Carlos Pezoa Véliz, víctima del sismo de 1906
Por Hugo Rolando Cortés
El Mercurio de Valparaíso, domingo 27 de febrero de 1977
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Enjuto, huraño, el cabello rebelde, la
cara tallada con rudeza, los ojos de un
azul acerado, la boca contraída en un gesto de amargura burlona, las manos finas,
las uñas toscas, las maneras recias, el
andar con elegancia y el ingenio mordaz,
impaciente y sarcástico, un alma de poeta, un espíritu profundamente soñador,
encerrado bajo siete llaves en el sótano de una osamenta quijotesca.
Al decir de Armando Donoso, en Carlos
Pezoa Véliz se cumplió el destino de
muchos escritores románticos: morir joven y
tener en su vida el comienzo de una
leyenda nacida al margen de una existencia
bohemia, crucificada antes de los
30 años por un infortunio que sólo logró
mitigar la muerte. Sus amigos que se encargaron
de escribir su biografía contribuyeron
a dejar un margen para todas las
suposiciones con las dudas prodigadas
respecto de su nacimiento y hogar.
De hogar modesto, con una apariencia
de holgura, donde su padre, humilde
comerciante de Buin, ganaba lo indispensable
en su negocio de licores para el
mantenimiento de su casa y sus diversiones
burguesas de buen vividor y aficionado
a la gula. Su madre tuvo siempre
que sobrellevar el peso de sus labores domésticas y por su rudimentaria educación
se desesperaba y reñía porque el hijo
perdía el tiempo en la lectura o “borroneando carillas”. El mismo Carlos advierte
en su diario: “Ah, esta mamá que
tengo, mientras escribo silencioso ha
arrojado una cafetera que prefería para
mí... No le para la boca; en menos de un
cuarto de hora, creo que ha hablado como
cuatro mil palabras ... iY,, qué
lenguaje.. .! Por fin ha callado...
Con seguridad no es el más prudente y
amante de los hijos, pero a veces habla
tiernamente de ella como ocurre en
aquellos versos de “Cansancio en el
camino": ‘‘Tú no viviste para mí/ eras
buena como tu amor por mí / y eras tan
santa, como mi amor/ ¡Y todo eso hurtado
por la muerte! / Toda esa dicha que no fue ni mucha/ Todo arrancado a la haraposa
muerte/ de un hijo sin vigor para
la lucha".
Su niñez transcurrió en Santiago; estudió
sus primeras letras en el Colegio San
Agustín y se le recuerda como un muchacho
de mediana estatura, enfermizo, delgado
y retraído. Su adolescencia se viste
de luto trágico cuando un carrito eléctrico
da muerte a su padre, según carta que el propio Carlos escribe a su hermano Gabriel.
Más tarde, cuando se cree inevitable la
guerra con Argentina, debió ingresar a la
vida militar, con rango superior al de soldado
raso, al cuartel tercero de línea, con carácter de Guardia Nacional, hasta lograr el grado de subteniente. Revive esta
etapa de su vida en su cuaderno inédito "vida Militar”.
Después de deambular sin mayor éxito en 1902 lo nombran secretario de la Municipalidad de Viña del Mar. Ocupa además el cargo de profesor de Castellano, Historia Natural, Geometría y Gimnasia en el Instituto Inglés. Empieza para él cierto efímero período de prosperidad económica, conjuntamente con la satisfacción que significa el renombre que ha alcanzado con la publicación de sus versos en periódicos y revistas. Lamentablemente, la fatalidad persigue al poeta. El terremoto de 1906 arruina para siempre su juventud al aplastarle un muro que le destroza las piernas y le arranca los dientes. No es ya el sufrimiento momentáneo lo que le preocupa, sino la catástrofe final, la invalidez definitiva. Una luxación irreparable en la cadera lo condena a la anquilosis. Es la fatalidad, la desgracia brutal. Ahora más que nunca podrá exclamar: "¡Ah, buitre! ¡Ah, destino!".
Lo internan en el Hospital Alemán y
luego en el San Vicente. Desde una de las
piezas del primero, que domina la irreverente
geografía de Valparaíso, comienzan
a desgranarse los versos célebres de su “Tarde en el hospital”.
¿Cómo no recordarlos?.
“Sobre e1 campo el agua mustia/ cae fina, grácil, leve;/ sobre el agua cae angustia;/ llueve... / Y pues sólo en amplia pieza/ yazgo en cama, yazgo enfermo,/ para espantar la tristeza,/ duermo./ Pero el agua ha lloriqueado/ junto a mí, cansada, leve;/ despierto sobresaltado;/ llueve.../Entonces, muerto de angustia/ ante el panorama inmenso,/ mientras cae el agua mustia,/ pienso".
Es imposible olvidar estos versos, húmedos de melancolía cuando la lluvia moja Valparaíso y sus rincones inverosímiles.
Una mañana otoñal, el creador de una poesía rica en ecos sentimentales, un poeta de alcurnia lírica, renovador del lenguaje y sus transparencias multiplicadoras de vida, exactamente el 21 de abril de 1908, cuando apenas ha cumplido 29 años, regresa a la tierra: "Pobre, cansado, viejo", según el presagio de sus versos que habitan el alma de los que no deben ni pueden olvidar a Carlos Pezoa Véliz.