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Presentación de "Ramal" de Cynthia Rimsky, en FELTEM, Temuco

SI SE ESPERA LA ESCRITURA EN VEZ DE AL TREN, SIEMPRE SE LLEGA CON RETRASO

Emilio Gordillo Lizana


Al momento que escuchen este texto yo estaré a 675 kilómetros de distancia. Y ustedes, que tal vez ahora mismo se pregunten por las características de mi voz, se hallarán mucho más cerca del buscarril que corre de Constitución a Talca. Cynthia Rimsky, que escribió e intentó entender esa trayectoria en siete vueltas, ya estará, en realidad, mucho más lejos de lo que todos creemos, pues, tal como en las trayectorias de su obra, nueve años bien pueden ser nueve horas, nueve minutos o nueve segundos; y 675 kilómetros la tardanza de este ruido que intenta decir algo sobre la distancia entre Talca y Constitución, la distancia de Ramal.

Alguna vez Cynthia Rimsky – quiero creer que fue ella – iniciaba un libro con una cita que decía: “¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel?”. La cárcel de Poste restante, de esa escritura, podría haber sido aquel álbum fotográfico hallado en el persa Bío Bío, con una firma que, al otro lado del mundo, en Ulanov, un pueblo ucraniano más cercano a Talca que a Europa, se volvería, tal como suelen serlo las firmas, una infamia. ¿Quién cruza el planeta de un extremo a otro para descubrir que rimsky, la firma, la cárcel, el motivo del viaje, podría ser la traducción de la palabra baño? Pues Cynthia Rimsky.

En uno de los momentos más emotivos de Poste Restante, luego de trazar una larga ruta por numerosos países no menos lejanos que el mismo Chile, siguiendo la huella de esa firma en un brumoso álbum fotográfico, sus palabras se plasman en ínfimos caracteres de La Nueva República, un diario fantasma, y es necesario forzar la vista para leer: Hace ocho meses me fui de Chile, huyendo de la imposibilidad; del amor y de tener una voz. Con ese mismo gesto minúsculo se inicia Ramal, emergiendo como el recuerdo de una consulta dental de Poste restante, una casa que perteneció a un padre de un padre, sitio en el cual termina la vía ferroviaria que tres generaciones no se han atrevido a abandonar y que, en un ejercicio de regreso al interior, nos lleva hasta aletargados poblados sureños en abandono donde mujeres desaparecen entre los arbustos rumbo a un packing y señales telefónicas se pierden entre cerros; sitios llenos de silencios habitados y cargados con la inquietud oscura que provocan los paisajes cuando se les mira con distancia.

Distancia es lo que, sin duda, caracteriza al que viene de afuera; personaje que intentará salvar el ramal movido por una suerte de ímpetu patrimonial sin dobles lecturas, un hombre que se parece demasiado a la foto de la solapa de este libro. Ese sujeto viene de Maruri (Santiago), ese lugar en el que los padres han cortado los árboles para evitar la aparición de las hormigas, y recorre una trayectoria desolada y llena de pequeñas miserias en un sitio distante donde, alguna vez, los padres plantaron árboles pensando que en cincuenta años defenderían a la comunidad del viento.

El viento se ha llevado hasta ciudades literarias como Santa María, pero este libro de Rimsky interpela constantemente al acto mismo de la escritura y las posibles salvaciones un tanto absurdas – y casi siempre tiernas – que ella implica. Los slogans que enganchan escasos viajeros a la zona son sospechosos: “Definitivamente algo se le esconde. “La generosidad de sus cultivos de tomates”, “pueblos llenos de tradiciones”, “personajes que amablemente saludan a los turistas que llegan para disfrutar de la calidez del paisaje””, pero no solo eso; los niños de la zona aprenden primero a traspasar el vacío de un puente y después a leer, y luego, en vez de pintar patos negros dibujan patos amarillos, prefiriendo creer cosas dichas en un libro. La escritura es sospechosa también al momento de clausurar el ramal por fallas técnicas. Un tren que se suprime por sus fallas. Los restos de una comunidad deciden que las palabras les van a pasar por encima. La ley depende de la palabra. Y una comunidad sitiada lee su propia desaparición en un periódico del interior, como se leería un obituario infame.

Lo gracioso de todo esto es que hasta acá, todos podríamos pensar que esto sucede a una distancia similar a la que tenemos ustedes y yo en este preciso momento. Tal vez eso se deba a esa marca en la escritura de Rimsky que es siempre partir por los objetos para acabar mirándonos a nosotros mismos en sus usos: “junto a las plantas de tomates, las de ajíes, los cebollines, los porotos, las arvejas y las lechugas, crecen las calas que estarán en sus velorios.”, escribe Rimsky y de las verduras y su frescor nos lleva a todos de un salto a la tumba. Las distancias son engañosas. Los temporeros explotados también se hallan al final de la vía, en la Estación Mapocho y más adentro y más afuera en la ciudad, y lo más complejo de todo, es que nuestros padres y nosotros mismos hemos olvidado plantar árboles que nos defiendan del viento y de cosas mucho peores y menos literarias. Nos hemos vuelto confiados, y es precisamente eso lo que evita Rimsky en la transcripción de estas voces fantasmales a través de Ramal. Es necesario desconfiar de las palabras y de la memoria, sobre todo cuando se sabe demasiado bien qué es y para qué sirve: “En este lugar no hay con quien conversar”. Quien viene de afuera supone que quiso decir: “No hay quien nos escuche”. Rimsky transcribe mediante supuestos, como si de pronto Talca estuviera más cerca de Ulanov que de París o Londres, y fuera tan necesaria una traducción que nos desencaje de aquella mala herencia del boom latinoamericano, traducido, a su vez, en novelas de Rivera Letelier o Isabel Allende, esa latinoamerica interior llena de metáforas organicistas del progreso que gente como Rodriguez Monegal, en su momento, no dudó en vociferar con orgullo y no menos ingenuidad que esos planes de quien viene de afuera: salvar el ramal de Talca a Constitución. ¿Pero salvarlo cómo? ¿Con turismo? ¿Inmerso en el slongan que ha venido siguiendo y las ideas de ubicuidad y patrimonio que su hijo pequeño será capaz de cuestionar con nada más que una aguda observación? Esta es una figura compleja, pues tras ella parece esconderse algo nuevo en el proyecto de Rimsky, esto es la formulación de un gesto político y no poco irónico, una denuncia lejana al panfleto que parece centrarse en lo micro y acaba aplicándose a un sistema completo que es, también, y al fin, una forma de herencia, un espejo del que a veces huimos yéndonos a otro país o cubriéndolo con sábanas, un espejo en el que no solemos mirarnos con espanto, o al menos, con inquietud.

La historia de Ramal es la historia del fracaso de la comunidad, pero también de la línea férrea y una convicción que llegó a la ciudad e hizo volver a un hombre tres generaciones después por el mismo camino y como una descarga eléctrica, intentando recomponer esa ruta y los restos de los significados que aún asoman en esas aparentes distancias. Y es, extrañamente, una historia un tanto esperanzadora, más no desde la estupidez característica de los slogans, en tanto el heredero, el hijo, el niño de ese salvador – un tanto ridículo – del ramal, nos recuerda que es necesario, cada cierto tiempo, desconfiar de la memoria. Desconfiar de quienes tienen tan claro qué es y para qué sirve. El niño estudia la historia del ferrocarril para una prueba parcial. Sus educadores le exigen aprender de memoria las características de las locomotoras a carbón, eléctricas, petroleras. Privilegio de la memoria por sobre el entendimiento. Pero el hijo se ubica mucho mejor que el padre -viajero eximio -, con más sentido de la orientación, sabe que no por nombrar o mirar las cosas estas van a cambiar. Pareciera que el niño, instintivamente, supiera que sitio significa lugar, pero también asedio.

Con estos mismos gestos minúsculos y genuinos, Rimsky ha construido uno de los proyectos narrativos más interesantes de su generación, al margen de las tristes parcelas de rigor y las amistades forzosas – nuestra verdadera pequeñez -, sus textos evocan las más vitales caligrafías de Walter Benjamin, esas de Cuadros de un pensamiento, Infancia en Berlín hacia 1900 o Dirección Única. Desde la escritura, aquel arte de saber perderse, la experiencia se difumina, el acto de novelar se convierte en algo accesorio y un país emerge desde el interior de un sujeto. Quien no comprende las formas, aquí verá poco, escribió Benjamin refiriendo a un pueblo gris, y la frase bien podría representar a los lectores distraídos que hemos sido con la obra de Rimsky.

Yo me siento muy honrado de poder presentar este texto que su obra no necesita, en absoluto. Me alegra saber que sigue escribiendo, en ningún pueblo faltará la canallería funcionaria gubernamental, capaz de llegar a lugares indómitos para cobrar impuestos a un vino malogrado y clandestino, nunca faltará el representante de la municipalidad que llega una fiesta vacía, se come las empanadas y se va sin pagar; es bueno saber que Cynthia Rimsky sigue escribiendo con ese ojo quirúrgico y ese ritmo parsimonioso y revelador, como si tomara un tren de vuelta. Yo la prefiero como en la solapa de este libro, la vista al interior y un chaleco salvavidas, cerca de Giovanni Drogo, con ese humor, quien sabe, quien sabe si por efecto directo o indirecto de este libro una comunidad vuelve, se enriela, o al menos se disgrega de una vez, siguiendo la línea del ramal.


 


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