de la práctica heterosexual sino en una fusión, un encuentro físico total entre cuerpos semejantes que se mezclan dando forma a una sustancia nueva e indivisible que, a su vez, hereda y reproduce el poder transmutador de la materia que tienen tanto del dios/alfarero como el horno donde el vaso de barro es cocido: “Y el vaso dulcificaba el agua hasta tal punto que el hombre que lo compró gustaba de verterle los zumos más amargos: el ajenjo, la cicuta, para recogerlos melificados. Y si el alma misma de Caín se hubiera podido sumergir en el vaso, hubiera ascendido de él, pura.”(532).
Es precisamente debido al carácter físico y concreto del objeto, al hecho de que el vaso sea el producto de una unión sexual, esencial y claramente corpórea, que éste se vuelve objeto transmutador. El hablante, en su reconocimiento en tanto ser sexuado que, por lo demás, es capaz de articular verbalmente su deseo, accede a la verdad de la sexualidad por medio de la homosexualidad, tal y como lo propone Kristeva en la cita previa. Acceso y reconocimiento del hablante que cierra, en base a la enunciación explícita de su deseo, la secuencia de sucesivas transmutaciones entronizado, ahora, en una especie de categórica y gozosa abyección.
2-Alejandra Pizarnik y el horror de lo real
En su prosa poética Pizarnik se desprende del personaje construido, por ella misma y por gran parte de la crítica, en torno a su poesía. En su prosa, el acervo de palabras destinadas y admitidas dentro del poema se abre, el límite se expande y permeabiliza, admitiendo términos bastardos y marginales que, dentro del rigor y la extrema selección léxica de su composición poética, no tenían cabida posible. Como señala Cristina Piña, la prosa de Pizarnik pareciera ser el anverso de su poesía, una especie de transgresión de sí misma: el otro lado de su lenguaje, la contraparte abyecta del poema: “el discurso sólo podrá sostenerse a condición de ser confrontado incesantemente con este otro lado, peso rechazante y rechazado, fondo de memoria inaccesible e íntimo: lo abyecto” (Kristeva 14).
El silencio, tema central en el análisis del trabajo de Alejandra Pizarnik, aparece constantemente el punto axial de su obra poética. Slavoj Žižek, por ejemplo, comprende el papel del silencio en su poesía de manera similar a la anteriormente propuesta en este ensayo, esto es, como una serie de silencios inscritos en un continuo sonoro:
Pizarnik is arguably the poet of substraction, of minimal difference: the difference between nothing and something, between silence and fragmented voice. The primordial fact in mot Silence (waiting to be broken by the divine Word) but Noise, the confused murmur of the Real in which there is not yet any distinction between figure and background. The first creative act is therefore to create silence –it is not a silence that is broken, but that silence itself breaks, interrupts, the continuous murmur of the Real, thus opening up a clearing in which words can be spoken (154).
El silencio en el poema sería, así, la figura de una imposibilidad tanto de decir como de no decir; esta posición ambigua, que calla para enunciar y cuya enunciación entendida en tanto consumación es siempre postergada o diferida, es descrita por Depetris como sigue
El poeta moderno es, dice Pizarnik, un ‘poeta-Sísifo’, ejemplarmente condenado al deslizamiento perpetuo, a marchar siempre sin llegar jamás. En Extracción de la piedra de la locura, retoma este principio poético: ‘Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo’ … Decir y no decir sin solución de continuidad, poética del temor y poética del deseo en un mismo instante que la poeta coloca en una zona de convergencia y difracción … Es en esta zona de infatigable tensión donde, a nuestro juicio, opera poéticamente el silencio (64).
Frente a la tensión de este silencio poético, la prosa de Pizarnik hace las veces de una pausa y una inversión: el silencio se vuelve exceso, el lenguaje se torna una urgencia de enunciar las palabras que dentro de su poesía devenían prohibidas. Producto de esto, la posición del hablante también se desplaza. En la gran mayoría de los poemas de Pizarnik, el hablante pareciera enunciar desde un espacio oculto, en parte por el mismo silencio en que el poema se funda. La enunciación brota desde un punto ciego ya que el hablante otorga prioridad, en tanto visibilidad dentro del poema, a lo enunciado, manteniéndose quien enuncia en una zona encubierta. Esta inaccesibilidad no debe confundirse con la adopción de un carácter secundario o subalterno: el hablante es fundamental pero no se deja ver, desdibujándose tras la densa brevedad del lenguaje del poema.
En la prosa, por el contrario, el hablante pareciera pasar a un primer plano en la medida en que se apropia de la totalidad de las posibilidades de decir, reivindicando aquella zona del lenguaje que dentro del poema no tenía cabida. El lenguaje fundado en el silencio –es decir, a la manera de una “posibilidad” (Benveniste 84) continuamente postergada—se vuelve hecho concreto al momento de la enunciación. Y en tanto hecho concreto y real, provoca una alteración que conduce tanto a la actualización de la totalidad de la lengua, como también a la admisión, dentro del texto en prosa, de aquellos elementos léxicos excluidos y condenados en el texto versal.
“En contra” se abre con la declaración de una imposibilidad, de un obstáculo que impide el desplazamiento o la concreción del texto. Todas las imágenes iniciales refieren al agua, pero a un agua estática, estancada: “Yo intento evocar la lluvia o el llanto. Obstáculo de las cosas que no quieren irse camino de la desesperación ingenua. Esta noche quiero ser de agua, que tú seas de agua, que las cosas se deslicen a la manera del humo, imitándolo, dando señales últimas, grises, frías” (El deseo 159).
El lenguaje evoca una necesidad de desplazamiento enunciativo, el abandono de aquellas cosas que insisten en permanecer y que, dentro de este contexto, bien pudieran ser las palabras que pertenecen a las posibilidades del poema, comprendidas como limitación y pesadez, frente a la necesidad de decir las otras palabras: aquellas que no pueden ser dichas por ser esencialmente obscenas y, como tales, deben permanecer en el ámbito de la no-representación. Esta obscenidad es definida por D. H. Lawrence en el epígrafe que Cristina Piña escoge para su ensayo “La palabra obscena” como sigue: “ ‘Obsceno’: Nadie sabe qué significa. Supongamos que derivó de obscena: aquello que no puede representarse en la escena” (Experiencia 17). Precisamente la irrepresentabilidad y la limitación que ésta significa es aquello que va revelándose a medida que el texto avanza. Las palabras son, así, definidas como un sello que ahoga, que queda estancado en la mitad de la garganta. Las palabras del poema son artificio, elemento esencialmente “falso” frente a la simpleza de la prosa:
La concepción que Pizarnik tiene de la poesía y de la prosa responde al esquema clásico que trazan Barthes y Lotman: la poesía está asociada a la ‘retórica’ y a la ‘mentira’, en tanto que la prosa se asimila a la ‘sencillez’ y la expresión ‘esencial’: ‘Me horroriza mi lenguaje. Miento todo del tiempo … Me gustaría escribir en forma muy simple. Basta de retórica’ (Depetris 50)
Es en este punto del texto cuando el hablante da cuenta del comienzo de un desplazamiento del lenguaje hacia aquella zona que, dentro del lenguaje poético –aquellos “sellos intragables” del poema—no podía intervenirse ni nombrarse. Por medio de un procedimiento cercano a la sinestesia, las palabras son investidas con un sabor “a semen viejo, a vientre viejo, a hueso que despista” (159). El semen, la vejez de un vientre son, de esta manera, nombrados como quién vomita por reflejo y para resguardarse de un lenguaje tan íntimo como extraño y distinto de aquel empleado por Pizarnik en su trabajo poético: “Espasmos y vómitos que me protegen. Repulsión, arcada que me separa y desvía de la impureza … sobresalto fascinado que hacia allí me conduce y de allí me separa” (Kristeva 9).
Las palabras, así, tienen el sabor de un hueso, elemento por definición oculto y que únicamente aparece o se hace visible en base a una herida (una fractura expuesta), o bien, una vez terminado el proceso de corrupción de la carne en los cadáveres. Pero este hueso, es decir, esta aparición de lo oculto, es un elemento que brinda pistas falsas o señales equívocas, que conduce a un amor definido como un gesto horrendo, un rictus provocado por la aparentemente inmensa dificultad del hablante frente a las posibilidades del lenguaje que dentro de la prosa se le ofrecen casi como una amenaza y ante las cuales únicamente puede gesticular, fingir una enunciación que, sin embargo, no alcanza a comunicar lo que el hablante intenta decir o exponer –poner en escena—a la manera de ese hueso equívoco y que lo obliga, en su fracaso, “a las muecas más atroces frente al espejo” (159). Superficie abyecta, azogue que refleja y devuelve tanto imagen como lenguaje deformados y extraños, irreconocibles: la sencillez aparentemente buscada por medio de la escritura en prosa conduce indefectiblemente a un fracaso del hablante que es vencido por la imposibilidad de manejar el registro de lo concreto –aquel ‘hincar el diente en lo real’ mencionado en su diario—habiendo abandonado, asimismo, el dominio de lo abstracto o intangible (el lenguaje poético, el poema en sí), al momento de la elección de la prosa. La voz lírica se comprende en un estado intermedio, mixturado e inmanejable:
El poema en prosa es, como todo género mixto, un espacio denso de contradicciones. Básicamente, se trata de un texto que traduce, en prosa, un efecto poético. Esta afirmación concentra dos rasgos posibles: el poema en prosa es un espacio de licencia tanto para la poesía como para la prosa, porque cada uno transgrede sus normas de género en la recepción de las normas del otro (Depetris 50).
En esta contradicción general las cosas se revelan en su simplicidad, desnudas y torpes: el “lenguaje de la ternura”, aquel decir claro y sin reveses es, ahora, estéril objeto de horror:
Las cosas no ocultan nada, las cosas son cosas y si alguien se acerca ahora y me dice al pan pan y al vino vino me pondré a aullar y a darme de cabeza contra cada pared infame y sorda de este mundo. Mundo tangible, máquinas emputecidas, mundo usufructable. Y los perros ofendiéndome con sus pelos ofrecidos, lamiendo lentamente y dejando su saliva en los árboles que me enloquecen (El deseo 159).
“En contra” se cierra dando fe de una derrota: las cosas no ocultan nada, son sólo cosas y esa sencillez, lejos de ser una condición de admirable honestidad no-retórica, es más bien una simpleza prepotente y sorda, espacio de exhibición orgullosa de aquello que nada oculta porque nada es. La secuencia mundo tangible/máquina emputecida/mundo usufructable fractura toda posible musicalidad del lenguaje, mixturado y monstruoso, del texto. En tanto cadena de malsonancia, de palabras corrientes y carentes de todo “prestigio”, éstas conducen a un final donde se percibe un cierto intento de resituar el lenguaje en el dominio noble del poema por medio de referencia a la figura del perro (de Maldoror, por supuesto). El intento fracasa, el hablante es ofendido por su propio lenguaje que se ha vuelto desconocido, en un estado de total falta en tanto evidencia la real dimensión de la extrañeza del hablante frente a su decir. El perro se ofrece, es simple, es solo una cosa. Esa simpleza vence al hablante, que es lamido lentamente por los perros quienes lo transforman en una marca inscrita en un árbol como aquellas que se hacen al adentrarse en el bosque para evitar perder el camino de regreso. Pero para el hablante de Pizarnik no hay regreso, porque lo que se ha perdido es cosa seria, primordial: es el poder sobre el lenguaje. Y una vez perdido éste, sólo le queda enloquecer.
3-Conclusiones
La propuesta de este trabajo consistió en el estudio de la manera en que Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik enfrentaron la escritura en prosa o, más bien, la manera en que ambas lidiaron con las posibilidades y exigencias de dicho género, comprendido éste como la marginalia de su obra poética o, como se ha venido proponiendo, la veta “pública” de su trabajo escritural. Frente al carácter público u oficial de la poesía de ambas autoras, con las especificidades de una y otra mencionadas en la introducción, la prosa se presenta como un discurso “privado”, donde tanto las posibilidades de expresión como la posición del hablante frente a su propio lenguaje sufren transformaciones y desplazamientos que lo alejan de la zona conocida: los dominios del poema. En el caso de Mistral, la escritura en prosa tal y como se manifiesta en el texto “La enemiga”, se vuelve una instancia de liberación con respecto a la expresión de su propio deseo, en su caso particular, homosexual. El deseo se expresa claramente y, por medio de su enunciación, el hablante abandona el personaje de ser asexuado al que la crítica reaccionaria lo ha confinado. Así, la relación de Mistral con la prosa poética podría definirse en términos positivos en tanto la voz lírica, al menos aparentemente, la hace jugar a su favor y servir a sus intereses de expresión privada y/o personal. Tanto en “El amanecer” como en “La enemiga”, el tono de la enunciación se muestra en su faceta más oscura y reveladora; el hablante delira, se estremece, desea y odia y lo dice literalmente. Es en este decir, en la posibilidad de articular aquello que dentro de su obra pública no tenía lugar, que Mistral logra trasmutar, silenciar o reformular su voz versal para rehacerla, transformada y provocadora, en su prosa. Mistral altera su lenguaje revitalizándolo y a su vez volviéndolo abyecto en tanto “[la abyección] es una resurrección que pasa por la muerte del yo. Es una alquimia que transforma la pulsión de muerte en un arranque de vida, de nueva significancia” (Kristeva 25).
En lo que concierne a Pizarnik, la relación con la prosa se vuelve si no más compleja, al menos sí mucho más ambigua,en tanto la prosa, tal y como se señala en la entrada de su diario, es vinculada con la posibilidad de abandonar la retórica y acceder a la verdad de las cosas, a su materialidad primera y más sencilla. Eso, en teoría. Ahora, al analizar textos como “En contra”, se comprueba que aquel buscado decir no-retórico, más que una instancia de aproximación a la realidad, da cuenta de una alienación a la manera de un desgarramiento del hablante que, situado en el terreno intermedio, dual y monstruoso de la prosa poética, se ve sobrepasado por las nuevas alternativas de expresión que en la prosa se le presentan. La prosa poética de Pizarnik es abyecta por definición, en la medida en que encarna cabalmente aquella pérdida de sí o “reconocimiento de la falta fundante del ser” a la que se refiere Kristeva. La falta que el hablante reconoce es su incapacidad de dominar y regular las posibilidades del lenguaje de la prosa, manejo que sí le es posible en el poema y al que renuncia al momento de abandonarlo en tanto forma.
A diferencia de lo que ocurre con la prosa de Mistral, donde el hablante experimenta una especie de liberación expresiva, en Pizarnik lo que en un momento se planteó como un intento de recuperar la esencialidad del lenguaje o bien, la reconexión con lo tangible por medio de la escritura en prosa, deviene en la revelación de una imposibilidad de existencia completa del hablante, en tanto expresión y lenguaje, en otro espacio que no sea el del poema y su conjunto limitadísimo de palabras lo suficientemente puras como para estar en él. La restricción del léxico es, en la obra de Pizarnik, elemento distintivo, esencial. Apunta Aira:
La exigencia de pureza en A. P. se extendió … a la elección de palabras y temas … La poesía de A. P. está hecha exclusivamente de términos elevados o “nobles” … Y no podían entrar elementos nuevos. El catálogo estaba cerrado desde el comienzo … En fin, como el stock es limitado, la poeta se obliga a la combinatoria de una cantidad limitada de términos. Y la combinación actúa sobre el horizonte de su agotamiento ¿Cúantas “tiradas” distintas pueden salir, del puñado de figuras disponibles, albas, niñas, noches, muertes, espejos, etc.? (38-9)
Frente a la brevedad del poema, a su carácter fragmentario y casi aforístico, la prosa abruma a la voz lírica; en su potencial extensión y amplitud lo enfrenta a su horror frente a un lenguaje vastamente sencillo y por lo mismo, para este hablante particular, inabarcable. En un último intento, el hablante de “En contra” escupe semen viejo, huesos, máquinas emputecidas y mundos de los que puede disfrutarse siempre ilegítimamente, siempre en calidad de cosa ajena: usufructos (lat. usus fructus). Es precisamente eso lo que la voz lírica de Pizarnik realiza en este texto: teniendo conciencia del carácter ajeno de su registro, intenta utilizar este nuevo lenguaje que, como un fruto extraño, se le ofrece. Y lo que resulta del intento es una imposibilidad y una ofensa, un darse de cabeza con un lenguaje impuro, constantemente descartado en el poema e inmanejable en la prosa. En “En contra”, el hablante de Pizarnik se definiría, precisamente, por no ser el hablante de Pizarnik. Y es en esa fractura donde radicaría su alienación, su extrañamiento de sí mismo, su total abyección.
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Bibliografía
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