Me suelen estresar los síntomas de cualquier cosa, de partida porque comienzo una guerra interna conmigo misma, para no entrar en pánico de pensar que una tos, un pequeño sarpullido o un dolor de garganta fuera el inicio de una enfermedad mortal. Y claro, en épocas pre pandémicas, era más fácil mantener a raya la fantasía de que esto o aquello fuera el inicio de un cáncer de rarísimo tipo.
Cuando era niña mi temor máximo era la apendicitis y en ese periodo a veces ocurría que en un curso algún par de niños la padecían, recuerdo a una compañera que contó varias veces su experiencia luego de un campamento de verano, solía terminar la frase con “estuve al borde de la muerte” lo que me parecía casi surrealista, un niño en peligro de morir. En paralelo no le ponía atención a no pasar fríos y resfriarme, habida cuenta de que en mi niñez padecí asma, a eso no le tenía miedo, no pensaba que una podía fallecer por eso, algo que creo mi madre padeció conmigo durante mi primera y segunda infancia.
Pienso que una vive en la inmortalidad de los catorce a los veinticuatro años, es imposible que algo malo ocurra, no hay nada que te pueda pasar, eso sí en el caso de nosotras, una se transforma en guardaespaldas de su propia seguridad, no andar por ciertas calles a ciertas horas, la ciudad se transforma para una adolescente y lo que son simplemente trayectorias en el transporte público, de un momento a otro, se modifican en zonas de peligro, aprender a vadear esos riesgos, era el aprendizaje.
Lo más complicado que me ha pasado en la adultez fue tener otitis: creo que hice una mala mezcla de poner en un mismo bolsillo mis audífonos y las llaves de mi casa con un vuelto, más algo del estrés de profesora y la mesa estuvo servida para vivir uno de los peores dolores que me ha tocado tener. Creo que esa fue la única vez que falte a mi pega y todos mis estudiantes se dieron cuenta que era algo grave, ya que prácticamente no tenía ausencias.
El covid trastocó toda mi tranquilidad, sobre todo esa parte horrible en donde te dabas cuenta que podías llevar el virus a tu casa y contagiar a la gente mayor que vivía contigo provocarle la muerte y tu pasar la enfermedad de forma leve. Desde ese momento un infierno se instaló en mi cabeza, las nomenclaturas cambiaron; antes de la pandemia yo “vivía con mis papás” después “vivía con dos personas de la tercera edad” había que tener precauciones.
Al menos tuve dos meses de discusiones con mi padre ya que, cual adolescente, quería salir más regularmente a la feria o al supermercado. Es difícil vivir con un adolescente sub 75, comenzamos a comprar por internet y encontraba todo caro, siempre su pulsión fue volver a la calle. Mi hermano además, desde el extranjero, regularmente, me llamaba para preguntar por mi papá que era el foco de nuestra preocupación, mantenerlo en casa y a salvo.
Neurosis que me quedan de la pandemia: lavarme las manos mientras tarareo el cumpleaños feliz dos veces e incluso repasar ese lavado. Echarme Lysoforn en los zapatos, limpiar con desinfectante mi celular cada vez que salgo, si toco las llaves lavarme las manos –otra vez-, apagar los interruptores con una servilleta o con una parte de mi ropa, nunca más tocar las manillas de ninguna puerta, andar con alcohol gel permanentemente, limpiar los libros nuevos que llegan con antiséptico y por sobre todo cambiarme la ropa de inmediato una vez que llego de afuera. Lo de los interruptores y las manillas suelo hacerlo cuando estoy sola, a veces mis padres me ven echarme alcohol cuando vuelvo de algún lado, me miran moviendo la cabeza de un lado a otro como diciendo “esto es lo que hemos criado”.
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Por Carolina Reyes Torres
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