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De izquierda a derecha: Nona Fernández, Diego Zúñiga, Alejandra Costamagna y
Rafael Gumucio,
en Santiago de Chile. / NICOLÁS ABALO
Hablar de memoria:
la voz de los hijos en la literatura chilena actual
Por Carmen Martin
Publicado en Alba Magazin, 08. https://www.albamagazin.de/
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Hacer memoria es lidiar con un juego lleno de piezas perdidas. Es alterar el orden de los hechos y modificar la cronología de la historia. Recordar entraña la posibilidad de un tiempo lleno de matices y espacios en blanco que pueden marcarse de distintas maneras, variando cada vez el grosor de las líneas, la presión del trazo o la dirección de la luz.
Hacer memoria es bosquejar una patria. quizás de las pocas a las que nunca puede regresarse totalmente. Recordar la propia infancia es parecido a escribir variaciones de la misma historia una y otra vez sin nunca ser capaz de lograr una imagen que abarque la totalidad del territorio. Un mapa que registre todo: las zonas borrosas de lo que en ese entonces resultaba inexplicable y que ahora se revela cristalino coma también el bloque de tiempo en que no pasó nada, se miró por la ventana o se buscaron cosas perdidas. Hacer memoria, al fín es construir a conciencia una patria equívoca, sabiendo de antemano que el resultado será como un tablero con fichas desaparecidas que, pese a poder ser reemplazadas por botones, piedritas, o tapas de botella, cambian en algo indeterminable la totalidad del juego y del acto de jugar.
El recuerdo, lo mismo que el juego, tiene un sistema y un escenario. Recordar la niñez, recrearla desde la voz de los hijos es jugar con ese tablero incompleto y a pesar de todo hacerlo funcionar. Es sintonizar la propia memoria con los recuerdos también parchados e incompletos de otros, en mi caso exniños chilenos, porque felizmente en Chile se está recordando mucho y se está escribiendo, también, mucho.
En este contexto, las voces infantiles a las que me refiero necesariamente conviven con diversas perspectivas de creación literaria. Entre estas y por nombrar solo algunas, están aquellas que giran en torno a la idea del viaje y cómo el sujeto en tránsito establece, o no, una conexión entre experiencia individual y hecho histórico como son Poste restante y Ramal, de Cynthia Rimsky, y Camanchaca, de Diego Zúñiga, junto con algunos cuentos de Hermano ciervo, de Juan Pablo Roncone. Otras vertientes son aquellas que exploran e incorporan a la narrativa diversos referentes y registros, provenientes de la cultura underground, la ciencia ficción, el cine y la crónica periodística, como ocurre en el trabajo de Alberto Fuguet y Álvaro Bisama, a las que se suma la incursión, además de la novela, en el ensayo y la dramaturgia por parte de Lina Meruane. La literatura de los hijos participa en este diálogo como quien construye un refugio con mantas y cojines en medio del tráfago para proyectar, desde ese fuerte improvisado, sus múltiples versiones de la patria y de la historia.
En las novelas Escenario de guerra, de Andrea Jeftanovic, Space Invaders y Av. 10 de julio Huamachuco, de Nona Fernández, Formas de volver a casa, de Alejando Zambra, Érase una vez un pájaro, de Alejandra Costamagna y La edad del perro, de Leonardo Sanhueza, hay niños que ven cómo la patria se viene abajo y cómo el recordar la sostiene con la misma y precaria eficacia de las tablas que afirman los frontis de los viejos edificios. Son niños que al hacer memoria desplazan la violencia, la componen para volverla a desarmar una y otra vez, hasta llegar al punto en que el referente -el suceso histórico- se divide y prolifera en muchas variaciones del mismo tema, todas posibles e igualmente ciertas. Así disuelta, la violencia se desliza desde el exterior, donde la historia acontece como hecho, hacia la intimidad de las casas y habitaciones donde los niños juegan de memoria, en el espacio vacío de los cuartos donde alguna vez hubo algo de lo que solo permanecen algunas marcas sobre el piso y que cada uno recuerda como puede, de manera única e incomunicable.
Generacionalmente, pertenezco al grupo de niñas y niños nacidos durante los últimos años de dictadura en Chile y que crecieron durante el período oscuramente llamada de transición. Mis padres no me llevaron a marchas, nadie en mi familia fue víctima de cárcel ni asesinato. Cuando recién aprendí a leer, mi mamá me regaló una versión en cómic del cuento Peter Pan y los niños perdidos en el país de Nunca Jamás y, luego, cuando ya podía descifrar sin problemas los escritos en los muros de la ciudad de Concepción, en el sur de Chile, la palabra perdidos archivada en mi memoria se juntaba con detenidos desaparecidos; la tierra de Nunca Jamás volvía transformada en "Nunca más" inscrito en los panfletos que tiempo después cubrían la Alameda, en Santiago, cuando en el plebiscito de 1988 ganó el No, iniciando el proceso que acabaría con los dieciséis años de dictadura de Pinochet.
Así fui construyendo mi tablero con lo que encontraba. Con retazos de recuerdos ajenos, muchas veces contradictorios y opuestos no por la radical especificidad de la memoria infantil sino por la violencia que los generó. Historias de amigos muertos, de exilio, de compromiso político absoluto frente a las que yo, adolescente, no podía más que sentir una especie de extraña vergüenza con respecto a lo que por mucho tiempo asumí como la intrascendencia histórica de mis circunstancias. Tiempo y tierra de por medio fueron poniendo las cosas en perspectiva, reconciliándome de a poco con el papel de testigo referencial. Empecé a leer de otra manera. Escuché a los niños, solitarios, recordar.
No quiero decir que en estas historias la experiencia colectiva sea omitida o intrascendente. Lo que ocurre, me parece, es que el acto de hacer memoria se aborda desde la voz de niños sitiados, desde el restringido espacio personal que contiene los fragmentos de la propia biografía. Porque sí hay comunidad en estas novelas, pero es un colectivo con líneas rotas e intervenidas, donde la posibilidad de un movimiento conjunto se vuelve imposible porque todas las piezas del tablero están dañadas y arman un juego irreconocible, que no se deja jugar: familias en peligro inminente, los terremotos que abren y cierran Formas de volver a casa, nacimientos y muertes igualmente inesperados, espacios conocidos que van desvaneciéndose junto con los objetos y claves con que la infancia se inscribe en la realidad. En Escenario de guerra no solo se pierden las marcas territoriales de los niños en el espacio de juego: Tamara la niña se vuelve una pieza perdida, un hueco en el entramado. Los narradores de Alejandra Costamagna y Leonardo Sanhueza, por su parte, hacen memoria desde seres o imágenes estables y también turbiamente reconfortantes -los perros callejeros, el cuello vikingo del abuelo temucano- construyendo a partir de ellos una patria vista desde el asiento trasero del auto familiar o del techo en cíclica reparación de la casa de la infancia que todavía no era la infancia como memoria, porque la niñez estaba aconteciendo en ese preciso momento y ya habría tiempo más adelante para ponerse a recordar. Porque a final de cuentas, cada niño juega cómo y cuándo quiere y desde cada uno de esos juegos se levanta un plano, un mapa de líneas difusas que nosotros, los testigos de los niños perdidos, podemos volver a dibujar.