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MONSIVAIS CINÉFILO
Por Carlos Bonfil
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Es muy conocido el caudal de aficiones y entusiasmos que el escritor y cronista Carlos Monsiváis cultivó a lo largo de toda su vida. Entre ellos figuraba su gusto por la cultura popular en sus múltiples expresiones y de modo particular, por el cine. Desde el clásico hollywoodense de los años 30, 40 y 50, con los géneros que el autor de Días de guardar tuvo siempre como sus preferidos: la comedia musical, el film noir, el cine de ciencia ficción o el western, pero la producción fílmica que más estudió y que más recuperó en varios de sus libros fue el cine mexicano de la llamada Época de Oro, que él situaba entre 1935 y 1955, dos décadas marcadas esencialmente por dos géneros predilectos de las grandes audiencias nacionales: la comedia y el melodrama.
Desde mediados de los años 60, Monsiváis fue una referencia importante para los estudiosos del cine mexicano. Sin considerarse él mismo un crítico de cine, fue sin duda el intelectual que más influyó en la formación y refinamiento de un punto de vista crítico en los compañeros de ruta cinéfilos de su generación. Desde su participación lúdica y festiva en la sección de crítica de cine de Radio Universidad hasta los múltiples estudios que con perspicacias y rigor analítico prodigaría luego en algunos de sus libros, como La cultura mexicana en el siglo XX, o A través del espejo, el cine mexicano y su público, o Aires de Familia, o Pedro Infante: las leyes del querer, libro donde los lectores de Carlos Monsiváis siempre encontraron al mejor cómplice de sus entusiasmos en materia de cine.
El cine clásico era para él, el que podía ver y compartir con sus lectores y sus amigos cercanos, las películas que podía ver una y otra vez sin cansancio: comedias musicales con las delirantes coreografías de Busby Berkeley, o el clásico mayor del género, Cantando bajo la lluvia, o el cine negro con las figuras inolvidables de James Cagney, Robert Mitchum, Humphrey Bogart, o Barbara Stanwyck. El catálogo sería efectivamente interminable, pero también había en él obras maestras como La pasión de Juana de Arco, de Dreyer, o Avaricia, de Eric von Stroheim.
Muy poco escribió, sin embargo, el cronista acerca del cine europeo o incluso del norteamericano, aunque era un conocedor experto de esas cinematografías y un asiduo asistente a las Muestras Internacionales de Cine en aquel memorable Cine Roble de Paseo de la Reforma. El escritor siempre prefirió concentrar su atención en ese cine mexicano que le deparaba los goces más intensos a su cinefilia, y hablo de las comedias de Tin Tan o de Resortes y las del mejor Cantinflas, de las películas interpretadas por Pedro Infante o por Pedro Armendáriz, o de cualquier aparición de Joaquín Pardavé regañado por Sara García o bailando El Gran Makakikus, o el mejor cine urbano de Alejandro Galindo, o de obras tan claves como las cintas de Emilio Fernández y Gabriel Figueroa que fueron vehículos para el esplendor escénico de María Félix, Dolores del Río o Columba Domínguez.
Y cabe señalar que mucho tiempo antes de que la estrategia de ver cine en casa se volviera algo imperativo debido a una contingencia sanitaria, Monsiváis ya había elegido un confinamiento voluntario y placentero para vivir a fondo su cinefilia. Su colección de videos en casa era enorme, y para él todo un motivo de orgullo. El cronista presagiaba que algún día las bibliotecas de coleccionista habrían de coexistir con las videotecas personales en un mismo espacio doméstico. Eso no impediría, por supuesto, la transmisión ágil y continua del entusiasmo cinéfilo. Todo lo contrario. Poco después de su fallecimiento, la Cineteca Nacional decidió rescatar y digitalizar el conjunto de su colección de videos antes de que el tiempo y el progreso tecnológico los volviera obsoletos o inservibles. El propósito del escritor de compartir su cinefilia con amigos y lectores pudo así ampliarse hasta llegar a conquistar al público numeroso y diverso que visita y consulta su acervo fílmico en la videoteca que con toda justicia hoy lleva su nombre.
