La rosa brillante de la noche
Entrevista con Francisco Brines
Claudia Posadas
México, D.F., a 28 de abril de 2010.- El poeta Francisco Brines (Oliva, Valencia, España, 1932), ha resultado galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana que este miércoles 21 se falló en el Palacio Real de España. El jurado estaba compuesto por el presidente de Patrimonio Nacional, Yago Pico de Coaña, y el rector de la Universidad de Salamanca, Daniel Hernández Ruipérez, como organizadores; así como por José Emilio Pacheco, ganador de este certamen el año pasado y recientemente investido con el Premio Cervantes, Víctor García de la Concha, José Manuel Caballero Bonald, Milagros del Corral, Jaime Siles, Carmen Posadas, Genoveva Iriarte y Luis Antonio de Villena, entre otras personalidades.
La entrevista que presentamos a continuación fue realizada por la poeta y periodista Claudia Posadas, Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2009, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2000, a propósito de la publicación de la obra reunida de Brines, Poesía completa, 1960-1997 (Tusquets, 1997).
Esta conversación fue publicada en el libro de entrevistas Versos comunicantes, poetas entrevistan a poetas (Alforja, Iccm/ Conaculta, México, 2002), y puede consultarse en línea en el sitio web de la revista electrónica española Espéculo, http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/brines.html
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Francisco Brines (Oliva, provincia de Valencia, 1932) es uno de los poetas más respetados de España. Perteneciente a la Generación del 50, junto con José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Angel Valente, Angel González, y Claudio Rodríguez, entre otras grandes figuras, Brines ha recibido los más destacados reconocimientos de su país: el legendario Adonais (1959) de Poesía por Las brasas, su primer libro, el Premio de la Crítica (1966), el de las Letras Valencianas (1967), el Nacional de Poesía (1987) y el Premio Nacional de las Letras Españolas (1999). Francisco Brines ha reunido su obra en diversas antologías, entre ellas, destaca Ensayo de una despedida. Poesía completa, 1960-1997, editada por Tusquets (1997). Recientemente fue elegido miembro de la Real Academia Española (2001). Francisco Brines ocupa la silla que dejó vacante a su muerte Antonio Buero Vallejo.
Desde Las brasas el autor plantea el universo de su poética: el desvanecimiento de la vida gracias a la fuerza implacable del tiempo. Es interesante que en ese libro la voz narrativa es la de un anciano que cuenta su experiencia en el mundo; en ese sentido, se acerca, en esencia (porque cada volumen da cuenta de diversas búsquedas de expresión), a La última costa (1995), su más reciente publicación, donde el acecho del tiempo se traduce en la presencia de la muerte. Este volumen fue calificado tempranamente por la crítica española como “testamentario y de despedida”.
Tempranamente porque Brines no considera cerrada su obra, ya que deja pasar mucho tiempo entre la publicación de un libro y otro y porque afirma que cada texto suyo pareciera una obra de culminación no sólo por sus temas, sino por el tratamiento. Brines lo ha dicho: “Eso de considerar testamentarios y de despedida le ocurría a todos mis libros; incluso en Las brasas el protagonista poemático era un anciano. Así, mi primer libro podría haber sido el último, y la obra que deje escrita, porque me haya llegado el momento de la despedida real, será el primer libro; entonces se establecerá una especie de círculo”. En este orden, la obra de Brines es unitaria y se complementa; cada poema, cada volumen, da sentido a los otros.
Básicamente, como se dijo, su tema es el deshacerse paulatino de la vida, tal como la luz se desvanece con la noche. La tarde, el crepúsculo, el claroscuro, es la metáfora fundamental de este proceso y precisamente por esto, es una atmósfera determinante en su obra. Poeta elegíaco, si bien canta a la despedida, también celebra la vida, su luz, la naturaleza, la libertad y el recuerdo amoroso; en este sentido se aproxima a ese paganismo de poetas como Cavafis, que celebran el aroma de otros tiempos, mismo que reconocen en el aire una vez terminado el poema.
Elegante, clasicista, digno representante de la llamada “poesía de la experiencia”, Brines ha transitado de la sensorialidad a la reflexión, pasando por la ironía. Su poesía, quizá más constreñida en aliento y formas al principio, con el tiempo, y sobre todo en El otoño de las rosas (1986) y La última costa, se ha vuelto un discurso galopante, febril, totalmente enamorado del mundo, de su rosa brillante, aunque reconoce, más atemperadamente que al principio, la presencia de la noche.
-Su generación rompe o niega en cierta medida con la tradición romántica y lírica de la poesía española anterior. ¿Cuál fue la postura estética de ese momento y de qué manera se ha refrendado o no con el tiempo?
- Considero que la Generación del 50 evoluciona y rompe, porque la poesía romántica ya se había quebrado en el siglo XX. Hay que tener en cuenta la importancia de Juan Ramón Jiménez, de Antonio Machado, y luego la trascendencia extraordinaria y variada de la Generación del 27. Ellos fueron quienes europeizaron la poesía española, ya que toda la vanguardia que se hizo fue traída por ellos. Anteriormente el gran transformador fue Rubén Darío. Lo que ocurre es que España sufrió la Guerra Civil y ahí se dio una escisión tremenda en todo, en política principalmente, pero también en la literatura ya que la mayoría de estos poetas se exilia. Así, queda un país sin maestros, y además, un país en que la cultura es tiranizada y ordenada desde arriba por medio de la censura. En la evolución de esta poesía que podemos llamar de posguerra, la Generación del 50 establece un equilibrio entre la poesía de denuncia y la que luego traerían otros jóvenes, que es una poesía imaginativa, literaria o de experimentación. Pero es importante destacar la resonancia social que se dio en la poesía, está el caso de Ángel González; en otros autores solamente se dio en un libro y en otros no, por ejemplo en los más jóvenes, como Claudio Rodríguez y yo. La diferencia que establece la Generación del 50 es que anteriormente la poesía social en España, significaba una posición combativa que hablaba sobre el obrero, sobre aquellas demandas de justicia que le pertenecían. El error que cometieron poéticamente, es que la clase obrera no leía esos poemas y había que bajar el nivel expresivo para que ésta lo entendiera; entonces la poesía se empobreció literariamente, no éticamente, al contrario, éticamente era alta. Como dijo José Angel Valente, “cuántos temas justos y cuántos poemas injustos”. Así, el cambio se establece desde la escritura. Los poetas del 50, en vez de dirigirse al obrero, se dirigen críticamente a la sociedad establecida y hablan al lector burgués. Como se presume que el burgués sí tiene una cultura, se supone que puede levantarse el nivel expresivo. Entonces hay un cambio, y entra la ironía y métodos indirectos en la expresión poética y se hace una poesía de mucha mayor solvencia literaria. El espectro de la poesía social es importante en los inicios de la generación pero después se diversifica la posición de cada uno de nosotros con respecto de su propia obra. La generación es muy diversa, tanto expresiva como temáticamente. Es una promoción a la que le importa lo que dice, y se esmera en decirlo no de manera simple, sino con la complejidad que pueda exigir el texto aunque es fundamental que éste llegue a un lector. Después, lo que se da es una mayor variedad temática, todo interesa, todo es posibilidad y todo es necesidad de expresión en el texto.
- Usted, como miembro de esta segunda generación de la posguerra, puede reflexionar retrospectivamente sobre ese espíritu de época. ¿Cuál ha sido el peso de esta circunstancia quizá en una forma de concebir al ser humano y plasmarla en su literatura?
- Definitivamente no soy un poeta que se caracterice por haber escrito poesía social porque para mí ésta tenía el inconveniente de que formulaba algo ya sabido de antemano. Y yo concibo la poesía como desvelamiento, como iluminación o por lo menos, como revelación, aunque ésta no sea esotérica, sino directa, y aún así, indeterminable. Lo que sí puede decirse es que la poesía social representa éticamente un movimiento de solidaridad, pero en mi caso, ésta se da con respecto al hombre que ha existido y existirá. En ese sentido, sí escribo una poesía que está atendiendo al otro desde mí, entonces, el conocimiento de la otredad es constante. ¿Desde qué posición? Desde la posición quizá más metafísica. En ese sentido es una poesía de solidaridad para con la entidad humana.
- En cuanto a su poética, la crítica lo considera un autor del claroscuro. ¿Por qué “la caída de la luz” como atmósfera y como metáfora de su visión de la condición humana?
- Considero que el momento más bello del día es el crepúsculo, quizá porque soy hombre nocturno, y por lo tanto no vivo el amanecer. Esa luz auroral es una luz rota, es decir, la mirada la hace distinta. Y escribo más en esos momentos, sobre todo cuando estoy en el campo. Por otra parte, mi obra está fundamentada en la sensación de la vida como pérdida por lo que es una poesía de tono crepuscular. La muerte siempre está al fondo, acechando. Y en ese sentido, el símbolo del atardecer, de la llegada de la noche, es el símbolo de la existencia y sobre todo, el centro espiritual desde el que escribo: la sensación de pérdida, de que el don de la vida, de la existencia, nos va a ser despojado y se nos va a borrar, como el día borra a la noche. Así, hay una adecuación entre atmósfera y metáfora que no es buscada, sino que ha surgido.
- Entonces el poeta es “el oscuro que mira la luz”, como dice en uno de sus textos…
- Sí, o es el hombre que está en la luz y que ve llegar la oscuridad y que percibe que ésta, igual que borra al mundo, a él también lo va a borrar. Entonces anhela esa última percepción de las cosas que la claridad mínima le da. Esa es la conciencia que tiene uno de sí mismo como ser que está dirigido a la nada, y en ese sentido, como ser nostálgico de la vida que se le quita, exceptuando en el momento de la niñez, donde no hay percepción de la temporalidad, porque el niño existe en plenitud divina. Recuerdo que en mi infancia me decían que dentro de cinco minutos teníamos que salir; en esos momentos creía yo que podía ocurrir todo, porque para mí cinco minutos era un lapso tan grande como un año. Y ahora que me dicen que tengo que salir dentro de una hora, a lo mejor tengo la necesidad de un poema, pero no lo escribo, es más, ni lo intento, porque sé que me puede exigir más tiempo. Así, si esa hora no me da para nada, es una hora de urgencia. En la niñez no hay tiempo, sino espacios. Desgraciadamente, lo único que hay es tiempo, eso se sabe con los años, y los espacios se van diluyendo, difuminando, perdiendo…
Antes que se dilate
la sombra de la noche
en que habrás de morir
y yo morirme,
álzame tu pañuelo
que, tras las montañas,
es un fuego de rosas,
y dime que la vida
fue un día fiel, y largo,
que supo de mi amor,
y amaré este cansancio.
- El tiempo, en su poesía, es una especie de densidad que pesa sobre el hombre. ¿Cuál es la concepción sobre el tema y de qué forma es un eje que ordena su obra?
- Es que el hombre es tiempo y ése es el gran problema de la existencia: el tiempo que gastamos, que nos gasta, el que nos quita el ser. La existencia tiende a la solidez, a permanecer, pero sabemos que no es así. Sobre todo hablo desde una posición agnóstica, porque el hombre con fe piensa, siente y vive con la idea de que hay una existencia que no termina y que se transforma en otra. En fin, les aplaudo que piensen así, pero lo que yo anhelo es la permanencia, y no tengo el por qué. Tengo la pregunta, el deseo, no la respuesta. Esa la dan las religiones, no la poesía. Claro que puede otorgarla, porque cada uno escribe desde lo que es, pero en mi caso, la poesía no me responde a ese cuestionamiento que me hago. La metafísica es la religión del no creyente.
- De hecho en sus poemas la fe es un elemento importante, que implica una pasión hacia el mundo; pero no es una fe numinosa, más bien, aparece como una construcción intelectual. ¿Cuál es la materia de esta convicción?
- He creído. De niño fui creyente y sé muy bien el territorio tan plácido que se pisa. Pero me di cuenta que con la creencia había una moral, y que esa moral no me hacía feliz sino infeliz. En ese entonces, lo que tenía era la vida y debía salvarla. Tuve que romper esa moral y eso significó quebrantar una fe, pero pude construir una identidad propia. El hombre tiene una necesidad de existir en la autenticidad; quizá puede equivocarse, pero es su propio error, en todo caso. Y en ese sentido no lo vive como error sino como verdad. Las creencias colectivas en mi entorno no conformaban mi persona, al revés, la torcían. Entonces había una necesidad de empezar como una especie de Robinson, a construir mi existencia. Para eso me ayudó mucho la poesía. Luego me di cuenta de que yo no era la excepción de la regla y que la realidad estaba llena de excepciones. El hombre necesita la soledad y la compañía, y yo me sentí acompañado. Y como para la existencia no se necesitan multitudes porque más bien estorban, unos pocos me eran suficientes para pensar que valía la pena realizar la vida desde ahí, desde la intemperie. Desde la intemperie se construye la cabaña o la casa y uno se instala en ella; además, recibe a los huéspedes y convive con la felicidad o con el desastre que puede darle la vida.
- Entonces, ¿cuál es su fe?
- La fe en el hombre, en la existencia, en el cumplimiento de un destino que no viene dado de antemano sino que se hace en cada momento. Mi fe es la fe en vivir la vida en tal plenitud, que uno pueda alcanzar la mayor felicidad según sea. Por otra parte creo que el hombre actual puede construir con más libertad su propio destino, cosa que no ocurría anteriormente.
- Precisamente en su poesía hay una celebración y amor por la vida, una idea de plenitud, que constantemente está permeada, impregnada, de esa imposibilidad del ser humano de pertenecer al mundo. ¿Cómo es esta relación?
- Me sitúo un poco desde fuera, es decir, veo la vida como ya realizada, y en ese sentido la amo, pero también la considero como ya borrada. Eso impone a mi poesía una tonalidad que unos consideran optimista, pero otros pesimista y nihilista; sin embargo, personas que están en mi situación piensan que mi obra es confortadora, porque es una poesía que quizá dice: “el desastre metafísico del hombre es éste, y sin embargo ama la vida. Es decir, no por ese desastre la rechaces, sino al contrario, debes amarla y exigirle la intensidad que merece”. Y en ese sentido es todo lo contrario de una poesía negativa, más bien, es positiva. Así me lo han mostrado algunos lectores que se han sentido confortados con una poesía que a lo mejor a otros les produce perplejidad porque refleja una posición que a lo mejor no desean, que es la posición de la duda.
Oh Vida,
que todo me lo has dado.
ahora ya sé que, siendo esto verdad,
nada me has dado.
Más déjame mirarte aún con amor,
aunque no tenga ya deseos de abrazarte.
y aunque sepas que yo no te abandono
puedes tú abandonarme.
- ¿Hasta dónde llega en usted esta duda tan profunda e íntima?
- Es que el hombre no es el poeta. La vida es una cosa y la poesía otra. La poesía es un espejo al que nos asomamos y en el que aparece un personaje que no tiene nuestro rostro, pero que sabemos somos nosotros, pero nosotros de una manera muy peculiar; es como cuando aparecemos u aparecen personas que nos son cercanas en los sueños: somos nosotros o ellas, pero con otro rostro. La poesía devela aspectos oscuros y desconocidos en nosotros y que sólo por el método poético llegamos a conocer; pero también podemos opacar otros que son muy nuestros. Por lo tanto, creo que el personaje que aparece en los textos, no es exactamente el que se refleja en el espejo. La poesía no es una biografía como tal. Es una biografía potenciada y a veces, sajada. Y entonces hay cosas que no aparecen. Por ejemplo, nunca he escrito desde la alegría. Más bien, he escrito desde la pérdida. Y eso que he vivido mucho en la felicidad.
- Retomando el espíritu de anteriores respuestas, ¿cuál es el papel de la poesía en Brines frente a la condena al vacío del ser humano?
- La aceptación, el conocimiento y a lo mejor la necesidad de, precisamente por eso, vivir la vida con mayor plenitud, como dije. Por otro lado, hay lectores que no están instalados en esta filosofía, por decirlo así, y no les atañen estos asuntos, pero espero, sí en la escritura, en la lectura. Es decir, si la escritura es válida, les puede emocionar y sobre todo, producir el conocimiento del otro. Y entonces se daría la aceptación de los demás. Y con esto llegamos a un punto que me parece importante que es la moral de la poesía.
- ¿Cómo es esta moral?
- La tolerancia. En unos contenidos poéticos puede haber una ética que puede ser o no la nuestra. Si es la nuestra, y si el poema es bueno, quizá la vivamos con una mayor fuerza e intensidad. Así, ¿cuál es la moral del poema? La tolerancia, una percepción del otro que no está en nosotros. El poema a lo mejor, podría, en el lector sensible y tolerante, acercarlo a un hombre supuestamente degradado desde las normas de la sociedad pero que admite en su vida. Y pregunto, ¿el lector, por leer a determinado escritor, se hace no sé, un drogadicto, un bebedor?, ¿se va a la primera taberna, al primer bar a emborracharse? No, pero como se ha emocionado con la lectura del poema, ha tocado al otro, a esa porción que no es él pero que pudiera haber sido, quizá, cuando vea un borracho, sea más tolerante. Considero que la gran ética de la poesía es el rompimiento de nuestras limitaciones; eso hace que crezcamos en el conocimiento de la humanidad. La aceptación se daría a nivel estético, aunque podría ocurrir el caso contrario: cuando eso mismo está dicho en un texto sin calidad se rechazaría doblemente, tanto en su escritura como en su contenido. Pero cuando es bueno no se puede rechazar el contenido; sí en la vida del lector, pero no en la vida del personaje que aparece en el texto.
Estoy dentro de mí, de ambas maneras,
en la acción que yo soy,
y creo en el mar, y el pájaro y la estrella,
y en esa fuga intensa y demorada
en que el goce se enciende,
y llega un oleaje, y el canto, y el espacio.
Y todo es realizado
como quien sorbe luz o ha robado el secreto de la vida.
- Hace un momento mencionó un aspecto importante: que nunca ha escrito desde la alegría. Sin embargo, en su poesía celebra el mundo casi febrilmente y esto podría atemperar la expresión desgarrada…
- Es que precisamente canto a la alegría desde la añoranza, y entonces la celebro. No cuando la vivo sino cuando la he perdido. La celebro como un esplendor que ya no está y que es deseable que volviera a estar. En ese sentido creo actúo como el poeta elegíaco que soy porque éste es celebratorio. Y no sólo celebratorio, sino ígnico, porque su dolor es una manera de festejar lo que ha perdido y lo que ama. Yo celebro la vida desde su pérdida.
- Sin embargo, en recientes poemas se observa una especie de atemperamiento, una declaración de amor al mundo y una aceptación. ¿Cómo es el proceso vital?
- Está desde siempre. Lo que ocurre es que cuando escribía de joven, esto aparecía en los versos pero no en mi existencia. A medida que he vivido y envejecido, se ha acentuado, no solamente en los poemas sino en mi propia experiencia. Ahora hay una mirada cercana hacia eso que antes era literario, pero que estaba dentro. Es una obsesión poética que luego se hace obsesión en la existencia, por eso también aparece más.
- Es decir, ha habido un proceso de asentamiento, de introspección de las experiencias vitales, sensoriales, que ha llegado a una expresión febril, galopante. Estéticamente, ¿cómo se ha desarrollado dicha trayectoria?
- Mi evolución ha tocado diversos momentos. Había mayor sensorialidad al principio, luego, ha entrado el pensamiento; después se ha decantado todo, y ha llegado el momento en que hay una expresión desolada y seca, muy podada, por ejemplo, en la primera parte de Insistencias en Luzbel (1977). Pero en la segunda parte de ese volumen recobro otra vez la sensorialidad. En La última costa y en El otoño de las rosas hay menos sensorialidad. Sobre todo en este último. Es como un libro de aguafuertes sepia. De repente se hace mayor la palabra, más seca, más definitoria. No sé qué ocurrirá en lo que escriba, sólo me expreso como el poema quiere hacerlo. Cada libro pareciera una última etapa. Esto no me ha preocupado porque siempre ha aparecido otro. Tengo quizá la misma obsesión pero ésta se expresa de distinta manera. Sabiendo que mis libros tienen esa obsesión temporalista, siempre estuve consciente de que ese tema no era limitado, que era la vida y por lo tanto, me ha permitido una diversidad. Al escribir cada libro se refleja el hombre que en ese momento se es y que es distinto al anterior. En ese sentido no me preocupa que haya habido un libro así o asado. Lo que sí me ha interesado es que cada volumen tenga su propio rostro. Hay un aire de familia, claro, cada obra es un hijo de su padre y de su madre; me parece que no hay deslealtades, pero que cada uno tiene su propia característica. Más bien me preocuparía que salieran, con seis años de diferencia, unos gemelos.
- Ha dicho que El otoño de las rosas es su libro más cercano, más íntimo…
- Es el libro con el que me siento identificado y cercano quizá porque está escrito más cerca de mi edad actual. Y es más vasto, toca muchos temas que han sido propios de mi obra.
Vives ya en la estación del tiempo rezagado:
lo has llamado el otoño de las rosas.
aspíralas y enciéndete. Y escucha,
cuando el silencio se apague, el silencio del mundo.
- En lo particular, ¿en qué etapa creativa y personal se encuentra?
- Como siempre me encuentro con poemas que aparecen cuando ellos quieren; luego, cuando pasa el tiempo y hay una buena cantidad, conformo un libro. Éste se construye cuando empiezo a ver en unidad. Por ejemplo, mi más reciente volumen, La última costa, inicia con poemas de la infancia y termina con poemas de la vida vista desde más allá, desde el más allá. La construcción del libro es la guía más iluminadora para el lector. Los poemas se potencian unos a otros. Ciertas cosas que pueden estar no dichas en un texto se entienden gracias al conocimiento de los otros. Y esto ocurre también con los libros. Por eso mi obra es muy unitaria.
- Y anímicamente, ¿cómo considera esta etapa?
- Bastante buena, ¿y sabes por qué? Porque ya no le pido nada a la vida
- Justamente, hay un poema suyo que dice que está en paz con el pasado, con la memoria, con los amores…
- Si a la vida se le exige poco y se le agradece lo que nos da, se está en el camino de la felicidad. Creo que la madurez, que en mi caso ya es más que eso, posibilita esa instalación tan sabia y tan justa. Es como cuando uno mira atrás y se da cuenta que lo tiene todo; por ejemplo, recuerdo una tarde en que no sucedió nada, pero era feliz porque me sentía bien en el mundo. Estaba quizá con unas personas, leyendo, o escuchando música. Pero recuerdo ese momento con gran felicidad, y la memoria vuelve y vuelve y uno dice “pero si esto me lo da la vida todos los días”. Y uno recuerdo cómo le exigía otra cosa. Ahora me instalo en el campo, estoy con mi lectura, viendo la luz, en el atardecer de la vida, sintiendo como fluye porque tengo salud. Lo malo sería tener dolor. Se puede ser feliz con ese esplendor modesto que te da cada día, que no es el esplendor de un gran amor, por ejemplo. A mi edad me sobrecogería un gran amor, me produciría un trastorno que ya no podría superar, por lo tanto eso ya no lo espero. La vida me da cosas maravillosas, la amistad es un sentimiento hermoso; también está el amor a la naturaleza, que es uno de los aspectos en mi obra más positivos. En fin, hay muchas cosas que nos pueden dar una felicidad modesta.
En la lenta caída de la tarde, distantes ya
las horas del oro de la siesta,
la intimidad del campo hace feliz la vida;
va la tierra, con flores y con montes, a la orilla del mar,
y deliran los pájaros en la rosa de luz,
antes que sea el cielo el panal bullicioso
y callado de los astros.
* © Claudia Posadas 2002
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