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“Por qué hacen tanto ruido” (2015) de Carmen Ollé

Presentación de Rosella di Paolo






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I

Después de  Noches de adrenalina (1981), Carmen publica  Todo orgullo humea la noche  (1988), libro en el que la voz poética se encarnaba en personajes, cadencias y dicciones de la lírica de tradición grecolatina para danzar, beber, ironizar o amar entre las noches largas de esta parte nuestra del mundo, con una gracia que parecía darle la vuelta a la crispación de  Noches de adrenalina.  Los poemas de  Todo orgullo humea la noche  confirmaron cuán variados eran los recursos expresivos de su autora, quien podía romper lanzas por la vanguardia –como ocurrió con  Noches de adrenalina– o dialogar de tú a tú con antiguos epigramas… Algo así como si Picasso, sin limpiar o enjuagar el pincel con el que está trabajando  Las señoritas de Avignon,  se diera la vuelta de pronto y dejara sobre la pared el apunte genial de un macho cabrío en limpias líneas clásicas. ¿Por qué? Porque sí. Porque el genio no se ata a nada. El genio es el que marca el tiempo, y no al revés. De hecho, Picasso, que con sus desconcertantes mujeres de Avignon pintó en 1907 la partida de nacimiento de todo el arte moderno, empezó a desarrollar desde 1917, a raíz de un viaje a Italia, ciertos temas y formas de carácter clasicista.

En  Todo orgullo humea la noche, junto con esos deslumbrantes poemas, también se hacían presentes pequeños textos que jugaban a ser cuentos… y digo que jugaban porque admiten leerse como expresiones o maneras de lo poético, por su lenguaje y enfoques tremendamente descolocadores o antidiscursivos (*).

Por qué hacen tanto ruido,  publicado cuatro años después de  Todo orgullo humea la noche, podría ser uno de aquellos breves textos que se permitió seguir creciendo hasta adquirir un aspecto de nouvelle en clave de autoficción. Llegados a este punto, propongo ir marcha atrás, presionar el botón del rewind de lo que acabo de decir, y ver cómo esto que llamé  nouvelle en realidad se soltaba de algún concepto en torno al cuento que en realidad se soltaba de la poesía… y de esa manera llegamos al origen de todo, porque en el principio está la poesía, en la obra de Carmen Ollé el núcleo duro es la poesía, y todo se despliega desde allí como desde un huevo. Libros supuestamente en prosa como Por qué hacen tanto ruido, Una muchacha bajo su paraguas  (2002), o  Retrato de mujer sin familia ante una copa  (2007), o  Halcones en el parque  (2011), o  Tres piezas No (inspiradas en el teatro oriental, 2013) son distintos rostros de la poesía. En esas páginas, el espacio abierto, díscolo y maravilloso de las asociaciones libres, los vértigos del sentido, las metáforas como esquirlas luminosas, el desasimiento de parámetros temporales o espaciales, la ruptura de la causalidad, la voladura del discurso o de la lógica discursiva… En otras palabras, el hermoso e inagotable incendio de la poesía.


II

Debo confesar que cuando abrí el sobre en el que recibí este libro, me llamó la atención la caída de los signos de interrogación en el título…

En mis viejas clases de Lenguaje, siempre les recordaba a mis alumnos que a diferencia de otros idiomas, en castellano existen el signo que abre y el signo que cierra… de manera que tenemos dos signos, como tenemos dos orejas, y encima esos signos, los de pregunta, se parecen a las orejas, así que no se los van a olvidar… ya saben, porque bajo puntos en el examen…

Quizá por eso, cuando tuve entre mis manos esta nueva edición se me pasó por la cabeza la idea juguetona de que el título había perdido las orejas. Inmediatamente pensé que eso era perfecto para este libro en particular, que tenía este título en particular, porque era como si el libro, su autora, desde la entrada, de arranque, no solo preguntase quién hacía tanto ruido, sino que había decidido no escucharlo más, quitándose elegantemente las dos orejas. Y no solo desde la entrada, pues avanzando en sus páginas nos topamos, por ejemplo, con estas líneas impresionantes:

Deseé cortarme una oreja y después la otra, luego los dedos de los pies y luego la capacidad de pensar. Y, después de que todo esto dejara de acumularse como una máquina de tormentos, escribir el poema necesario a una noche de viento: un poema como una oreja que se corta sin hacer ruido, un simple cartílago que cae a tierra, que no es ningún símbolo, sino un simple corte delicado. (p. 48)

Esas líneas me dejan pensando que la desnudez absoluta para escribir un poema absolutamente desnudo comienza desde el corte de las orejas. Las orejas son como chupones que nos mantienen involuntariamente pegados al mundo, lactando discursos ajenos: lugares comunes, jingles, órdenes, sermones, chismes, vox pópuli, frases hechas, vox Dei… Todo ese ruido nos circunda, nos hiere, nos enajena sin párpados protectores. Por ello, nada mejor que el silencio para empezar a tocarse por dentro. Nada mejor, pues, que comenzar descolgándose las orejas, como dos signos de interrogación que ya no sirven…


III

Un bello ser camina en este libro. A veces “pantera” (p. 55), a veces “tigre” (p. 86), a veces “chacal” (p. 103) de ojos fosforescentes y puros. Pero es siempre un hombre y responde al nombre de Ignacio… pero es también la poesía que avanza descolocándolo todo, poniendo el mundo de cabeza o de lado…

Hay aquí también una mujer que es su mujer y se llama Sarah. Ella observa hipnotizada a este tigre, hombre o poesía que chisporrotea ante sus ojos, en medio de la casa donde habitan ellos, ellos que son tres: Ignacio, Sarah y la pequeña Sandra:

Recordé aquella vez que fuimos los tres, Ignacio, Sandra y yo, a ver una película sobre Mozart. Sandra e Ignacio imitaron durante una semana la risa neurótica de Mozart. Los tres vivíamos en el hueco de la poesía. (p. 114)

Sarah pasa su mano sobre el pelaje de esta pantera, hombre o poesía y la retira ardiendo, quemada. Pero ella vuelve a acariciar y vuelve a quemarse.

Una y otra vez, porque ama ese fuego, y porque ese fuego también viene de ella.

Sarah es también una bella fiera en llamas, también es la poesía que avanza descolocándolo todo, poniendo el mundo de lado o de cabeza…

Pero ella no lo sabe. Ella piensa que solo Ignacio el poeta tiene un lugar asignado entre las palabras que arden como un dios en el desierto, y que si él no existiese, ella tampoco:

Amaba en él su inocencia, temía que al marcharse solo quedara en mí una repugnante seriedad, lúgubre como la de mi familia. (p. 32) 

Ella se ha consagrado a mantener encendidos las dentelladas del fuego de la poesía, a Ignacio y a la niña, y para eso debe salir de la casa a traer los alimentos, las medicinas.

Alguien tenía que hacerlo en esa casa que parece venirse abajo porque la poesía es implacable, y es implacable la mirada de los otros, el ruido de los otros, los que cobran la renta y se burlan y no entienden nada, o los que entran forzando puertas o ventanas y roban.

Alguien tiene que enfrentarse a la desesperada ciudad: Lima en los setenta, los ochenta, la ciudad dura, la horrible, la que da la espalda a todos, y que si se vuelve es para presionar con manos enloquecidas bocinas, sirenas, ganzúas y gargantas; o lanzar piedras, o detonar bombas…

Mi madre dice que ningún libro de poemas nos dará de comer. A pesar de eso, me siento inclinada a apreciarlos y a esperar que la posteridad los aclame. Me alegra que él los haya escrito a mi lado, aunque nadie sepa lo que ellos cuestan diariamente. (p. 49)

Alguien tiene que salir de la casa, y Sarah es quien lo hace porque Ignacio escribe. Alguien tiene que salir de la casa a traer los alimentos, y Sarah lo hace, y dicta clases, y dicta clases, y haciéndolo siente que su escritura está mellándose, que el verso ya no puede contenerla, pero tampoco la prosa, y busca y escribe, y no escribe y busca…

¿Cuál es la causa por la que no he podido escribir un poema en cinco años, doctor?. (p. 60)

La poesía, el verso, esa melodía y esa síntesis que hacen de ella algo denso y enigmático, casi indescifrable en el lenguaje cotidiano, no me contienen ya. A pesar de eso, sigo deseando escribir.

Una novela. Es imposible: el argumento, los personajes, la trama, en fin. Solo la prosa anárquica, híbrida, onírica, lo que quieran. (pp. 79-80)

Ella va a tientas y nosotros vamos comprendiendo poco a poco. Ese verso que no es verso, y esa prosa que no es prosa, es este libro que arde en las manos como un dolor, un rito funerario…

 Solo la prosa anárquica, híbrida, onírica, lo que quieran 

Esa prosa díscola que salta elusiva, inasible entre estas páginas es, después de todo, antes de todo, poesía. Sin márgenes al lado derecho y al lado izquierdo. Poesía que empuja las paredes de la casa y de la ciudad… ¿no va a empujar acaso los márgenes de una hoja de papel?

Leemos:

las estrellas caían, como pedazos de músculos que eran pedazos de músculos. Había maretazos y rostros de tigres clavados en las ventanas… (p. 47)

Leemos:

La Luna parece un féretro de cristal. (p. 49)

Ignacio se queja del ruido de los otros, pero –nos preguntamos los lectores– ¿no es él también un ruido? Un bello ruido nocturno y encendido, batiente, poderoso, avasallador como el mar, como una pantera de fuego. Pero un ruido.

Los lectores sentimos que Sarah vive cercada por tres anillos de ruidos: uno exterior, ajeno, la ciudad con sus habitantes hoscos e intolerantes que niegan o no entienden la poesía; otro, íntimo, metido en su corazón, que es Ignacio; y un tercero, que es su propio corazón que no se siente digno o a la altura de la fiera o la zarza ardiente en medio de la casa. Su propio corazón que cree que no es nadie, nada, nunca. Que cree que no está dando todo de sí, que cree que no está escribiendo, cuando en realidad está dejando salir de sus manos estas páginas asombrosas.

En el ojo del huracán, en el hueco de calma y silencio para Sarah, está el espacio robado para leer, leer y leer porque sí, y para las clases de la universidad en la que dicta: Singer, Malamud, Bellow, Mansfield, Woolf, Rimbaud, Cernuda, Lou Andreas-Salomé, Nietzsche y tantos…

Enriquecida por un flujo de sensaciones que me regalan las lecturas de nuevos autores, me deslizo a la rutina de miércoles a sábado y de domingo a martes […] Descubro sin querer que la realidad parece menos convencional. (p. 89)

Leer es como un estado de embriaguez en el que Sarah se permite vivir como los personajes que ama, aquellos que se rompen las costillas contra la realidad, los que se desollan vivos, los poetas románticos o Rimbaud o Ignacio. No Góngora.

 No quiero saber nada de Góngora: greña igual peña igual gruta igual boca igual oscuridad. (p. 121)

No Góngora, pues quizá parece el emblema de algo demasiado orquestado y estructurado, demasiado parecido a la lógica que sostiene el mundo de los otros.

Ignacio escribe y no puede trabajar. Sarah no puede escribir, y querría no tener que trabajar tanto para poder escribir.

Él conquista a una muchacha. Ella observa una botella.

Él pelea / Ella ama / Él ama / Ella pelea.

Las razones de la sinrazón / Las sinrazones de la razón.

La separación es inminente.

Él viaja al sur, a su familia en el sur.

La madre de ella y toda su infancia hacen las maletas para el norte.

Dos bellas fieras no pueden compartir la misma vida, la misma casa.

Y la misma casa los desaloja a ambos y a la niña.

Este es un libro sobre la convivencia y la separación de dos grandes poetas, de dos bellas fieras.

O un libro sobre dividir una bella fiera en dos.

Con una espada dolorosa.

Ignacio y Sarah irán cada uno por su lado, cargando su propio incendio.

Cuando lo miré, por fin me vi reflejada en sus ojos como la hembra que lo ha amamantado con su leche salvaje. (p. 111)

“Este es el réquiem de nuestra juventud” (p. 115) leemos aquí, y quedan con nosotros estas páginas temerarias y deslumbrantes como escombros dorados, estrellas, cenizas luminosas, cometas de cabelleras reverberantes; páginas que sobreviven a la lucha contra el ruido ajeno y el ruido del amor, el más lacerante de todos.

Gracias, querida Carmen, por esta lección de entrega sin concesiones, sin escaleras de escape en el incendio de la escritura.

 

 

(*) Reisz, Susana. Teoría Literaria. Una propuesta. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 1987. Véanse allí las ideas de Karlheinz Stierle respecto a la lírica, citadas y comentadas en el excelente capítulo III “Literatura y Poesía”, pp. 49-72.

 

 

 

* * *

 

Por qué hacen tanto ruido (Fragmento)

Carmen Ollé

 

 

“Pero ahora solo hay una noche de viento, en la que es imposible desandar, volver al pasado, y, arrastrándome a la farmacia, pedí una pastilla para calmar mis nervios. Desean- do alterarlos, comencé a rezar en la antigua parroquia. Desee lo que no está permitido: cortarme el lóbulo de las orejas. Sé hacia dónde voy. Sé el límite de una noche de viento. Fatal como la noche anterior, pareciéndose a esta, aún inexplorada. Cuando hace mucho viento, la noche se parece a un poema de Nerval, exquisitamente romántico. Deseé cortarme una oreja y después la otra, luego los dedos de los pies y luego la capacidad de pensar. Y, después de que todo esto dejara de acumularse como una máquina de tormentos, escribir el poema necesario a una noche de vien- to: un poema como una oreja que se corta sin hacer ruido, un simple cartílago que cae a tierra, que no es ningún símbolo, sino un simple corte delicado.


Deseé toda esa confusión, que es hija de una vida sin excesos, aunque fueran soñados, ¿qué cosa es desmedida si no es real?, como la fantasía. Deseé descubrir que la fantasía no alcanza en determinado momento (como en esta noche) a resolver la ansiedad, la ilusa gana de mi cuerpo. Deseé ser amada en un lecho: un cuerpo desnudo más otro cuerpo des- nudo, acariciar, con dos cabezas y dos troncos y dos vaginas y dos úteros de cristal o de acero.

En el pasaje en el que los gallos se responden de un corral a otro. Es estupendo sentir a los gallos en esta ciudad y ver cómo dos sombras salen con dos baldes. Es estupendo porque nada cambia, nada. Ni la muerte lo cambia. En el callejón, ya no hay nada, solo esas dos niñas con sus baldes de agua, dos niñas viejas y sucias. La Luna parece un féretro de cristal y los amantes se enquistan en ella como en una gigantesca torta de bodas. Nada perfuma el aire al atardecer. No puedo sentir el aroma del árbol de mandarina. Huelo el humo duro de mi tabaco: cielo quemado, con ojos de insecto: el verano es una llaga que se aproxima hacia mí. Este es el resto del mundo solitario. Mis amigos callan, me callan”.



 



 

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