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La hoja y la idiota
Discurso al recibir el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2019

Cristina Peri Rossi


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El jurado que por unanimidad me concedió el premio José Donoso en 2019, y al cual agradezco enormemente su decisión, dice que me lo otorga por el conjunto de mi obra narrativa, poética y ensayística. Recibo este premio a la vejez y cuando una terrible pandemia azota a la humanidad para recordarnos, quizá, aquello que el gran poeta ciego metaforizó en el canto VI de la Ilíada. Diomedes, un guerrero ilustre, orgulloso de sus antepasados, se asombra del arrojo de Glauco, el soldado troyano que acepta su desafío y le pregunta por sus ancestros. Glauco responde: “Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. El invierno esparce las hojas por el suelo, y al llegar la primavera, otras hojas renacen. Del mismo modo, una generación humana nace y otra perece”. Contra cualquier vanidad, somos las hojas de esos árboles que nacen y mueren sin saber por qué. Para no ser tan solemne, como mi gran amigo Julio Cortázar que se reía de cualquier solemnidad, ahora diría que esta comparación homérica sobre el viento y las hojas me recuerda el título de la famosa película Lo que el viento se llevó. Porque las hojas no se preguntan ni por qué, ni cuándo, ni cómo, ni dónde, por lo cual carecen de angustia, pero Clark Gable y Vivian Leigh sí. Yo también.

Muchos siglos después, un inglés universal escribió: “la vida es un cuento sin sentido, lleno de furor y de ruido, narrado por un idiota”. Yo soy la hoja y soy la idiota. Diré que la mayor parte de mis ya muchos años he sido la idiota. Sin olvidar, entre los grandes, a Dostoievski, autor de una grandísima novela (grande por cantidad de hojas y por significado, El príncipe idiota, cuyo protagonista, Mishkin, es uno de esos seres a imagen de Jesucristo, que siempre quieren el bien, pero que organizan estropicios allí por donde pasan. No intenten leer la novela entera, es casi imposible. Felicitaciones a los traductores que lo lograron).

Pero hete aquí que los científicos, esos tipos de túnica blanca y gafas ocultos bajo mascarillas, han descubierto que los árboles, esas grandes estatuas vegetales, se comunican entre sí bajo la tierra, por las raíces, aunque no sepamos qué se dicen, si poemas de amor o el índice de humedad, la actividad de los roedores o la cantidad de magnesio por metro cuadrado. Sea como sea, los seres vivos se expresan. Yo soy la idiota de Shakespeare y la de Dostoievski, la hoja no escrita por Homero y la poeta en medio del ruido y la furia de Shakespeare.

La literatura es expresión y es comunicación, además de testimonio. Como escribí en un poema, los antiguos faraones nombraron a los escribas con la tremenda tarea de “consignar el presente y vaticinar el futuro”. Historiadores y augures, a la vez. No hay constancia de cuánto les pagaban, no debía de ser mucho, porque la literatura siempre paga mal, tarde y poco; y no hay constancia de que ningún escriba se convirtiera en best seller. Yo tampoco, aunque la industria editorial española alguna vez me lo propusiera. Y agradezco al premio José Donoso que me ayude a pagar el alquiler de algunos meses, si es que todavía soy una hoja del árbol no completamente caída. Es un premio que me enorgullece por la calidad de los autores y las autoras que lo ganaron antes que yo, en épocas en que no era frecuente el reconocimiento de las escritoras, especialmente en países machistas, excepto en mi querido país natal, donde en el género poesía las mujeres destacaban.

El español, la lengua en que me expreso y comunico cuando hablo y escribo, ha sido una fuente de placer, de expresión y de comunicación. La amo en ese Pantocrátor todopoderoso, océano lleno de islas y cachalotes de Neruda (a quien yo misma he parodiado en algún poema), en la irónica desmitificación de Nicanor Parra, en la exuberancia lírica y metafórica de Homero Aridjis y en la sensibilidad de Juana de Ibarbourou o la angustia de Alejandra Pizarnik, angustiada ante la falla del espejo que son las palabras. Si las palabras no son las cosas de las que hablo ni los sentimientos que nombro, son espejos fallidos. En esa fractura se instaura la angustia pero también el placer. Somos hojas que parlan y disponemos de una lengua creada por poetas y no por comerciantes que nos permite, por ejemplo, decir melancolía, añoranza, nostalgia y reminiscencia donde otras solo tienen spleen.

La gran literatura del siglo XX se escribió en español y es tan amplia, diversa, rica y abarcadora que los arborícolas (quienes se alimentan de hojas) tardarán muchos años en estudiarla, si es que en este siglo y los venideros todavía hay estudiosos de literatura. No importa, más importantes son los lingüistas. Y dentro de la literatura en español, la obra de escritores y escritoras latinoamericanas es inmensa y sobresaliente, tanto en poesía como en narrativa. Si no ha alcanzado la difusión y el prestigio que merece es porque los grandes ensayistas y académicos son en su inmensa mayoría europeos o norteamericanos; o sea, excluyentes.

Amo esta lengua y en ella me he expresado y comunicado en todos los géneros, porque uno solo no bastaba para mi imaginación, para mis deseos de comunicación, para como los antiguos escribas consignar el presente y vaticinar el futuro. Y como algunos escribas, fui condenada al exilio, y sufrí y escribí sobre ello tanto como sobre sexo, erotismo, dolores y goces. Cuando escribí, a veces fui hombre, a veces mujer, y a veces una mujer que ama a otra, o un hombre enamorado de un joven. A veces fui chimpancé y otras asesino en serie: la literatura no es censurable, como lo son los actos.

“Nada de lo humano me es ajeno”, como escribió Terencio, aunque Goethe se atribuyera la frase. Con la escritura no gané dinero ni fama, como un jugador de fútbol o un cantante de reggae, pero a veces gocé y a veces sufrí, porque como escribió Rubén Darío en Lo fatal: “dichoso el árbol que es apenas sensitivo y más la piedra dura porque ella ya no siente”, y yo todavía me emociono, cada vez más con la edad: “moriré de cosas así”, como escribió Alejandra Pizarnik.

Que esta pandemia se acabe y yo siga encontrando en el diccionario palabras en español que me descubran nombres que no conozco, porque soy una hoja curiosa y una idiota embelesada con los sonidos de las palabras. Las hojas cuchichean entre sí y las idiotas hacemos un ruido lleno de furor que a veces hace temblar las dictaduras. Y amo también los puentes que una palabra traspasa para llegar a otro lado: los médicos llaman “crepitación” al ruido de hojas secas que realizan los bronquios inflamados como los míos, del mismo modo que los economistas llaman “depresión” a la crisis de la economía o “euforia” a la subida de la Bolsa.

Leemos porque no sabemos y porque cualquier relato o poema cruel es muchísimo menos cruel que la realidad y la belleza, más perdurable.

 


 

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Cristina Peri Rossi: Narradora, poeta y activista política uruguaya, es considerada una de las escritoras más importantes en la lengua española. Hija de inmigrantes italianos, nació en Montevideo el 12 de noviembre de 1941. Su padre era trabajador textil y murió cuando ella era muy joven. Su madre era profesora y reconoció tempranamente su talento. Estudió en escuelas públicas y Letras en la Universidad de Montevideo, donde después hizo clases de Literatura Comparada. Publicó en 1963 su primer libro de cuentos, Viviendo. En 1969 publicó Los museos abandonados, un libro de relatos, y su primera novela, El libro de mis primos, con los que ganó los Premios de los Jóvenes de Arca y el Biblioteca de Marcha, y alcanzó reconocimiento como una de las autoras más importantes de su generación. En esos años, adhirió a la coalición de izquierda Frente Amplio y colaboró con el diario comunista El Popular. Por su activismo político, en 1972 se exilió en España y su obra fue prohibida por la dictadura militar que gobernó su país entre 1973 y 1985. Obtuvo la nacionalidad española en 1974. Instalada en Barcelona, ejerció como profesora de literatura en la Universidad Autónoma de Barcelona y colaboró en los diarios El País y La Vanguardia, entre otros. En 1984 publicó La nave de los locos, una de sus novelas más importantes. Ha sido becaria de la Fundación Guggenheim y reconocida con los premios Gabriel Miró, Ciudad de Barcelona, Ciudad de Palma, Rafael Alberti, Internacional de Relatos Mario Vargas Llosa, Don Quijote de Poesía y el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso.


 

 

 

 


 



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