“Todo es igual a como era antes
Necesito explicar que es así,
que todo es igual a un momento anterior,
doloroso.
Supongo que hay mar ante sus ojos
y que ella mira el mar
como mira el centro de un espejo difícil.”
Alejandro Zambra
Las lecturas son personales, una verdad sabida, un poco cliché a esta altura. Por más que se enseñe en la escuela los análisis literarios, la diferencia entre los géneros y sus elementos estructurales o escuchar la ponencia de expertas/os: leer es un tránsito personal hacia el mundo interno de los ojos, lo que se oculta tras los párpados, la oscuridad personal. Puede que el ejercicio lector se asemeje a un movimiento lineal, pero es un diálogo ida y vuelta a lo desconocido bajo el pulso de un presentimiento. Una conversación que ocurre con los elementos que dan forma a mundos tensados en distintos calibrados. Hay momentos en el que los turnos de habla son más fluidos, pero en otros queda escuchar lo que dicen las voces y sentir la tensión en una/o. Esto ocurre en “La casa que espera” de Carolina Quijón, libro publicado por Editorial Bogavantes de Valparaíso-Temuco este 2023.
Lo primero que nos declara la voz poética de Carolina es la profunda convicción de su origen, una herida que se habita, pero de la cual hablaremos luego. La portada es una foto que nos muestra un río, un puente y el incipiente asentamiento de un pueblo. Es una fotografía de Nueva Imperial tomada en 1905 por Carlos Brandt que hoy es una postal. Este gesto no es menor. La hablante si sitúa en ese territorio, en el imaginario del pueblo. En estos poemas es una extranjera cada vez que está lejos de la tierra donde nació y creció como nos expresa en el poema “En la micro III”: “Saliendo del imperio / suspendida en el camino / la soledad amenaza… /… la noche y la cóncava oscuridad / se adhieren como vómito a las paredes”. La casa que espera es la tierra y hasta la propia hablante. No es azar que el libro da inicie con el poema “Yo” y finalice con “La casa que espera”. Este territorio es el cuarto propio para quien tuvo que salir por la fuerza. Un viaje de ida y vuelta, en el cual la aldea, en conceptualización teilliereana, va con una/o en la Ítaca de Cavafis, es el mismo viaje en todas sus dimensiones. En “La casa que espera” se aclara esta idea como quien corre una cortina al empezar la mañana: “A mi ciudadela encantada no le importan las viejas historias / me recibe como la hija que nunca he dejado de ser / la hermana mayor de cualquier familia / la muchacha enamorada esperando en las esquinas / la anónima vigía del otoño… /… Me reconoces, / la ciudad de siempre, / la casa que espera”.
La conversación continua, la lectura y la relectura extiende el diálogo. Esta vez la escritura de Carolina juega a incomodar, quizás para ver la reacción de quien la escucha. El uso de la sensualidad para subvertir el orden de los roles toma forma en la voz. Se fractura la comodidad para el lector en el juego del erotismo, tensión de la complicidad, por ejemplo, en el poema “Algunas niñas comienzan a afeitar sus piernas”: “Las muchachas llenan la plaza como palomas. / He visto cómo muestran los calzones / a los viejos que las miran, / cómo acortan el jumper / y se bajan las calcetas. / cómo hacen durar el kojak”. Estas lolitas imperialinas que han fundado su Ramsdale, develan a esos varones adultos que se creen lobos de caperucitas, pero son ellas las que establecen los ritmos: “y reír hasta que los tilos / rediman sus hojas”. También se presenta a un hombre que aprovecha la multitud y el poco espacio que brinda la micro para empujar su bulto al cuerpo de una mujer. Ésta revierte la relación de poder, y es ella, quien empieza para su goce a presionar de vuelta, a oprimir al pene con su culo, cambiando lo pasivo por activo en el poema “En la micro”: “Me roza con el bulto / apretado, duro …/… me echo un poco para atrás, / tiro el poto, / alargo el cuello, / miro al cielo y cierro los ojos, / agarro fuerte la manilla”. La sensualidad en este poemario rompe con la moral que establece el actuar de los roles de género, incluso como amantes, ser la otra o la que busca sólo el calor del otro por un momento, presenta a un hombre siempre débil, temeroso y con poca convicción como en el poema “La evolución del virus”: “Sí, reconozco el momento exacto / en que entró en mí. / Tal vez lo creí inofensivo / demasiado débil, / lo vi tan limpio / y su transparencia me fue envolviendo”. Así el virus masculino se propaga como una enfermedad, un mal, una amenaza para la mujer. En el mundo poético de Quijón los varones asumen roles de ausencia, amante y/o esposo (violentos). En contraposición, en el mundo de la mujer, ellas son hijas, nietas, abuelas madres, tías y hermanas. Esta violencia se atestigua al ver como se truncan la vida para ellas, ya sea por un embarazo en el poema “Vi cómo se traslucía la bolsa del supermercado”: “La veo salir del baño / con el lápiz negro de los ojos corrido, / lleva en las manos algo que le entrega a mi madre. / Mi madre abre los ojos de forma extraña” o en el poema “El pozo” que denuncia la violencia intrafamiliar en el hogar de las/os abuelas/os: “La abuela recorre la huerta que tanto dolor de cuerpo causó, ya no le importa el daño, se revela por vez primera, sus frutos ya no estarán sobre la mesa del esposo agresor”. La nieta nos golpea con la reivindicación del suicidio de la abuela como acto de libertad ante esta situación.
Carolina deja silencios tras imágenes, entre versos. Estos espacios nos van mostrando heridas. Las penas de la carencia. La conversación no tiene el color del dolor. La vida siguió. No hay un tono de superación ni victimización, logra mostrarnos un cuerpo que persevera en la existencia. Es su historia, las pasiones del presente y el futuro que acecha. Lo anterior lo dice en poemas como “El sabor de las aguas” de donde busca fugar, de ese líquido contaminado que trae consigo la amenaza de la muerte o en “Mínimo”, donde la brisa invernal, la estación de la muerte, es la antesala de la primavera: “Solo ella deja un atisbo de esperanza” o en el texto “El aprieto”, donde la vida se hace tan corta, y aun así, la hablante logra revertir de cierta forma la carencia en aquella infancia descuidada: “porque antes de quedar sin cabeza / cambié de lugar todas las estrellas / que fueron quedando enredadas / entre tanta maldición tirada al aire”. Al final, como dice en “Las guindas que alguna vez sirvieron de aretes”: “cuando mi deseo no es más / que la sandía llenándome la boca / y las semillas recorriéndome el cuerpo” nos enseña que hay placer a la hora de saciar la necesidad como un triunfo.
La insuficiencia de lo que llaman vida le dio a la hablante la fuerza para enfrentarse a todo como en el poema “Peso”: “Repudio sus apariciones / y vienen reiterativamente con nuevas formas / y ceremonias seductoras / que rematan al golpear mi cabeza”, incluso al propio riesgo de entregarse a otro siempre de manera voluntaria en el texto “La ventana”: “como la mariposa que se estrella contra la noche / cediendo su brillo / quebrando sus alas / renunciando al vuelo / con una última vibración por simpatía / que interpreta este espacio roto / en el eco de nuestras últimas notas”. También, la voz relata su posicionamiento en este mundo desde su historia contra la acomodada red de influencias para quien viene del anonimato en el poema “Que lo importante sea salvar el pellejo”: “se nos sale el arribismo marginal ensayado, / porque ni usted ni yo clasificamos para apellido compuesto / si cree que eso es lo que salva”.
En consecuencia, este libro se presenta como un diálogo frontal, pero no menos delicado. La lectura configura un lugar donde se puede apreciar una nueva escritura en el panorama poético de esta geografía. Carolina Quijón ha levantado una voz que llama la atención de buena manera en su primera publicación poética. Este libro es una casa que espera a quien se interne en ella y vaya abriendo las puertas de cada habitación para encontrar la declaración sobre la vida que nos expresa una prometedora poeta.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La carencia es el pasillo largo de una casa que lleva a otras habitaciones,
apuntes sobre “La casa que espera” de Carolina Quijón.
Por Felipe Caro