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TAN LEJOS, TAN CERCA. MEDIO SIGLO CON CARLOS MOSIVÁIS

Enrique González Parra


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Recién llegado de provincia, ingresé a Filosofía y Letras en la UNAM, a principios de 1969. Apenas meses antes, se había ahogado en sangre el movimiento estudiantil, con estudiantes y maestros todavía en la cárcel. Vi que podía inscribirme, como materia optativa, a la clase del famoso Carlos Monsiváis, creo que sobre literatura mexicana. Al fin del semestre, las autoridades nos pidieron entregar cualquier trabajo escrito para acreditar el curso, pues él nunca apareció, ni un suplente, y quedé sin conocerlo. Difícilmente alguno de mis actuales amigos lo creería, pero yo era espantosamente tímido e inseguro. En mis años estudiantiles, jamás osé levantar la mano para hacer una pregunta o un comentario, y ninguno de mis maestros se enteró de mi existencia, siempre tan mudo como mi silla. Pero empecé a ser un lector tan voraz como retraído.

En la clase de Estética, Adolfo Sánchez Vázquez, mi verdadero maestro de esos años —aunque nunca cruzamos palabra— insistía en la necesidad de conocer y dar seguimiento a los suplementos culturales y revistas literarias, entonces abundantes. Así empecé a seguir a Monsiváis, sobre todo, en el suplemento: La cultura en México, que dirigió durante años y aparecía inserto en Siempre!, una revista semanal de política, bastante oficialista, impresa en letra sepia, que se podía hojear en todas las peluquerías. Sus reportajes, como el de Raphael en la Alameda, estaban en boca de todos. Su columna, “Por mi madre, bohemios” fue, durante décadas, una antología de los disparates y aberraciones declarados por políticos y dignatarios eclesiásticos, que él glosaba con delicadeza. Estaba, además, “El cine y la crítica”, que condujo diez años en Radio Universidad; ahí sus notas cinematográficas se aderezaban con parodias, a veces dramatizadas en medio de ruidos, y con ironías políticas y sarcasmos. Su libro, Días de guardar, salido en 1970, apenas concluir la presidencia de Díaz Ordaz, provocó una explosión de comentarios en las interminables horas de café.

El libro, como su título sugiere, es un repaso de los principales fastos de la capital a lo largo del año: el día de la madre, las fiestas patrias, el día de muertos, el de Guadalupe; también, de los lugares de reunión, de la Zona Rosa a los salones de baile y espectáculos nocturnos populares. Parte de esos textos habían aparecido sueltos en los dos o tres años previos; algunos los retocó o amplió con posdatas. La irreverencia y la parodia, a veces a extremos delirantes, son su marca distintiva. Algún epígrafe se intitula: “La última Thule echó la casa por la ventana”. Otro: “O quizás simplemente te regale una fosa”. Un lexicógrafo encontraría ahí toda la lúdica jerga estudiantil y popular sesentera, hoy incomprensible para quienes no la vivieron, y más ajena aún para los extranjeros. Por esas páginas desfilan, hermanados, Malcolm Lowry, Allen Ginsberg -cuyo Aullido parafrasea-, McLuhan, Gide, Mailer, Berta Singerman, Gardel, Pedro Infante, Toña la Negra… Además, la “gran” poesía norteamericana, francesa y latinoamericana de la mano con anuncios callejeros, refranes distorsionados, citas de boleros. Quienes lo conocen de oídas, lo suelen identificar como “el libro de Monsiváis sobre el 68”. En efecto, aparte de la dramática portada, donde un arma larga apunta a un padre con su niño en brazos, uno de los capítulos aprovecha el día de muertos, 2 de noviembre, para una dramática y memorable recordación de la matanza del mes anterior en la plaza de Tlatelolco. Otro, lo dedica a la conmovedora “Marcha del silencio”. Pero, a la vez, reedita su reportaje sobre Raphael en La Alameda, y hace una animada crónica de la aldeana y tradicional ciudad de México, cuya juventud, decidida a liberarse de aquel clima opresivo y pacato mediante el rock, el cine, la literatura y la militancia política, recibió bayonetas, balazos y rejas.

Un estudiante en casa de huéspedes difícilmente podía comer y adquirir libros; algunos se birlaban de las librerías (“expropiación revolucionaria”), pero, sobre todo, iban de mano en mano. Hoy descubro que uno de los poquísimos que entonces compré, fue la Autobiografía publicada por Carlos a los 28 años (1966). De la docena larga de jóvenes que entonces relataron su vida (todavía recuerdo la serie expuesta en una mampara de la Librería de Cristal, en la Alameda, donde también me hice de Sartre por él mismo), sólo encontré la suya irresistible. Se dijo nativo del barrio popular de La Merced, y se definió como “precoz, protestante y presuntuoso”. A más de relatar su infancia y años escolares, da cuenta de su temprana iniciación literaria y política, siempre entrelazadas; cómo experimentó la feroz represión diazordacista a maestros y ferrocarrileros -aún faltaba la de 1968-, y su pronto desengaño de las “células” como medio de lucha política. Afirmó que “la idea de vivir defendiendo posiciones abiertamente minoritarias me complacía muchísimo”. Con esa frase anunciaba a quien el resto de su vida se definió como el “defensor de las causas perdidas”. Su tono provocador, aunque comprometido, era un veneno que despertaba pavor en algunos, e irritación a ortodoxos y radicales.

Tanto como escritor, era figura pública. No sólo por su frecuencia en la radio en los años previos al auge televisivo. Su nombre -algo que él mismo abonó- estaba ligado a los abundantes cafés de la Zona Rosa, a las inauguraciones y happenings de sus galerías, a los cines de Reforma. Se decía que cada jueves tomaba café con sus amigos de “la Mafia” en el Toulouse Lautrec. Pero también se lo veía por el Carmel, y más, en el Sanborns del Ángel. La idea de abordarlo en esos sitios me empavorecía. Algún amigo, al saber que yo empezaba a moverme en esos rumbos, me advirtió: -Ni se te ocurra acercarte a Monsiváis. Te haría pedazos. Corría la voz de que arruinaba la carrera de más de un escritor, por reñir con él. Y sí, bastaba uno de sus apodos lapidarios para convertirlo en el hazmerreir. Por lo demás, me faltaba valor para enseñar a quien fuera lo poco que ya intentaba entonces escribir. La única vez que lo saludé, entraba yo al Sanborns con un conocido suyo, me limité a responder con monosílabos el par de preguntas que, por cortesía, me hizo.

Por tres décadas, Monsiváis fue el lejano y omnipresente autor de sucesivos libros, incontables reportajes agudos sobre literatura, cine y, sobre todo, política. Su arrojo para burlarse de los anquilosados ceremoniales políticos, el provincianismo y la mojigatería del país, y para sumarse a luchas como la libertad sexual y contra las distintas formas de represión, lo hacían objeto perpetuo de polémica. Se fue mudando a la televisión, pero se le veía en manifestaciones, o dictando conferencias con una voz apenas audible, en las que desarrollaba su asunto con seriedad por completo ajena a la cauda de anécdotas mordaces que se le atribuían. En todo caso, había que estar atento, pues sostenía su entonación cansina a la hora de afirmar que los milagros obrados por los santos eran el principal antecedente de los efectos especiales en el cine.

Sólo a partir de 2000, cuando empecé a frecuentar a uno de sus más cercanos amigos, llegué a verlo en un café, una cena o en un viaje. Para entonces, mi progresiva sordera tenía el doble efecto de que las mesas vecinas oían mis impertinencias, dichas en altavoz, y de que yo era incapaz de seguir su voz opaca. En Roma, le pregunté por la muerte de Villaurrutia, de la que nadie habla. Respondió con lujo de detalles, pero me perdí casi entera la maledicente historia, con cargadores de la Merced que golpeaban al poeta, y su dramático suicidio. A través de mi amigo, le hice llegar el borrador de un libro de poemas. Su respuesta me emocionó. Aquel lector empedernido e insobornable de poesía, me aprobaba. Prometió apoyarme para su publicación, pero, a poco, enfermó. Fiel a su estilo, mandó decirme que, para estar yo sordo, tenía muy buen oído.

A diez años de su muerte, me sigue resultando difícil valorar la relevancia de la obra y el personaje indiscerniblemente unido a ella, tan lejanos y próximos durante mi vida. De sus miles y miles de páginas, ¿cuántas responderán por él, después de un tiempo? En los setenta, me decepcionó el comunista que abandonaba -o eso concluí de su inquietante Autobiografía- el compromiso político por darse al arte. Sólo después admití su irreductible independencia, y su tesón al afrontar ataques de todos los colores mientras defendía sus convicciones y banderas. Manzana de la discordia, hueso duro de roer. Demasiado irreverente para un izquierdista pacato y solemne, e indigno de ser tomado en serio por los popes de la Alta Cultura: “Monsiváis no es un hombre de ideas, sino de ocurrencias”. Los apologistas académicos de todas las vanguardias y posmodernidades no podían tomar en serio a un fan de Dolores del Río, María Félix y el Indio Fernández.  



 

 

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