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Carlos Pezoa Véliz | Autores |




 







Pezoa Véliz, poeta entre dos siglos

Por
Luis Enrique Délano
Publicado en revista Araucaria de Chile, N°9, 1980



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I

En una época se dijo que Chile era un país sin imaginación, lo que en literatura se traducía por la ausencia de una buena producción de ficción, en cantidad y calidad, y sobre todo, de poesía. Por mucho tiempo circuló la sentencia de que Chile era un país de historiadores.

Tal cosa pudo ser válida en nuestra producción literaria del siglo pasado. En la de éste no lo es, puesto que ya en la primera década, precisamente, alcanzan su apogeo dos figuras, Pedro Antonio González y Carlos Pezoa Véliz, demostrativas de que la poesía comenzaba a cobrar categoría como un género con personalidad y rasgos peculiares. González y Pezoa Véliz fueron poetas caracterizados por un sello personal. El primero, receptor del modernismo de Rubén Darío, lo reflejó espectacularmente, con toda su carga de sonoridad, de mitología, de exageración interior y formal, con toda su joyería y hasta su chatarra verbal, sus esdrújulos retumbantes, sus adjetivos barrocos, de diccionario, su cantidad increíble de vírgenes: núbiles, blandas, báquicas, tísicas, ebúrneas, inocentes y voluptuosas. De todo había en los jardines balsámicos de Pedro Antonio González: oceános procelosos, ensueños bajo nimbos, hebras de luz que las odaliscas peinan tranquilas, arpas de plata en horizontes de oro, trémulos arcoiris, follajes de inefable aroma, efluvios de olímpica ambrosía, alfombras de rosas y alelíes, alcázares de electro, sierpes de áspero cascajo. Carlos Pezoa Véliz, aunque recibe también la correspondiente influencia modernista propia de la época, sólo la devuelve en una parte de su obra, quizá la menos sólida.

Y después de ellos, la literatura chilena comienza a poblarse de poetas, sobre todo a partir de la segunda década, cuando surgen Gabriela Mistral y Vicente Huidobro, cuya poesía goza de estimación en determinados círculos europeos; Pablo de Rokha y otros menos divulgados fuera del país, como Pedro Prado, Manuel Magallanes Moure, Víctor Domingo Silva, Daniel de la Vega, Angel Cruchaga Santa María, Domingo Gómez Rojas, Roberto Meza Fuentes, etc. En la década del 20, Pablo Neruda encabeza una generación importante de poetas que penetra con actitud beligerante y renovadora en un movimiento que corresponde, más por su espíritu, su ímpetu y por la búsqueda de caminos no transitados, que por otra cosa, a los ismos europeos contemporáneos.

Si Chile fue un país de historiadores, la poesía venció en la justa y luego pasamos a ser un país de poetas. Por algo, pensamos, dos de los tres premios Nobel otorgados a escritores de América Latina, lo han sido a poetas y ambos chilenos.

II

Leer a Carlos Pezoa Véliz es sentirse inmerso en un mundo oscuro y desventurado, el mundo proletario y bohemio de su época, los albores del siglo. Pezoa Véliz provenía de una capa social muy baja, había sido criado en hogar ajeno y asistido poco a la escuela. En 1898 tuvo que interrumpir, a los 19 años, sus estudios en el Instituto Superior de Comercio, para enrolarse en el ejército, como consecuencia de los frecuentes amagos bélicos entre países limítrofes. Después vivió de míseros empleos burocráticos, hasta rematar en la secretaría de la municipalidad de Viña del Mar.

Nada tiene pues de raro que se proyectaran en su vida y en su poesía las influencias políticas predominantes en los sectores desposeidos de la población, esto es, las ideas anarquistas, que en los veinte primeros años del siglo pesaron en el ambiente obrero, en las incipientes organizaciones gremiales y en los centro culturales proletarios, los cuales fueron, ciertamente, importantísimos en el aspecto de la divulgación ideológica y la organización de los trabajadores. Paralelamente a sus colaboraciones en las revistas literarias y de actualidades, como Instantáneas, la famosa Lira Chilena, Chile Ilustrado, Zig Zag. etc., Pezoa Véliz publicó innumerables poemas, cuentos y artículos en periódicos anarquistas de escasa circulación y vida efímera.

¿Qué encontramos en su poesía? Primero, seres desarraigados que vagan por ciudades y campos, se mueren de hambre, son sepultados en el seno de la tierra sin mucha compañia; personajes tan desconocidos que "tras la paletada, nadie dijo nada"; individuos anónimos que mueren en la soledad del campo y son llevados a enterrar al atardecer:

Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hacen llorar sus reflejos;
cuatro maderas de encina,
cuatro acompañantes viejos.
. . . . . . . . . . . ("Entierro de campo").

Se trata de campesinos explotados, ignorantes, dolientes, de organilleros cuya música mecánica sirve de consuelo o exacerba el rencor de los vagos, de los peones de los campos, que añoran los días

Cuando la tierra era buena:
cuando no había patrones
que hicieran siembra de penas
y vendimia de pulmones.
. . . . . . . . . ("El organillo").

Días que, por lo demás, no han conocido ni ellos ni sus padres, pues el viejo sistema de la encomienda, que les significó la esclavitud fue implantado más de tres siglos antes.

Hay que preguntarse qué es lo que lleva a Pezoa Véliz a mantener en su poesía este espíritu de rebeldía, de resistencia al status, de denuncia de la injusticia. No se trata, desde luego, de una actitud cabalmente consciente, como se puede observar en nuestros días en una buena cantidad de poetas: la creencia de que la literatura puede constituir un factor de ayuda en la transformación social; la conciencia de que a veces es necesario dejar de lado la rosa y el beso para dar cabida a la política. No, en aquella época no. Además, Pezoa Véliz, aparte de ese vago sentimiento de rebeldía, no tenía, que se sepa, una militancia ni un ideal político, no sabía qué vendría, qué hacer una vez que se pudiera prescindir de los patrones sembradores de amarguras y vendimiadores de pulmones.

Es preciso pensar, pues, que el poeta recibió en los lugares que frecuentaba sólo un puñado de ideas más o menos vagas, las que unidas a su propia experiencia de semi-proletario, pues pertenecía a una capa muy pobre de la pequeña burguesía, le ayudaron a incubar una actitud de resistencia, aunque no una clara conciencia política. Estas nociones impresionaron su espíritu y se expresaron predominantemente en su poesía: los humildes, los explotados del campo que no manifiestan hacia afuera su rebeldía; los explotados en la industria, sobre todo en el salitre, obreros que comienzan a mostrar incipientes tendencias a la agrupación, las cuales no tardarán en manifestarse en movimientos de miles de personas que el régimen ahoga a sangre y fuego; los artistas abúlicos, como el pintor Pereza, que ya casi no esperan nada de la vida y, sobre todo, los vagos, los que deambulan por los caminos del campo, alimentándose de lo que pueden. Nótese que en la poesía de Pezoa Véliz estos vagabundos pueden ser hombres, pero también pueden ser perros, como ese can "flaco, lanudo y sucio" que mientras escarba los desperdicios, no deja de buscar un mendigo ciego a quien servir de lazarillo.

No toda la poesía de Pezoa Véliz posee este carácter de protesta. Si él hubiera tenido una ideología clara, si hubiera sabido a qué clase de mundo tenía que consagrar su llama poética rica y ardiente, las cosas habrían sido distintas. Tenía sólo la intuición de que era necesario condenar ciertos hechos, ciertas atroces injusticias y a ello dedicó extraordinarias estrofas que el tiempo ha preservado. Como ocurre siempre con poetas espontáneamente ácratas, desprovistos de un bagaje orgánico de ideas, sus producciones son amargas como la hiel y definitivamente pesimistas, si se piensa que son producto de la comparación frecuente de la miseria proletaria con el mundo dorado de la burguesía. En otros poetas chilenos de esa época, de parecidas tendencias, se observa igual fenómeno, como en Magno Espinoza, Francisco Pezoa o Antonio Acevedo Hernández. Los títulos de algunos poemas de esta época hablan por sí mismos: Carlos Mondaca, "El suburbio"; Carlos Pezoa Véliz, "La pena de azotes", "Libertaria", "Entierro de campo"; Diego Dublé Urrutia, "Las minas"; Magno Espinoza, "Hastío"; Francisco Pezoa, "Canto de venganza", "Anarkos", "De vuelta del mitin", etcétera.

Pero Pezoa Véliz vive en los primeros años del siglo, en que, como queda dicho, si por una parte hay algunas ideas incubadas en el seno de la clase obrera que lo atraen irresistiblemente, el modernismo, por otro lado, le señala otros caminos, menos ásperos y difíciles. Siente una gran admiración por Manuel Gutiérrez Nájera y hasta a veces trata de imitar su perfección formal, así como su anhelo de originalidad, en ciertos poemas de índole amorosa. Pese a la casi invencible incomunicación que separa a los países en la época en que Pezoa Véliz alcanza su mayor nombradía literaria —y que por lo demás no ha sido del todo superada en nuestros días— la poesía se las arregla para ir y venir, invisible y sin pasaporte. Gutiérrez Nájera ha muerto en 1895, pero sus versos son sobradamente conocidos ya en el confín austral del mundo y Pezoa Véliz paladea con delicia y adoración la Tristissima nox del poeta mexicano.

Lo mejor de su producción, y en ello coinciden los críticos chilenos que han estudiado la obra de Pezoa Véliz, no son estos poemas de naturaleza amorosa y expresión rebuscada, en los cuales parece dar gran importancia a la parte formal. No, todos están de acuerdo en que el verdadero Pezoa Véliz fue el que se vació en esos poemas con espíritu criollo, con temas populares y altiveces sociales. La forma no es en ellos ni rebuscada ni elaborada Es más bien sencilla, a veces dotada de evidente rudeza. No faltan quienes hablan de feísmo en esos poemas. Nosotros creemos que no estuvo desacertado el poeta que. seguramente por intuición, hizo coincidir de esa manera contenido y forma.

La vida de Carlos Pezoa Véliz no fue feliz y esto no podía menos de reflejarse en su obra amarga. Nació en Santiago el 21 de julio de 1879, y como ya hemos dicho. apenas pudo estudiar algunos años en el Liceo de San Agustín y en el Instituto Superior de Comercio. Después de su experiencia como soldado de la guardia nacional, enrolado para una guerra que felizmente no estalló, entró a trabajar como empleado civil del ejército. ¡El ejército! El, que abomina de todas las instituciones que el hombre ha creado para la coherción y que dice en una ingenua y quizá un poco torpe estrofa del poema "Libertaria":

Cuando más me atormentan mis pesares
y me hiere, implacable, el cruel dolor,
yo pienso en la dulzura de una vida
sin Dios, ni leyes, ni amistad, ni amor.

Son las contradicciones que a veces los hombres deben afrontar. Más tarde, para obtener y conservar su cargo en el municipio de Viña del Mar, debe plegarse a candidaturas burguesas en los procesos electorales y quizá hasta redactar discursos que, en el fondo, seguramente considera llenos de mentiras y promesas demagógicas.

Pero el poeta teme verse obligado a regresar al submundo de ese proletariado todavía informe y de la miseria amarga. Le gusta comprar libros y vestir bien. A veces nos hemos quedado mirando la única fotografía suya que conocemos y la verdad es que en nada difiere el hombre retratado allí de un joven dandy de la buena sociedad: abrigo con solapas forradas de seda, guantes de cabritilla, un bastón con empuñadura metálica...

Viña del Mar representa para él una etapa de trabajo y lucha antes de caer en la trampa burocrática de la burguesía. Publica poesías en un periódico de combate, La voz del pueblo, y artículos en La Comedia Humana, al mismo tiempo que hace algunas clases en un liceo. Sus versos le han abierto algunas puertas, entre ellas las del Ateneo de Santiago, donde van a consagrarse los poetas leyendo sus versos. Cuando se presenta Pezoa Véliz y lee "Pancho y Tomás", muchos corazones vibran de solidaridad con los campesinos maltratados de que la composición habla, gentes a quienes la vida opresivamente estrecha, la brutalidad patronal, la explotación y la miseria, han borrado ya los sueños, las esperanzas, la rebeldía y hasta el deseo de luchar que alguna vez pudo alentar en ellos. Los rasgos de esos marchitos hombres del pueblo que más acentúa la pluma amarga de Pezoa Véliz son la resignación y el fatalismo. En el Ateneo se agitan las capas, más de un chambergo cae al suelo, más de una lágrima rueda por alguna mejilla.

Quizá 1905 sea el año más pleno en la breve vida de este poeta. La jornada electoral en que triunfa su candidato le asegura la designación de secretario del municipio de esa ciudad con olor salino de mar y aroma de buganvilias. Los proyectos literarios menudean. Dos libros, sí, va a publicar dos libros, uno de prosa, otro de versos, que se llamará nada menos que Las campanas de oro. Campanas que nunca van a sonar.

La noche del 16 de agosto de 1906, un pavoroso terremoto sacude el centro del país, particularmente despiadado en Valparaíso, ciudad de la cual Viña del Mar es como un suburbio hermoso. Todo se viene abajo, se tambalean los edificios más sólidos, los barcos son lanzados por la marejada a las calles del puerto, las gentes despavoridas se instalan en las plazas, cubiertas con mantas que una lluvia cruel y diluvial traspasa, un par de horas después que la tierra ha cesado de agitarse.

Las vigas de la casa de pensión se han venido abajo y Carlos Pezoa Véliz yace aplastado entre escombros y desvanecido en medio del polvo que se desprende del derrumbe. Alguien lo encuentra y lo lleva al hospital, donde pasa largos meses de dolor y soledad. Lo operan una y otra vez. Las piernas han quedado inservibles y cuando puede levantarse de la cama, debe apoyarse en un par de muletas. En una pieza del Hospital Alemán de Valparaíso, donde pasa un invierno, escribe uno de sus más bellos y finos poemas, "Tarde en el hospital":

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve:
con el agua cae angustia:
. . . . . . . . . . . . . . . . . llueve.

La tristeza que llega con la lluvia empapa su corazón. Todo es ahora dolor y melancolía para el poeta en cuyo organismo quebrado, maltrecho, los médicos han descubierto además otro mal: la tuberculosis. Enfermedad de pálidas doncellas del romanticismo y del modernismo, también suele hacer presa de los artistas que alguna vez han pasado hambres. ¡Hay que salvar a Pezoa Véliz! Los escritores reúnen dinero en el Ateneo para cubrir los gastos de hospital y de medicamentos. El mal avanza.

Ahora se halla en el hospital de San Vicente de Paul, en Santiago. Entre sufrimientos y esperanzas, sus días se deslizan rápidamente hacia el fin. Un médico inteligente que lo atiende, el doctor Cienfuegos, anota que había en él una dualidad de personas: "Por un lado había un hombre fino, exquisito, que sabía conducir la conversación y el trato a su gusto; y por el otro, un roto, un hombre de la plebe, con el lenguaje propio de un hombre del pueblo; los ademanes del huaso, el gesto, todo, hasta la manera de tomar el cigarrillo. Las sesiones en que se le hacían curaciones a la herida eran famosas. Decía cuanta obscenidad y garabato se le venían a la mente. Al preguntársele cuál era la razón de tanta blasfemia, nos contestaba que aquello lo aliviaba. En efecto, a pesar de los padecimientos físicos y el estrago consiguiente que le causaba la enfermedad, Pezoa Véliz era sensual en extremo. Cuando visitaba el hospital una mujer hermosa, sus ojos le brillaban y sus deseos se agudizaban en forma increíble. Era sumamente macho, pese a la situación en que se hallaba, atado a aparatos clínicos."

Este médico ha anotado una dicotomía en el carácter de Pezoa Veliz, que en su poesía se traduce en los aspectos que hemos señalado: la expresión fina, amanerada, dotada de brillante carga verbal y de un fuerte deseo de originalidad, que le viene del modernismo, y más directamente de Gutiérrez Nájera, y la ruda poesía en que baraja elementos populares, criollismos campesinos y, en fin, la rebeldía proletaria. Esa es la parte de su poesía que amamos.

No van a salvarlo. Muere en Santiago el 21 de abril de 1908, antes de llegar a la treintena. Los libros que pensaba publicar se han desvanecido. El terremoto los aplastó. Pero tres años más tarde, en 1911, un fiel amigo del poeta, el escritor Ernesto Montenegro, recoge buena parte de la producción de Carlos Pezoa Veliz y la publica en un grueso volumen de formato 16, al que da por título Alma Chilena. Mucho más adecuado y elocuente que Las campanas de oro que proyectaba el poeta. "Alma Chilena" es, por lo demás, el título de uno de los poemas del libro.

Ha muerto antes de cumplir los 29 años. No sabemos si lo que la muerte frustró en él iba a ser más amplio, más rico, más poderoso que lo que alcanzó a realizar. Lo que dejó, sin embargo, lo seguimos considerando, a más de setenta años de su muerte, un valioso legado, una rica herencia. Nada se ha perdido. Lo fundamental de su producción ha sido respetado y preservado por el tiempo, que no es sólo el mejor sino el único juez en materia de producciones intelectuales. Modas, críticas, traducciones, número de ejemplares, grandes campañas publicitarias: todo eso es efímero, dura lo que dura el afán periodístico, el impulso de amigos generosos o los intereses de editores con empeño. Lo auténtico resiste toda clase de corrientes y vientos contrarios, sobrevive al olvido que "es tan largo" y al silencio, que suele pesar como una lápida. Esto es lo que ha ocurrido con los poemas de Pezoa Veliz, que el pueblo de Chile, al ver quizá reflejada en ellos su propia imagen, o un fragmento de su imagen, ha adoptado como cosa propia y preserva con amoroso cuidado.

(Del libro en prensa Estudios literarios chilenos)

 

 



 

 

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Pezoa Véliz, poeta entre dos siglos
Por Luis Enrique Délano
Publicado en revista Araucaria de Chile, N°9, 1980