No tenía mucha idea de este fluido siendo niña, hasta cuando me empecé a tropezar mientras jugaba con primos y amiguitos del pasaje. Las heridas más dolorosas eran en las que aterrizaba al suelo directamente en las rodillas, un raspado que te producía una descarga eléctrica de dolor y luego te veías la sangre mezclada con la tierra, mal presagio para la continuación del juego. Había que hacer un tiempo fuera, irse a la casa, lavarse la herida con la manguera del jardín y luego pasar a decirle a algún adulto «me caí» mostrar la marca para que el veredicto sea el mismo en severidad: «hay que echarte povidona». Cada vez que llegábamos a este punto me sentía en una pequeña sesión de torturas. Rememoro a mi abuela que con seriedad cuidadora remataba la limpieza de la herida con un cotonito adherido a la tapa de este desinfectante. Llegué a ver burros verdes con cada repasada de povidona que me dio. A veces una tenía mayor suerte y mientras jugaba al tombo, al alto o andando en bicicleta la caída era de costado. El rasmillado decoraba la pantorrilla, ahí el procedimiento era más simple no dolía tanto, solo me echaba un poco de agua y seguía jugando.
Después recuerdo haber entrado varias veces al baño despreocupada, interrumpiéndole la poca intimidad personal que podía gozar mi madre con unos hijos de 7 y 10 años. Veía de lleno el cambio de toallas higiénicas. «¿Mami no te duele?» Le preguntaba muy compungida mientras recordaba el dolor de mis rasmillones. «Molesta un poco nada mas» me contestaba atareada y sobrevendida en labores domésticas. Cuando tocó mi menarquia a los 12 años, confundí los dolores de vientre con una apendicitis, me dormí muy preocupada pensando que moriría en el sueño, pero al otro día al ver sangre en las sábanas llamé asustada a mi madre y le mostré mi cama. En mi mente imaginaba una especie de tuberculosis extrañísima que ocurría a través de la piel y que siempre acababa conmigo en un nicho del cementerio. Pero ella me abrazó feliz y me dijo «tranquila es la menstruación, ya eres una jovencita».
Pensaba que mi relación con este flujo había quedado circunscrita a estos hechos, pero recientemente se me abrió un nuevo flanco, me pidieron donar sangre porque una tía iba a ser intervenida, accedí de inmediato por el cariño y por el sentimiento de buena voluntad que a veces nos arremete, olvidando por completo mi pésima relación con las agujas. Lo primero que hice en cuanto me decidí fue ir al otro día al hospital más cercano a presentarme como donante. Hablo amablemente con la secretaria para dar mis datos y el clásico censor de la administración pública, transformado en facultativo, sale de una oficina diciendo «para hacer esto hay que pedir hora antes». No quise convertirme en una militante de Renovación Nacional y pedir a gritos la eficacia y la eficiencia del Estado, pero me parecía que perdían una gran oportunidad de hacer la labor de forma expedita, con alguien que se presentó de forma voluntaria. Me dan la hora para el lunes siguiente, me presento nuevamente, ya recordando que tuve un frustrado intento hace seis años, donde, las paramédicas que me revisaron no me encontraron la vena apropiada para el pinchazo, no pasé esa prueba no pude donar. Me preocupaba ahora lograr el cometido. El enfermero me amarró una banda elástica azul, de esas que usan los drogadictos para inyectarse, y tanteó; «está perfecta puedes donar, pero antes debo hacerte unas preguntas», allí comenzó un hilarante cuestionario que versaba sobre haber padecido hepatitis, llevar piercings o tatuajes, consumo de cocaína, haberse operado, entre otras cosas más.
Hubo dos consultas que literalmente me sacaron carcajadas: «¿Hace cuánto que no está en pareja?» y «¿Ha tenido relaciones sexuales los últimos seis meses?». La humillación me parecía completa y perfecta, además de tener que dar esas malas noticias, había que aguantar una aguja por diez minutos en mi brazo derecho, solo faltaba la povidona de mi abuela ardiendo en mis rodillas para que el malestar fuera completo. Vi en los ojos del enfermero una curiosidad por mi reacción. Simplemente le baje el perfil y le dije que me parecían algo afiladas las preguntas pero sabía que tenía que hacerlas. «Qué bueno que no te lo tomas a mal, aquí hay gente que se ha enojado conmigo y esto es simplemente un procedimiento» se disculpó. Las buenas nuevas eran que tengo una presión arterial sana y una adecuada provisión de plaquetas en la sangre.
Luego de esta entrevista entré a hacer efectiva la donación. Le comenté avergonzada a la sanitaria de mis molestias con las ajugas. «Mire para otro lado y relájese» me respondió, vi un adminículo que era la púa que ponen para extraer la sangre junto con unas mangueritas de plástico y…..decidí girar la cabeza para otro lugar, debía estar tranquila y ser como el avestruz era una buena forma de capear el rato.
Pero pasó lo impensado, la intervención se demoró muy poco tiempo. Mientras trataba de evitar el estrés del momento, de pronto, la enfermera me dijo «estamos acabando» giré y vi la conexión de la aguja y la sangre pasando por unos tubitos que la alojaban en unas bolsas ad hoc. Me percaté que era casi café el color, recordando lo roja que era en mis rodillas, la paramédica me comentó que esa sangre ya había hecho el recorrido por todo el cuerpo y se encontraba sucia.
Me quedé perpleja por lo corto del procedimiento, después me entregaron una leche chocolatada y un papel con las indicaciones post donación en donde se leía claramente «no subir escaleras», por supuesto yo supuse que eran escalinatas de departamentos y no de una vivienda de dos pisos. Llegué a mi casa maravillada, le dije a mi mamá que me gustaría ser donante, ella me observó como cuando traté de justificar el estúpido actuar de un ex pololo, mientras ella ya sabía que era un completo imbécil. Subí y bajé un par de veces los peldaños y a las 12 me senté al computador a recuperar algo de la mañana, cuando empecé con la sensación de mareo y le dije a mi padre. “Respira tranquila” me sugirió y no supe más. Desperté en mi cama «¿qué paso?» pregunte, «te desmayaste”, recordé la indicación de no subir escaleras. Me pusieron los pies en alto y me recosté más cómoda, desde esa posición escuché a mi madre que alarmada me decía «la próxima vez que dones sangre va a ser cuando yo ya no exista».
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Por Carolina Reyes Torres