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El candor de los pobres
(fragmentos)

Carlos Pezoa Véliz

Publicado en Tomado de: Carlos Pezoa Véliz. Antología. Editorial Zig Zag. Santiago de Chile. Sin fecha
Esperpentia. Edición digital, Primavera 2004


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¿Cuántas hermosas palabras para el candor de los pobres!

Los derechos del pueblo...

Las reivindicaciones populares...

La causa de los patriotas...

La salvación nacional...

El gobierno del pueblo por el pueblo...

La integridad política...

La instrucción laica y obligatoria...

La protección a la industria nacional...

Las instituciones republicanas...

Y otras, igualmente halagadoras para los oídos de las masas, que, por el tiempo de elecciones, son como campanitas sugestionantes, echadas a vuelo en la gloriosa fiesta de las mentiras agradables.

El caudillo populachero las dice en airosa postura de tribuno, levantando los ojos al espacio y subrayándolas con hermosos gestos de indignación.

Periódicamente se repiten. Son las mismas frases, con sus respectivas comas y sus elocuentes admirativos, como si se hubiesen conservado en primorosos paquetes desde la elección última. Solamente que ya no es el mismo tribuno. El de la campaña anterior tiene ahora un puesto público que le consiguiera el diputado triunfante. Ahora es un nuevo cesante de pupilas castas y melena económica.

En estas asambleas políticas, de una “solemnidad inusitada”, al decir de los diarios serios en el número del día siguiente, hay casi siempre un obrero bebido hasta el buen humor, que se entretiene cortando las peroratas con interrupciones estúpidas. Los asambleístas suelen concluir por eliminarlo a empellones.

Pues bien. Este impertinente que come sabiamente su jamón y bebe su jarro de cerveza, riéndose de oradores, de discursos y de oyentes, es el más cuerdo de los ciudadanos auditores.

Desconfía de las promesas, ríe del entusiasmo y explota beatíficamente el “candidato de las clases trabajadoras”.

Según él, nada hay más allá del sándwich y la cerveza.

Y está en la razón.

 

* * *

 

¿Habéis visto el sagrado gesto de algunos aldeanos cuando oyen leer párrafos en que se anuncia campanudamente la presencia en una ceremonia oficial de S. E. el Presidente de la República?...

Pues si escudriñáis un poco al través de su palabra, veréis el concepto que de este funcionario tienen. Para ellos, S. E. el Presidente de la República es algo sí como un hombre en el que se resumen todas las perfecciones humanas: talento, fuerza, virtud, carácter, valor y belleza... Algo así como un hombre caído del sol.

(¡Ah, si los pobres aldeanos pudieran conocer íntimamente a ciertos infelices que llegan a la Presidencia, condenados a cinco años de mandato obligatoria, de inconsciencia obligatoria y de cobardía obligatoria! Los hay de varias clases. Hombrecitos maniatados por la voluntad de un ministro talentoso, padres de familia que sólo habían nacido para tales, devotos que asisten a la apertura del Congreso con detentes en el forro del frac, jurisconsultos que encargan la confección del Mensaje a la pluma del subsecretario, pusilánimes que hoy retiran un decreto firmado ayer, para firmar otro que se retirará mañana!...)

Los pobres son así. creen encantados en todo lo desconocido.

 

* * *

 

La conmovedora facilidad de creer, que es característica de los pobres, tiene manifestaciones tristes.

De entre esa buena gente del pueblo, conocí una lavandera infeliz, pobre mujer que sudaba desde el alba al crepúsculo para pagar el colegio de una hermosa hija suya, que había educado a costa de sacrificios indecibles en el Colegio de los Sagrados Corazones.

-Sí, pues... En el colegio donde están las señoritas Sarratea, las señoritas Undurraga...

De esto nacían para la pobre unas esperanzas que hacían llorar: algo favorable, algún acontecimiento imprevisto, algún alegre golpe de fortuna que vendría al empezar la niña sus primeros años de juventud. Esto es lo que se entreveía vagamente a través de sus palabras, y lo que ella entredivisaba entre la bruma de sus ensueños candorosos.

Educar a la chica para esposa del desconocido millonario que la llevaría al altar y al fausto, así como lo hacen los principes de los cuentos antiguos con las pastoras humildes. ¿Por qué no? Si era hermosa, si era buena, Dios lo consentiría... Sabía bordar, sabía piano, idiomas, bailes, etcétera.

Nadie logró desengañarla. Creía en la justicia de los hombres y el milagro debía venir...

Murió la desdichada con su esperanza. La chiquilla se negó terminantemente a consolar sus últimos instantes, pretextando que las señoritas Argandoña podían verla en vivienda tan pobre.

Pero al vencimiento del trimestre próximo, las religiosas de los Sagrados Corazones le propusieron un puesto de institutriz en casa del respetable caballero don Francisco X. (No era poco, ciertamente...)

Ahí fue donde empezó y concluyó sus escandalosas relaciones con el muchacho Julio, primogénito de la familia.

¡Más vale que te hayas ido, lavandera infeliz, víctima inocente de tu inocente candor!

Y como la humilde lavandera, muchas almas hay que aún arrastran conceptos halagadores de las cosas humanas. Parecería que la suerte os hace objeto de una sangrienta burla, dándoos para befa de irremediables desgracias esa aditamento triste que se llama candor...

Oídme. Desde el primero al último, todos os engañan.

El presidente que os firma mensajes, el diputado que os arranca el voto, el patrón que os explota, la ley que os estruja, el cura que os aconseja.

No hay más que una vida de eterno desamparo, donde para alcanzar la migaja de placer que os corresponda como hombres, es fuerza que la arrebatéis a bayonetazos, colocando brutalmente en la balanza donde se os roba el pan, toda la brutalidad musculosa de vuestros puños.



 

 

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