Carlos Pezoa Véliz murió en un hospital de Santiago antes de cumplir los treinta años de edad y diez de vida literaria. Unos cuantos amigos, fieles a su admiración por el poeta, llevaron hasta lo último el deber humanitario de confortar su espíritu, martirizado como su cuerpo bajo la dura ley igualitaria de la sala común, y pasado el trance supremo hubo para sus despojos piadosa sepultura.
Hoy, a cuatro años de su muerte[1] su nombre se va perdiendo entre el tumulto de la lucha individual, mientras que el grueso público parece ya enteramente olvidado de un autor que sólo de tarde en tarde sorprendía sus gustos convencionales con versos de una originalidad fuerte y audaz. Se comprende: la obra del poeta, comparable a esas plantas cuyo fruto es la propia flor, rara vez perdura si sus hojas no tienen la consistencia de las hojas de un libro.
Pero así, intermitente y dispersa, la poesía de Pezoa Véliz alcanzó a interesar apasionadamente a un grupo de sus compañeros de letras. En las revistas y diarios santiaguinos, de 1898 adelante, cuando comienzan a aparecer sus versos (A Zola, Himno del deseo) vemos destacarse una voz singularmente expresiva entre los «nuevos» de esa época, tan cercana y sin embargo tan diferente de la actual. Uno podría resumir el carácter de aquella generación en las bizarrías bohemias a lo Mürger, el sentimentalismo galante a lo De Musset, y las declamaciones teatrales de Dumas hijo. Con ese arsenal retórico se componían las sátiras anti-burguesas, los brindis macabros, madrigales a Mimí y letanías a las Magdalenas de barrio. Pezoa cayó como todos en pecado de imitación, pero hay que reconocer en seguida que su lenguaje incisivo y la audacia de su imaginación le salvaron de la vulgaridad. Luego el poderoso instinto de su naturaleza, que siempre le llevó a preferir la realidad viviente a la literatura, orienta su genio hacia los temas de la tierra, por donde le veremos ir cada vez con paso más seguro.
Pedro Antonio González había intentado ya la renovación de nuestra poesía lírica. Algunos de sus antecesores, Salvador Sanfuentes, Guillermo Matta, Guillermo Blest-Gana y Eusebio Lillo, acogieron en su tiempo las inspiraciones del ambiente idealizando algunos de sus tipos y escenas, pero sin mostrarnos un carácter individual o representativo a través de su lenguaje demasiado simple y sin color. Su obra fué más bien un reflejo del romanticismo francés: una campaña de poetas ciudadanos que se ayudaban de la palabra armoniosa para despertar las energías y entusiasmos de un pueblo en formación. Con González la poesía chilena gana en sutileza de ritmo y brillo formal, y en sus Ritmos y poemas fragmentarios parecen agotarse nuestras capacidades de esa índole.
Pezoa debe figurar entre los tres o cuatro poetas de su generación que sobrepasan lo meramente lírico en busca de una expresión colectiva. Unos, como Víctor Domingo Silva, pusieron en rimas sonoras las tradiciones de su pueblo y sus aspiraciones de justicia social; otros, como Dublé Urrutia, nos ofrecen la visión nostálgica de la naturaleza araucana y de la agonía de su gente. A nuestro poeta le tocó el lote más humilde, la porción más grosera de todas; el destino le había señalado para comunicarnos la revelación original del alma popular. Manejado por las circunstancias de su origen y por los vaivenes de su existencia, ya nos hable de sí mismo o de lo que habla en él, siempre y aun a despecho suyo ha de ser ese poeta popular. Estaba predestinado a ser el más grande de ellos, o más propiamente, el primero.
No será necesario insistir mucho para que no se confunda el concepto de poeta popular con el de poeta vulgar. Hasta ahora ninguno de los rimadores de décimas por el estilo de las que se leen en los corros tabernarios, ha dado indicios de un genio capaz de mostrarnos recónditamente el espíritu de su clase. Ni Sebastián Cangalla o Bernardino Guajardo, a quienes les faltaron cultura propia y más ancho escenario, ni aun Juan Rafael Allende, talento limitado, más mordaz que penetrante, pudieron expresar lo que hay en el alma criolla de sentimentalidad latente, de socarronería, de fatalismo y generosidad.
Es como un gran poeta popular como apreciamos al autor de estos versos, sin disimularnos por eso todo lo que había en él de incoherente, de desigual e incompleto. A través de lo pintoresco superficial, él vió de preferencia en el pueblo su fondo trágico, la angustia semi-inconsciente de la pobre bestia humana, para ir madurando poco a poco una concepción a la vez más serena y más cordial, en que al fin el autor y los elementos de su canción se confunden en una entrañable armonía. Y es en esa manera de sentir el destino del hombre, dándole por escenario del drama moral una naturaleza que sus ojos ven siempre magnífica y todopoderosa, y a la que se entrega con todas sus potencias, donde el poeta encarna el acerbo espectáculo de un pesimista que no quiere renunciar a ninguna satisfacción de la vida, por dura que se vuelva contra él, y a la que sigue implorando gracia hasta en el lecho de la agonía.
La Vida, la «hembra traidora» de sus íntimas congojas, fué su Manón, su Safo, tanto más esquiva cuanto más amada!
Ninguno de sus émulos estaba como él en condiciones de llegar a ser ese gran poeta popular que esperamos. Un poeta de la multitud, pero no necesariamente para ella. Porque si reconocemos que los meros recursos del arte no bastarían para penetrar el alma del pueblo hasta las regiones recónditas que son dominio del poeta, en sus pasiones, en sus anhelos, en todo lo que hay en ella de balbuciente y oscuro, habrá que reconocer luego que es la multitud quien debió engendrar y amamantar a su poeta. O en otras palabras, para interpretar con otros recursos que no sean la trasposición del regionalismo folklórico a nuestro huaso y nuestro roto —el hijo prudente y el hijo pródigo de la raza— era preciso que alguien venido del seno del pueblo diera expresión artística al sentir de sus hermanos. Alguien que hubiera nacido como el pueblo nace, de un origen incierto, y caído prematuramente en la orfandad; que hubiera sufrido sus privaciones, vivido su infancia sin ternuras y su azarosa juventud. Alguien como el roto de ingenio vivo y socarrón; como el huaso impresionable y supersticioso, a quien se le hubiesen revelado en toda su áspera desnudez las miserias del conventillo y del vagabundaje, los días sin pan y las noches sin refugio, la temprana necesidad de buscarse un oficio, y la vía-crucis que debe repechar para acercarse a donde le incita su doble ambición de desquite: nombre y fortuna.
I
I
Tal hombre fué nuestro poeta. Descorriendo el misterio de su origen lo vemos desarrollarse como un fruto natural del pueblo, por más que lo exigente de ciertos gustos suyos junto con algunos rasgos de su fisonomía, en contraste con lo burdo de sus maneras y sus aficiones personales, parecieran más bien indicar una de esas uniones clandestinas que suelen fructificar al fondo de las casas patricias. La verdad resulta más simple, pero no menos dramática que la leyenda, hasta donde nos permite penetrar el testimonio de Juan Luis Jerez, el camarada de Pezoa en sus correrías de la mocedad y su colaborador en las tiradas polémicas y las versainas «a lo humano y lo divino» con que solían ganarse el pan y el trago del momento.
Carlos nació el 21 de Julio de 1879, en uno de los arrabales de Santiago. Su madre parece haber estado por ese tiempo en el servicio doméstico, sea de criada o costurera. Su padre habría sido un inmigrante español. El destino quiere que en los progenitores de nuestro poeta más representativo se renueve la alianza de las dos razas. ¿Fué su padre de la misma estirpe de esos castellanos o vascos que emigran a América con hambre de aventura, para sumirse apenas llegados en la estrecha rutina de una casa de préstamos o de una tienda de trapos? Si es así, sus más altos sueños debían también esta vez florecer tardíamente en su retoño.
La infancia de Carlos pasa en una vivienda apacible y de medianas comodidades. Los dueños de casa, uno de esos matrimonios sin hijos que sienten su falta.como una orfandad regresiva, se van encariñando con el despierto muchachito de rizos rubios y claros ojos juguetones, y concluyen adoptándolo por hijo. No satisfecha con esto la manía del matrimonio Pezoa-Véliz, convienen pronto en una nueva adopción, y le dan al niño una «hermana». Así se completa.la ilusión de una familia cuyo recuerdo le sería, ya hombre, más querido que el de sus padres naturales.
Su educación sufre con el contagio de un vecindario poco edificante. El jovencito estudioso y sumiso comienza a ceder a la influencia del mal ejemplo: las burlas del mozo que ejercita una libertad precoz y los consejos de los hombres corridos. Comienzan los sobresaltos de los suyos con las primeras escapadas de Carlos, desde los merodeos nocturnos por otros barrios hasta las ausencias dilatadas en que conoce Valparaíso y Viña del Mar. Es la época tormentosa de su adolescencia en que sus ambiciones más nobles sufren el asalto de los instintos prontos a desperezarse en su naturaleza; es entonces cuando conoce «el jergón de la vivienda» de favor; los días en que, según apunta en los cuadernos de su Diario, tendrá por todo alimento algunas tazas de té, sin pan. Desesperado después de una de esas escapadas de bohemio, entra de aprendiz de zapatero.
Algunos meses más tarde está de nuevo al lado de sus «viejos», arrepentido y resignado en apariencia. ¿Pudieron imaginarse esas buenas gentes, y pudo importarles, de haberlo presentido, que su única recompensa estaría en la circunstancia de ligar un día sus modestos nombres a una obra que ha de quedar entre las más originales y duraderas de la poesía patria?
Por este tiempo es cuando se despierta su vocación literaria. A los veinte años ha hecho su servicio militar, y tras asentar una sumaria impresión escrita de sus experiencias, se ha buscado un empleo de ayudante de escuela. En sus primeros ensayos, confinados a esos cuadernos de Memorias, desahoga aquella, violenta pasión de su adolescencia, idilio alternado de rompimientos y reconciliaciones igualmente cargados de protestas, que sucede a los librescos amores con la Margarita Gautier que veremos dibujarse fugazmente en Cosa Pasada. Hay que sorprender en. sus apuntes íntimos la vehemente ingenuidad de aquel idilio, acaso el más puro y profundo de su vida, y verlo confesarse en la aspiración a formar un hogar dentro de la legalidad. Pero la violencia de sus celos retrospectivos desbarata sus planes.
Sus primeros versos debieron costarle esfuerzos considerables. El lenguaje es incierto y pobre, y las imágenes siguen el tipo convencional de los textos. Nótese el empaque meticuloso de sus primeros ensayos rimados y compáreseles con los que escribió en la plena posesión de sus facultades, y se tendrá una sugerente lección objetiva acerca de la originalidad artística. Esta se nos presenta asi como una liberación progresiva de nuestra personalidad, acendrada por el estudio y la observación, pero basada sobre todo en el conocimiento del propio temperamento, y. de la vida en su variedad de recursos y estímulos. La originalidad literaria viene a resultar por lo tanto como el equivalente, en lo intelectual, de la sinceridad ante nuestras impresiones y pensamientos. ¿Qué es pues lo que distingue la originalidad de este poeta? La franqueza a veces cruel, a veces brutal, en la expresión de su sentir y su pensar. Los puristas tendrán que echarle en cara su indisciplina, sus caídas bruscas, su tono desigual; los técnicos tacharán en su verso la aspereza del ritmo, las rimas atrabiliarias o forzadas; los moralistas se escandalizarán con los arrebatos de su sensualidad. Y, con todo eso, nos atrevemos a afirmar aquí que el poeta había encontrado ya su estilo propio, el mas eficaz para la expresión de su espíritu impaciente, anegado en el claro-oscuro de su humorismo; y añadiremos que ese estilo tan personal puede beneficiar más a la juventud escritora, como espuela de la propia originalidad, que todas las lánguidas perfecciones de los abuelos.
Preocupado de alcanzar la más vigorosa expresión, Pezoa perseguía la palabra justa con una tenacidad que llegaba a hacerse dolorosa, para vaciar al fin un trozo de realidad caliente y palpitante en líneas breves, sobrias de tropos y enérgicas y coloridas como su acento. Por eso sus versos se le asemejaban como los hijos suelen parecerse a sus padres, no sólo en fisonomía sino además en espíritu. Sus giros caprichosos, sus salidas sarcásticas, estaban ya en sus desahogos habituales, y en sus humoradas óyese todavía el eco de su risa, estridente, empapada en mordacidad y cortada de pronto por quién sabe qué histéricas reacciones de amargura.
Sus amigos de aquellos tiempos lo recuerdan como un mozo flaco y huraño, de maneras imperiosas y de ingenio procaz. La rudeza dominaba igualmente en su voz y en su fisonomía; el cabello áspero y revuelto, la cara tallada a recios planos, los ojos de un azul duro, de metal, y la boca a menudo contraída en un gesto desdeñoso o burlón.
III
Nuestro conocimiento con el poeta comienza a su vuelta a Viña del Mar, donde desempeñaba un empleo de profesor de castellano en un «pensionado de señoritas». No nos pareció por entonces una persona simpática en el alcance del calificativo corriente. Para nosotros, los muchachos de esa época, era más que eso: un sujeto interesante, un hombre en que concurrían muchas de esas cualidades raras e inimitables que constituyen una personalidad. Y esto sin afectación ni rebuscamientos. Pocos han sabido bordear mejor todo prurito de pedantería ni revelado mayor habilidad en hablar a.cada cual según sus alcances, siempre que el humor fuese propicio. Fué charlador intencionado en las tertulias literarias; galante, agresivo y dicharachero en las tertulias populares. ¿No celebramos todos un día sus improvisaciones en las ramadas del Dieciocho, y a cuántos no sorprendieron sus contrapuntos con alguno de esos abominables verseros de cartel que se gastaban el título de Poeta Nacional Chileno?
De su experiencia de la vida había entresacado un código de conducta al que llamaba su «táctica». El nombre está indicando que no se ponía del lado de aquellos que miran la vida como una mascarada; pero tampoco iba a sumarse a los que epicúreamente la toman como una sucesión de goces y sufrimientos que deben ser aceptados con ecuanimidad. El poeta era más bien uno de esos hedonistas desencantados que ven el mundo como un combate sordo pero sin tregua, de ordinario sin que la sangre asome ni reviente el grito, pero siempre inexorable.
Su apreciación de la literarura tomaba igualmente un cariz sensual. Saboreaba una imagen afortunada como una fruta, y mordía en la frase como en una pulpa jugosa y tibia que le humedecía los labios y le encandilaba los ojos. Solía leernos así un trozo de Zola en que se detallaba una comilona de boda en un barrio obrero de París, (L’assomoir) o alguna escena de Gorki bajo el crudo sol de la estepa. Cualquiera expresión sentimental invitaba su felino buen humor, y lo cursi llegaba a provocarle ese entusiasmo profesional que el médico muestra a la vista de un tumor maduro para la cuchilla. Pero si en la literatura era un catador instintivo, en el trato corriente no valoraba menos un rasgo de ingenio o de picardía. Su risa alcanzaba malignas resonancias cuando oía contar de cualquier bobalicón engañado por un timador, o de algún señor grave a quien un cualquiera le faltó al respeto. «Cazurro» era un calificativo que sonaba como un elogio en su boca, y el héroe de la novela picaresca tenía a su ver más de un punto recomendable. Chaplin hubiese sido su grande admiración: el ingenio pronto contra la fuerza bruta; el espíritu contra la letra. El mar tenía para él una fascinación apaciguadora. Vagaba días enteros por las playas. Me parece ver todavía sus ojos zahareños y queda en mi memoria el eco de su voz estridente, con entonaciones plañideras, gritando por encima del estruendo del oleaje esta estrofa de Dublé Urrutia:
Ha llovido; mas brilla el sol ahora
en el azul profundo. Cielo arriba,
lenta pasa una banda viajadora
de nubes con andares de cautiva.
De distantes corrales y senderos
llegan gritos velados de boyeros
iracundos, clamores pastorales
que retumban por quiebros y tapiales...
Todo está, húmedo y fresco: los aleros
gotean; flota él vaho en los trigales.
Su espíritu estaba en pleno florecimiento. Es éste el período en que produce sus poesías más intensas y personales. Su nombre se ha hecho una reputación literaria; se habla de los Tées de Pezoa en Viña, de las reuniones dominicales a que concurren Magallanes Moure, Samuel Lillo, Silva, Thomson, el colombiano Isaías Gamboa, el salvadoreño Masferrer, Guillermo Labarca y algunos contertulios más jóvenes, admiradores silenciosos y ávidos oyentes. Pezoa ha encontrado un pasajero equilibrio en su existencia, y mientras su ambición husmea alguna alianza aristocrática, se aviene con una modesta felicidad doméstica en casa de una viuda joven y de buen parecer. Su orfandad de afectos asumía en lo espiritual el ansia de una ternura no satisfecha, o de una apacible aspiración a fundar una familia y establecer un hogar. ¿Quedaba en el hombre la trizadura del amor filial? Natural hubiese sido creerlo cuando le veíamos con qué regalona familiaridad, en demanda de solícitos cuidados, se acercaba a nuestras madres.
Su poesía es en parte la consecuencia de este abandono. De haber tenido una familia y fortuna, sin tan contraria experiencia a cuestas, probablemente no gastara el empeño de escribir sus fantasías: le bastara con vivirlas. Menos frecuentado por el sufrimiento y la miseria, acaso habríase quedado en dilettante o en derrochador de caprichoso refinamiento, como lo fué de metáforas espléndidas. Pero le iba a tocar agotarse como tantos otros bajo un régimen social en que el pechero nace con los arrestos que piden las armas abandonadas por su degenerado señor, y que ha de intentar ganarse a costa de sus más preciosas energías. Por no haber alcanzado el derrotero de la fortuna hacia el cual clavó la brújula de su barco, hubo de resignarse a robar horas a sus aficiones de vagabundo contemplativo para sumirse en una tenaz labor de estilo, en busca de la esquiva expresión de su sentir; y como en el caso imaginado por Daudet, a veces se ve colorear entre el oro del puñado de versos arrancado a su cerebro, la sangre coagulada entre las uñas. Acaso también el dolor de dar vida a su arte adormecía en él otras amarguras más secretas, engañando muchas decepciones y haciéndole sentirse más digno de su alta ambición.
IV
Allá por 1905 Pezoa se aparece por la sala de redacción de los diarios porteños, ensayando la prosa literaria y la política. Escribe a su manera algunos relatos y apuntes de tipos y paisajes (El niño diablo, La calle Viana, el Candor de los pobres, etc.). Creía haberse revelado como un buen prosista, y ya anunciaba un volumen de esa clase de trabajos suyos con el título de Tierra Bravía. La verdad es que su fuerza de observación no se ha perdido, pero el estilo tiene un tono forzado, un empaque de campesino que sale de una tienda de ropa hecha. Los bosquejos que aparecen al final de su obra póstuma son los que parecen reflejar mejor sus aciertos de ese género.
La pesadilla de su vida, la miseria, que en su obra tiene el retintín de una obsesión, parece haber quedado atrás para siempre. Una afortunada campaña política, a su vuelta de una jira por la pampa salitrera, adonde fué a buscar suscripciones para un diario demócrata de Valparaíso, le ha dado por premio la secretaría municipal de Viña del Mar. Hélo aquí al fin un poco a sus anchas, vestido con cierto esmero, fantaseando al halago de las más ricas ilusiones... cuando uno de los incontables accidentes del terremoto (1906) le convierte en una criatura inerte y dolorida, en una ruina viviente. Atormentado por los cirujanos, arrastrándose con ayuda de las muletas, apenas puede abandonar la enfermería y va a refugiarse en casa de unos amigos, en el campo.
Comienza entonces una porfía desesperada con la muerte. En su rebeldía trasparéntase el horror de un espíritu inquieto, enamorado de la vida, pese a todo cuanto le ha hecho sufrir al vislumbrar allá al término del camino una puerta estrecha, con esta sentencia más desconsoladora que la del Dante: No pensar; no sentir.
Pronto estuvo de vuelta en el hospital, con más graves achaques. Sus amigos pasan a visitarle, y se encuentran con la imagen desencarnada del poeta, enigmático de palabra, presa de extraños caprichos, y que ahora rechaza con gesto cansado al mismo que antes hizo llamar con premiosa insistencia para terminar agarrándose a su ropa como un náufrago, en el momento de verlo partir. Con el sufrimiento, vuelve la urgencia de escribir y la nota elegiaca halla su contrapeso en la humorística. Aquí se revela nuevamente la relación que siempre existió entre los padecimientos de la carne y la exaltación de su espíritu. Esto era una manifestación tan persistente, que aún recordamos haberle visto durante toda una vigilia retorcerse componiendo una farsa rimada entre las convulsiones de una neuralgia atroz.
Al fin se rinde a la certidumbre de su cercano fin, y pide que le lleven a Santiago. Quiere que le den sepultura cerca de sus «buenos viejos», según declara a sus íntimos. En el hospital de San Vicente, una turbia mañana de Otoño, de tan áspero cariz como su destino, sus pobres restos salen a descansar al abrigo de la madre tierra (21 de Abril de 1908).
V
En la poesía de Pezoa Veliz aparecen tres ciclos bien definidos. El primero es naturalmente el de sus ensayos e imitaciones, en que se transparenta la influencia romántica de la época. La nota pasional, vibrante de erotismo y de amargura, es la más insistente de todas. El segundo período, que abarca de 1902 a 1905, es el de plena floración. Aparecen entonces El organillo, Nada y PanchoyTomás, poesías de una emoción profunda y sobria, y cuya intensidad no ha sido superada en nuestra literatura.
Pancho y Tomás es el primero de sus poemas «nacionales». De vuelta de la pampa y Alma Chilena vienen más tarde: el último de ellos escrito en el hospital. Lo que distingue esencialmente estos tres aciertos de poesía popular es su interpretación del pueblo. En el primero el poeta aún no siente por él una simpatía particular; más bien se diría que lo odia por su envilecimiento, por su resignación. Pero la voz del pueblo va hablando en él cada vez con mayor claridad, y esta instintiva compenetración es suficiente. La madurez de su espíritu fué dulcificando el tono de sus versos, a la vez que sus dolencias ensombrecían el colorido de su imaginación, que en La primera lluvia, confunde su gris lloroso con el del cielo que la inspira. Así veremos luego modificarse el argumento de su poema El polvorazo, reformado más tarde con el título De vuelta de la pampa. Lo que debió ser la historia trágica de una frecuente burla del destino en la pampa salitrera, se convierte al final de su larga gestación en un canto fraternal del esfuerzo del huaso convertido en zapador del salitre. Pedro Ureta debió morir al tocar término a su contrata, ya pronto a regresar a su valle nativo: lo arrojaría contra el cielo el reventón tardío de unos quintales de pólvora con que iba a poner término a la faena.
En la reforma que Pezoa impuso a su poema se hace patente la evolución de su espíritu hacia una comprensión más serena del destino del hombre. Esta es la tendencia que veremos infundirse luego en Alma Chilena, algo así como su testamento espiritual, y cuyo título pasó a abarcar toda su obra como el más revelador de su naturaleza. Al leer estos versos de una simplicidad tan campechana, de una comprensión tan justa del corazón de su pueblo, se siente que el poeta había alcanzado al fin la vía recta y ancha por donde llevaría tras si las multitudes. La raza iba a salir de su mudez, centenaria para saludar el nacimiento de su conciencia artística. Iba a nacer el gran poema nacional, oloroso a yerbabuena, con sabor a leche fresca, frente a un horizonte de tierra labrada; al rumor de la chingana o en el torbellino clamoroso y pintoresco de las últimas trillas y rodeos. Su canción debía hacer rodar sus ecos por los ranchos montañeses, en los arrabales de las ciudades, y entre la reventazón de la marea contra lo empinado de nuestras playas. Pero el instrumento no estaba aun suficientemente templado para resistir la violencia, del soplo divino que vibraba en él, y bien pronto lo rompió. Y el pueblo, ignorante de que era una vez más desposeído, aguardará quién sabe cuanto tiempo todavía al hermano que venga, a decirle no solamente su bravo empuje de guerrero, sus debilidades y sus crímenes, sino también sus callados padecimientos, sus bulliciosos regocijos, sus generosidades, su alma entera.
* * * * *
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[1] Estos apuntes aparecieron sin la firma del autor como prólogo a la edición póstuma de los versos de Pezoa Véliz en 1912. Los reproducimos con algunas ligeras correcciones de Montenegro en el cuatrigésimo aniversario de la muerte del poeta.
Carlos Pezoa Véliz
Rotos de alto rango
la inmensa ciudad condensa
su vida, ahonda en sí misma
y bajo la noche inmensa
se reconcentra, comienza
a meditar y se abisma.
Todo calla, todo calla...
Sólo desde el mar, del dique
llega un resplandor de hornalla
y redobla la metralla
del martillo junto al pique.
Y vense chispas de fragua
sobre la curva de un dombo,
y en un barcazo, el «Oyagua»,
se asusta y se crispa el agua
por los golpazos del combo.
Son los trabajos del dique...
Es el formidable cántico,
el clarinazo, el repique
del martillo junto al pique
en que se halla el trasatlántico.
Son los maestros de fragua,
mecánicos, que aptos, sobre
la hosca herida del «Oyagua»
retan frío, fuego y agua
con sus músculos de cobre.
Son los rotos de alto rango.
¿Son de dónde? Nadie sabe:
uno recuerda que en Tango
hundió el cuchillo hasta el mango
por cierto asuntillo grave...
Ahí está el «nariz de luma»
que hoy es tiemple de la Ulalia.
(Y este rubiote que fuma?
Fue el hijo de un bichicuma
que importaron de la Australia.)
Y el maipino Juan Maria,
Juan José, Pancho Cabrera,
huasos que fueron un dia,
hoy en la secretaría
de un centro de Unión Obrera.
Y Austín, un viejo que encanta
padre de siete gandules,
que como eran de «emigranta»
fueron de mirada santa
y ojos hondamente azules.
Y Sancho, un hombrón que alienta
carne y que en carne desborda
y de quien alguno cuenta
que hace sudar «al de treinta» . . . . .y aun engorda.
John Pencil, pintor mestizo
que traza siempre en el dique,
siempre un cuadro: un mar cobrizo,
dos barcos, Prat en Iquique,
inaudito, hosco, macizo.
Y el negro Lucho Orellana,
bufón de la alegre tropa,
que con un «congrio» que gana
mantiene madre y hermana
y aun le queda «pa la copa».
Todos temple de machete.
Cada uno un buen muchacho
con el buen humor de siete,
que arroja como un cohete
la pulla o el dicharacho.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Pezoa Véliz, poeta del pueblo
Por Ernesto Montenegro
Publicado en BABEL, mayo-junio 1948