Proyecto Patrimonio - 2017 | index | Carlos Pezoa Véliz | Autores |
Carlos Pezoa Véliz
LOS PRIMEROS CINCUENTA AÑOS DE ALMA CHILENA
Por Ernesto Montenegro
La Nación, Santiago, 30 de septiembre de 1962
.. .. .. .. ..
Hacia fines de 1912 apareció en Valparaíso, con el titulo de Alma Chilena, una colección póstuma de la obra en verso y prosa del poeta Carlos Pezoa Véliz, fallecido en 1908. Guillermo Labarca Hubertson, el futuro autor de Mirando al Océano, recibió de Pezoa el legado de sus manuscritos y recortes, corregidos de su propia mano en su larga permanencia en el Hospital de San Vicente, y los puso a mi disposición para la empresa editorial proyectada por un grupo de sus amigos porteños.
El libro fue publicado en los talleres de Scherrer & Hermann, de la Plaza de Justicia, en número de quinientos ejemplares, impreso en papel de hilo y vendido a tres pesos cada uno. Hoy es casi imposible hallar uno de esos tomos en cuarto que vinieron a salvar del olvido a uno de los poetas más originales de Chile, y acaso el que mejor logró expresar eso que llamaremos nuestra “chilenidad” temperamental y literaria. Por esto se convino en dar a esa selección de verso y prosa de Pezoa el titulo de su poema último, en el que se propuso refundir en lenguaje popular el humor alegre a ratos y socarrón a veces del alma de nuestro pueblo, siempre generoso para socorrer y consolar a otros más desvalidos que él. Años más tarde, Ignacio Pérez Kallens (Leonardo Pena) hizo imprimir en Paris un tomo más reducido de algunas poesías de Pezoa Véliz, con el titulo de Las Campanas de Oro.
Armando Donoso editó con los papeles y cuadernos que yo le entregué a mi partida para Estados Unidos en 1915, una tercera edición, publicada por la Editorial Nascimento, en que hacia referencia a los cuadernos de Memorias de juventud, de Pezoa, en que éste relata sus impresiones de soldado mientras hacia el Servicio Militar, allí por 1898. Esas referencias, vagas e incompletas, dieron ocasión para que se acusara a Guillermo Labarca de plagio, sin otro fundamento que el haber presentado, asimismo, las impresiones y reflexiones de un conscripto en su relato novelesco.
Antes de pasar adelante debo declarar que esos cargos no sólo son injustos con uno de nuestros buenos escritores, sino también antojadizos. Desde luego, cuando hice la selección de materiales entre los papeles de Pezoa, yo hubiese aprovechado esos cuadernos de haber encontrado en ellos siquiera asomos de calidad literaria, como lo hice con algunos otros apuntes en prosa que escribió en su madurez y que aparecen hacia el final de Alma Chilena. Pero los recuerdos de soldado de Pezoa Véliz fueron escritos por un muchacho todavía ignorante del lenguaje y sin experiencia en el arte de la expresión: y quien los suponga siquiera fuente de sugerencia para un escritor tan experto en la forma y tan penetrante en la observación psicológica como el autor de Mirando al Océano, sólo acusa una lamentable deficiencia de la facultad crítica. Con ello se infiere, además, ofensa gratuita al hombre que había mostrado desinterés y generosidad al desprenderse sin condición alguna del legado del poeta, a menos que fuese tachado de candidez por haber puesto en conocimiento público las pruebas de su supuesto delito de plagio...
PARA VERDADES, EL TIEMPO
Llamo a estos recuerdos los primeros cincuenta años de Alma Chilena porque es natural suponer que una obra poética que no ha hecho más que afirmar y extender su prestigio en medio siglo, ha tomado con ello un seguro suficiente con la posteridad, Así ocurre también con Pérez Rosales, con Baldomero Lillo y Federico Gana. Dos o tres generaciones de lectores garantizan como genuinos los méritos de un autor, si con su lectura continuada lo reconocen no sólo como expresión fiel de su tiempo y de su gente, sino además le van descubriendo nueva significación.
Así ocurre con el descubrimiento de un poeta social y doctrinario en Carlos Pezoa Véliz, lo cual no hubiese dejado de ser una sorpresa hasta divertida para el propio autor, que si compadeció al desgraciado y aludió sarcásticamente al poderoso en algunos de sus versos de la primera madurez, lo hizo por espontánea simpatia de hijo del pueblo como aquéllos, cuando no por dar desahogo a resentimientos naturales en quien venía esforzándose desde muy abajo por abrirse camino hacia la influencia y la consideración social a que se sentía con derecho por los dones de su espíritu.
Tomemos por ejemplo el soneto en que expresa su indignación y su protesta al ver azotar a otro soldado, “mientras una estatua cubierta con galones mira impasible la salvaje escena”. ¿Sería necesario ser anarquista o socialista para compadecerse del conscripto, o cualquier ser humano en iguales circunstancias dejaría de responder con la misma compasión y la misma revulsión del ánimo al brutal castigo? Otro tanto es de esperar en el caso de Entierro de Campo, o del Organillo, o Pancho y Tomás. El sentimiento de protesta ante un acto de crueldad no responde, por cierto, a clase o condición social, sino a la capacidad del corazón humano, a su sensibilidad individual. Escenas como ésas, transidas de simpatía y comprensión, las hallamos igualmente en Lillo y Gana, como en Turgeniev y Tomás Hardy, sin relación lógica alguna a la condición social del autor.
Por el contrario, de haberse anticipado Pezoa a la consigna comunista es más probable que sintiera menos sinceramente la opresión del pobre y la explotara más, de acuerdo con lo que dispone literalnente la doctrina de Marx y de Lenin, cuando expresan su impaciencia con la conformidad y la indiferencia del pueblo ante una política de acción. El testimonio de cada día nos está diciendo que el agitador ortodoxo no hace más que explotar la miseria de! pueblo como recurso para fomentar las pasiones, y cuantos son capaces de observación objetiva pueden ver que el anhelo intimo del propagandista profesional y del político revolucionario es que los padecimientos del pueblo aumenten y la ceguera del rico egoísta cunda a fin de que su llamado a la rebelión tenga argumentos más evidentes donde apoyarse.
EL CASO PARADOJAL DE PEZOA VÉLIZ
Ya vemos que ocurrió lo contrario al madurar el fruto otoñal de la obra poética de Carlos Pezoa Véliz. Después de los versos sardónicos y agresivos de Pancho y Tomás, vienen las estrofas melancólicas y crepuscularias de La última lluvia y Tarde en el Hospital, antes de que en un breve veranillo de San Juan se despeje inesperadamente su horizonte y le sonría la imaginación en los cuadros expansivos de su De vuelta de la Pampa y Alma Chilena, cuando las amarguras de juventud y las visiones sensuales de la edad viril ceden a la ensoñación nostálgica de una vida más amable y una fortuna más generosa, y el hombre ya agotado por los sufrimientos se debate heroicamente por sonreir a la vida que se le escapa, y entonces revisa y corrige el tono amargo o sarcástico de su creación poética, para dejarnos como su último testamento una cuadrilla de trabajadores de mar, juntando sus monedas para ayudar a una extranjera desamparada, y a Pedro Ureta, el particular que ha prendido el último cartucho de dinamita en la pampa salitrera, en vez de ser arrojado a lo alto por la explosión repentina, como lo imaginara antes el poeta, regresará sano y salvo a su tierra sureña a llevar la abundancia y la alegría a su familia.
Sería posible interpretar el tinte optimista y conciliador de los últimos versos de Pezoa como una consecuencia del debilitamiento de sus fuerzas físicas y de su imaginación, que le llevaría a sucumbir a la tentación de fingirse un mundo más asequible al bien, tal como se supone le ocurre al tísico bajo la fiebre del mal que ya le empuja a la sepultura. ¿O sería igualmente plausible atribuir su concepción más serena del destino del hombre a una visión integral de las realidades del mundo y de la vida en el supuesto de que la enfermedad, a semejanza de las grandes crisis morales, apresura la madurez de la conciencia y nos anticipa un concepto más profundo de la realidad integral, materia y espíritu? Pezoa murió antes de cumplir los treinta años de edad; pero su obra postrera nos lo presenta en la cincuentena, con esa sabiduría ecuánime del hombre que viene ya de vuelta.
LA PERSPECTIVA HISTÓRICA
La juventud de hoy, como la de todas las épocas, tiene la memoria tan corta como el entendimiento. Por eso sus juicios críticos carecen de perspectiva y abundan en petulancia. Y la mayoría de los hombres más viejos que ofician de críticos dan la impresión de políticos que temen quedarse atrás y por eso halagan a los nuevos, fingiendo entusiasmarse con sus hallazgos, teniéndolos por novedades y descubrimientos inéditos. Casi siempre se trata de un recurso técnico que no es más que una trasposición de otros bien conocidos en su día y ya olvidados. Tales críticos que no duermen con el miedo a ser tenidos por caducos, ensayan posturas de adolescentes y coqueterías de solteronas, por carecer de la honradez y el valor moral suficiente para dejar a un lado lo que no vale, cualquiera que sea su apariencia.
Pezoa es un ejemplo sobresaliente de que la verdadera originalidad no está en la técnica superficial, sino en el espíritu que informa la obra. Lo externo envejece al galope. La misma novedad postiza señala su rápida declinación. La orginalidad de Pezoa está en lo personal de su estilo, es decir, la actitud que presenta ante la vida. Por esa virtud esencial se hace perdonar su verso rudo, sus rimas caprichosas o forzadas, sus caídas bruscas. Le apreciamos mejor por lo que no es. No es sensiblero ni bombístico, no es mistico ni dulzarrón. Si le aplicamos el criterio de la critica hídrica, descubrimos que se presenta por lo que es, como un fruto del romanticismo que va decayendo, por un lado, y el naturalismo que comienza con el siglo. En sus primeros versos hay reminiscencias de Musset y de los poetas de la vida bohemia. Algunos de esos versos de mocedad tienen un tono sombrío hasta la lobreguez; monótonos y lamentosos, preanuncian a Neruda y la Mistral.
Pero cuando se libera de sus muletas, antes de tomar las otras que le prepara el destino, a partir del Organillo y Fecundidad, nos olvidamos de las calcomanías del Pintor Pereza y pastiches tales como San Ignacio, poeta y confesor. Donde vuelve a ser él mismo es allí donde puede desplegar sus humoradas y sentir el vaho de la tierra nativa, allí donde pueda mostrar su vigor viril, su correspondencia sensual con una siesta veraniega, con una mañana de primavera en el campo. En lo textual, va rastreando el adjetivo jugoso, la frase alada que irá a clavarse como una flecha en el blanco; y a veces se quedaba degustando como una fruta en sazón una frase de Zola en L’Assommoir o La Tierra o la exclamación ingenua de horror de un personaje de Gorki, Konovalov: "¿Y escupió sus dientes?"
Así era. Su verso debía llevar sangre caliente en las venas y destilar la leche de la emoción humana. No, nada de sutilezas metafísicas o declaraciones doctrinales. A Víctor Domingo Silva, su rival del momento, lo motejaba de palabrero y de erigir “altarcitos del Niño Dios” o paisajes artificiosos, y esto con sus dejos de envidia por la resonancia de tiradas tan vehementes como Lo que me dijeron las Espigas. La verdad es que él, Pezoa, se sentía mucho más poeta natural, pero resentía la agilidad verbal del otro. Sus preferencias estaban por Dublé Urrutia, que le llevaba algunos años de delantera.
El argentino Enrique Espinoza halla cierta semejanza entre Pezoa Vé1iz y su compatriota Evaristo Carriego, como el salido del pueblo, aunque más limitado, por ser poeta de barrio urbano: Pezoa, en cambio, se sentía tan a sus anchas en el campo como en la ciudad. Convertir a Pezoa en poeta populista es desfigurarlo. Llamarlo poeta del pueblo es suficiente, aún cuando en lo interno aspiraba a entrar en sociedad y competir con cualquier elegante de salón. De no caerle encima un trozo de pared en el terremoto de 1906, Pezoa Véliz pudo haber cumplido sus ambiciones mundanas, pues la secretaría municipal de Viña del Mar era un trampolín suficiente para encumbrarlo a la escena política, donde la audacia, el desplante y su poco de buena suerte suelen llevar a tantos a los honores públicos y a la riqueza fácil.
Todo eso es pura especulación sin embargo, y no bastante fundada en las premisas conocidas. Porque también había en Pezoa una profunda sinceridad, que se manifestaba como a despecho suyo y que pudo malograr su carrera política, volviéndole a la vereda accidentada del arte, que hace cincuenta años aparecía todavía más empinada y trabajosa que hoy. Cada caminante del tipo de Pezoa Véliz ha contribuído a ensancharla y pulirla a costa de tropezar en ella. No hubo editor que anticipara cien pesos fuertes en aquellos remotos años. No hubo premio de cinco mil escudos para un rimador criollo, ni menos todavía viajes al extranjero o giras de conferencias por cuenta del Estado.
UNA EDICIÓN DEFINITIVA Y CONMEMORATIVA
No lo digo en son de queja. Todo lo contrario. Creo cada día con mayor convicción que todos esos premios constantes y sonantes y todos esos honores que suenan a hueco, pues a medida que aumentan se desvalorizan más, no añaden un ápice a la calidad de nuestra literatura. Puede que sea al revés. Por mi parte, siento que la carrera del escritor y del poeta, de cualquier aficionado al arte, deba ser todavia más ardua. La mejor parte de la obra de un artista creador es siempre, o casi siempre, aquella que produjo en los tiempos en que batallaba a brazo partido por mostrar lo que había de bueno en él. “Escribe, escribe, hijo mío”, le aconsejaba Flaubert a su ahijado Maupassant, y luego, cuando éste le mostraba lo que había escrito estrujándose el cerebro, volvía a decirle: “Bueno, ahora rómpelo, y a escribir de nuevo”.
Pezoa tuvo muy pocos años de escuela, y se improvisó profesor de castellano en un pensionado de señoritas, por repugnancia de un oficio y por asociarse con gente más refinada. Escapó así a los dictámenes estériles del pedagogo, por lo general un Maestro Ciruela que no sabe emplear él mismo las reglas de corrección gramatical, ni menos las del buen gusto, que ni él ni nadie sabe lo que quieren decir. Lo que Pezoa llegó a saber y que pudo aprovecharle fue lo que sacó de su propia experiencia en la brega con la materia viva de sus versos, más ágiles y más certeros que su prosa por lo mismo que exigian más de su esfuerzo y atención.
Y aquí viene a cuento una observación bien curiosa. En más de una ocasión vi a Pezoa buscar en la caza de una rima esquiva una distracción que le hiciera más soportable una neuralgia facial. Ocurrió que en ocasiones se trataba de versos humorísticos o satíricos, y al querer recitarlos para probar su gracia o su veneno, una mueca de dolor daba una intensa expresión de agonía a su semblante y ponía un destello de locura en su mirada. Había también en él toques de sadismo cuando contaba algún percance que le ocurriera a cualquier pobre diablo de su conocimiento. En cambio, su sentimentalismo le brotaba desbordante cuando sus amigos le recibían en su casa, y entonces se acercaba a la madre de su huésped como un hijo pródigo en busca de reconocimiento.
La veleidad de la suerte le precipitó en la miseria cuando se sentía en el pináculo de la fortuna. De Viña del Mar lo llevaron a1 Hospital Alemán de Valparaíso, pero era ya demasiado tarde para componerle la pierna, o no había tiempo en la confusión de aquellos días trágicos para un tratamiento en forma.
Así llegó a Santiago en busca de reposo para una cura de sus pulmones, ahora comprometidos por la negligencia. Allí, en San Vicente, murió sin reconciliarse con su destino, el 21 de abril de 1908. Hace falta una edición definitiva de sus versos, más cuidada y más estricta que las anteriores.