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Nicanor Parra frente a sus circunstancias
Así habló Parra en El Mercurio. Selección y edición de María Teresa Cárdenas

Por Carlos Peña
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 22 de Abril de 2012


 


 


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¿Dónde radica la genialidad de Nicanor Parra, el personaje que habla en este libro?, ¿cuáles son las circunstancias que explican que su presencia, pero sobre todo su voz, sea tan anhelada por moros y por cristianos quienes, a la hora de apreciarlo, se encuentran en rara unanimidad?

Para responder ese tipo de preguntas se contaba hasta ahora con algunas entrevistas ya canónicas, de índole casi biográfica, como la espléndida de Leonidas Morales, y algún registro audiovisual, como los famosos Cachureos; pero no se tenía ninguna recopilación de las entrevistas y otras intervenciones que Parra había hecho en la prensa. Al recopilarlas y editarlas, me parece a mí, María Teresa Cárdenas ha incorporado a la bibliografía sobre Parra un escrito fundamental, porque en el conjunto de estos textos Nicanor Parra aparece reaccionando frente a circunstancias que, sea que lo hieran o lo halaguen, son una ocasión para mostrar lo que él piensa que es su verdadero rostro. Así entonces, este libro será un antecedente indispensable para dilucidar ahora y más adelante lo que, a estas alturas, puede ser llamado el fenómeno Parra.

¿Qué razones son, a la luz de estos textos, las que explican ese fenómeno?

Siempre fiel a sí mismo

En el libro se compilan un conjunto de textos -entrevistas la mayor parte de ellas- que van desde el año 1968 al año 2007, y en todos ellos no cabe duda alguna de que el personaje que habla, se confiesa y divaga, es siempre el mismo: un hombre de una inteligencia refulgente que, preocupado nada más que de ser siempre fiel a sí mismo, es, en cada una de las ocasiones que recoge este libro, y en medio de las más disímiles circunstancias -la fiebre ideológica de los sesenta, la dictadura, la modernización de los noventa-, capaz de tomar distancia, decir lo que piensa y no sumarse nunca al coro del instante, igual que Bertrand Russell, otro anciano lúcido como ninguno, que se preció de nunca haber seguido a la mayoría para hacer el mal. No cabe duda entonces, la más obvia de las razones que explican el atractivo de Parra, y que esta recopilación pone de manifiesto, es su insobornable independencia, su rechazo final y terminante a cualquier forma de idolatría o servidumbre. En 1970, por ejemplo, cuando la revolución cubana a muchos les parecía casi el paraíso a la vuelta de la esquina, algo benigno que se encontraba al alcance de la mano, y antes de que Jorge Edwards escribiera Persona non grata, Nicanor Parra declara su compromiso irrestricto con la libertad de expresión y haciendo pie en ella toma distancia de Cuba y de la Unión Soviética. Durante la dictadura, por su parte, tampoco se suma al coro de los vencedores y, en cambio, por boca del Cristo del Elqui, ese desquiciado que le trae la memoria de su adolescencia en la Quinta Normal, nos echa en cara lo que, a la vista de todos, ocurre (¡este país es una buena plasta!/ ¡¡aquí no se respeta ni la ley de la selva!!). Más tarde, y cuando la modernización capitalista comienza a consolidarse, Parra de nuevo se niega, con pretextos ecologistas esta vez, a la genuflexión.

No cabe duda, uno de los rasgos de Nicanor Parra que este libro pone de manifiesto, y que él enseñó a otros brillantes como Enrique Lihn o Roberto Bolaño, es la independencia insobornable, su miedo casi cósmico a ser, como dice insistentemente él mismo en una de estas entrevistas, un yanacona, un sirviente de cualquier cosa, un sujeto extraviado por intereses que él no logra controlar. "¿Marxista?/ no, ateo", dice en uno de sus artefactos. O, como prefiere, en uno de sus antipoemas.

Me declaro católico ferviente
no comulgo con ruedas de carreta
me declaro discípulo de Marx
eso sí que me niego a arrodillarme
(...) me declaro fanático total
eso sí que no me identifico con nada.

Por su parte, cuando se leen atentamente estas entrevistas que él ha dado a lo largo de más de cuarenta años a "El Mercurio", se nota, por supuesto, el halago que le produce se le requiera, pero al mismo tiempo, y de manera incluso más intensa, se asoma por cada una de las líneas de estas entrevistas el propósito consciente de no dejarse convencer por el reconocimiento alabancioso y por mostrarse, en cambio, como un sujeto que no se deja encasillar, que nunca permite del todo que su interlocutor se identifique con él o crea, siquiera por un instante, que pudo alcanzar esa identificación. Su relación con "El Mercurio", me parece a mí, muestra mejor quizá que ningún otro rasgo biográfico, esta independencia de Parra, este temor a ser cooptado o seducido por algo que él sabe no le pertenece y le es finalmente ajeno. Le concede entrevistas a "El Mercurio", incluso escribe durante algún tiempo en él, como fue el caso de El Averiguador Particular que este libro recoge, pero al mismo tiempo se relaciona con el diario a la distancia, como si "El Mercurio" -un medio que es simbólicamente todo lo que Parra no es: "Debo ser pensado como un hombre de los barrios"- fuera para él un imán que lo atrae, pero que también él rechaza, un objeto de deseo y a la vez de aversión.

Pero, como es obvio, lo notable de Nicanor Parra, este anciano inmortal que va de jeans, no es sólo esa independencia que, como acabamos de ver, él ha ejercitado durante toda su vida sin comulgar nunca con ninguna rueda de carreta. Si así fuera, si la independencia externa que él ha ejercido fuera lo que atrae de él, la genialidad que todos le reconocen quedaría sin explicación o nunca alcanzaría la estatura que todos sospechan posee.

Lo notable de Parra -lo que lo transforma, para decirlo de una vez, en uno de los más grandes poetas de la lengua- es que esa actitud de radical independencia suya no es sólo un rasgo de carácter, un aspecto suyo alcanzado a fuerza de voluntad, sino que se trata de una característica que proviene, me parece a mí, de una convicción intelectual profunda que, con todas su contradicciones y vacilaciones frecuentes, él ha intentado expresar mediante su poesía: la convicción de que la palabra nos formula promesas que están destinadas a ser defraudadas, la creencia firme de que en el lenguaje se expresa un Otro que formula preguntas y hace promesas que están destinadas a no responderse ni cumplirse nunca, la sospecha, que es la misma que alentaron Heidegger o Wittgenstein, de que el lenguaje con que buscamos orientarnos en el mundo, nos promete abrigo pero acaba siempre dejándonos a la intemperie. Esa convicción de Parra que, a mi juicio, atraviesa la totalidad de su obra, con la sola excepción quizá de Cancionero sin nombre es la que permite explicar buena parte de los rasgos más notorios de su obra.

Desde luego Nicanor Parra concibe al lenguaje no como un instrumento mediante el cual el poeta expresa, por decirlo así, su subjetividad. La vieja idea del lenguaje poético que por ejemplo formuló Jakobson -conforme a la cual la poesía es un empleo particular del lenguaje que permite extravertir el universo del hablante- cede aquí el paso a una convicción pudiéramos decir, para emplear un lenguaje de moda, lacaniana: el lenguaje es un Otro que nos constituye, que es portador de vida propia y que en vez de ser un instrumento de expresión del hablante o de quien escribe, es algo que logra expresarse a través de él. El poeta, por decirlo así, escucha y repite lo que dice ese Otro, que nos constituye y hasta cierto punto nos teledirige. En Así habló Parra en El Mercurio se recoge una declaración especialmente elocuente a este respecto. Se trata de la entrevista que hizo Cecilia Valdés en 1989 en la que Parra cita a Rimbaud y su frase "yo es otro" y la interpreta como si ella dijera que el autor no existe y que el poeta no tiene derecho a hablar:

Incluso Eliot, agrega Parra en esa misma entrevista, señaló que "la poesía no tiene nada que ver con la personalidad, y que solamente en la medida que nos despersonalicemos tenemos posibilidades de acceder a un espacio poético. No se espere entonces de un poeta que escriba una poesía autobiográfica. Eso queda -concluye Parra-, para los novelistas".

Esa misma convicción -el lenguaje como un Otro que nos constituye y cuyas preguntas intentamos inútilmente responder- es la que sostiene su concepción de la traducción. Así, sus traducciones de Shakespeare intentan trasponer un juego de lenguaje, el inglés, en otro. No hay una traducción -"la poesía no se puede traducir", dice- sino el intento de reescribir en un lenguaje lo que se dijo originariamente en otro.

Buscarle el cuesco a la breva

Así, el famoso prosaísmo de Parra y su habilidad para escuchar el habla de la calle, para usar lugares comunes y frases prestadas, no es una simple muestra, como a veces se suele creer, de ingenio, humor callejero o capacidad para inventar frases desopilantes, simpáticas o sorpresivas, chistosas en suma, sino que es el esfuerzo por hacer explícito lo que ese Otro que es el habla y el lenguaje de todos los días trata de decirnos:

"No hay que tomar las declaraciones que aparecen en los Antipoemas como ideas suscritas por el autor. No hay que tomar las locuras del Rey Lear por locuras de Shakespeare", le dice en 1990, a Ana María Larraín. "Siempre pensé -agrega- que la poesía tiene más que ver con el comportamiento humano que con eso que se llama 'la belleza tradicional'. O sea, más con ethos que con a isthesis .

Si hubiera que escoger algo con lo cual contraponer esas ideas de Parra, esta sería lo que pudiéramos llamar una concepción aristocratizante de la poesía. Para este punto de vista -el punto de vista al que Parra se opone-, la poesía es una forma de acceder a aspectos del alma o de la realidad que al común de las gentes se les escapan; pero que el poeta, gracias a la inspiración, es capaz de atrapar y traer hasta nosotros. La poesía, según esta concepción, equivaldría a una especie de canon donde se depositarían las verdades más sensibles, eternas y temblorosas de la existencia humana: las verdades estéticas o éticas de la existencia. Nicanor Parra no cree en ninguna de esas cosas: en la aparente sencillez y banalidad de su escritura está la convicción de que en la superficie de ese Otro que es el lenguaje (y no en una profundidad a la que debiéramos asomarnos) se encuentran las preguntas y las perplejidades que configuran a la condición humana, y que por eso la capacidad del poeta, como dice él mismo en otras de estas entrevistas, no es propiamente crear, sino buscarle el cuesco a la breva, es decir, hurgar en el lenguaje, ese que se oye cotidianamente, para darse cuenta de que allí está la totalidad de las preguntas y la totalidad de todos los esbozos fallidos de respuestas ("Silencio mierda! -dice por eso uno de sus artefactos- que con dos mil años de mentiras basta").

El rechazo a ser un creador o un buceador que alcanza las profundidades de la condición humana -que estos textos antologados ponen de manifiesto- es lo que explica, en fin, que Nicanor Parra devalúe frecuentemente su propia escritura o, como se recuerda en el epílogo de esta espléndida recopilación, se retracte una y otra vez de todo lo que ha dicho, y es que como el Wittgenstein del Tractatus -que aconseja al lector arrojar el libro una vez que lo lea, como quien bota la escalera una vez que subió por ella- Parra sabe que la poesía, o si se prefiere la antipoesía, es el esfuerzo por mostrar que lo que más nos interesa e importa, aquello que pugna por salir en el habla de todos los días, no podrá ser nunca dicho:

He preguntado no se cuántas veces
Pero nadie contesta mis preguntas.
Es absolutamente necesario
Que el abismo responda de una vez
Porque ya va quedando poco tiempo

 

 

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