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La guerra de las pantuflas

Por Carolina Reyes Torres
https://omnivoracultural.wordpress.com/2020/12/19/la-guerra-de-las-pantuflas/


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Era 1988 y la familia retornaba de vivir un tiempo en Argentina, volvían porque los padres querían votar en el plebiscito de ese año, había que sacar al dictador «de cualquier forma» comentaba el padre. De Buenos Aires la niña —de casi 5 años— trajo la desenvoltura y hablar en voz muy alta, como lo hacen los chicos de por allá, aunque también a modo de peaje regresó con un severo asma, que comenzó en la capital trasandina y que la acompañó toda la segunda infancia. Recién llegada a Chile comenzó la guerra de las pantuflas.

La madre padecía hasta el infinito cada crisis asmática que sufrió la hija,  por lo mismo prodigaba en todo tipo de cuidados a la retoña; la obsesión materna era que la niña no tocara el suelo ni en calcetines, ni mucho menos a pie desnudo. Con cinco años y sin saber todavía mucho el funcionamiento del mundo, sobre la vida o la muerte, o las preocupaciones parentales, a la chiquita —la verdad— que andar sin zapatos le parecía de lo más cómodo y divertido que pudiera haber, salvo si es que pisaba alguna parte húmeda del patio.

Varias veces la madre sintió con el sólo sonido de los pasos de la niña, por las escaleras, que andaba sin zapatos. Le trató de explicar en algunas oportunidades que debía colocarse su calzado “porque si te pasas de frío te puedes enfermar y luego te vuelve el asma” trataba de negociar la madre.  A la hija le parecía un mandato tan aguafiestas eso de tener que cuidarse, porque igual enferma no la pasaba tan mal; se podía quedar en cama en pleno invierno, le llevaban la comida a su pieza, podía dibujar y escuchar cuentos en casetes, y si tenía suerte la mamá no iba al trabajo y se quedaba en casa con ella. Todo era ganancia.

Pero la madre insistió, se dio cuenta que a la hija no sabía abrocharse los cordones de los zapatos, por eso bajaba sin ellos. Mandó entonces al padre para que le diera instrucciones a la hija sobre cómo anudarse bien los zapatos. La niña entendió la primera parte de la explicación, la segunda le pareció una lata y desde ese tiempo se saca los zapatos sin desabrocharlos.

La madre no se dio por vencida, cada otoño ella estaba dispuesta a jugarse el todo por el todo, para que ese año no hubiera asma ni hospitalización, ni noches en vela, ni remedios carísimos que abultaban siempre las cuentas de Julio y Agosto. La mujer advirtió entonces que la niña necesitaba pantuflas. La madre no sabía porque diantres las pantuflas para niños eran casi inexistentes y las que había eran onerosas. Pero no se amilano, mando a llamar refuerzos; le pidió a su madre-la abuela- que era muy buena tejedora, que les hiciera unos botines a los niños para que pudieran levantarse y capear el frío.

La madre ganó esa batalla, por al menos 3 años los hijos usaron los botines de colores que tejió la abuela, que remendó y que incluso renovó en stock luego de año y medio de uso. Pero la veterana después ya no pudo tejer más y los botines se rompieron irremediablemente. Volvió otra vez la bronquitis y luego el asma, volvieron los paseos a la clínica Servet —especializada en afecciones pulmonares—, las recetas médicas y los inhaladores. La niña seguía disfrutando de andar con calcetines por la casa cuando la mamá y el papá estaban en el trabajo. La mujer trató de buscar en el mercado un diseño de botín parecido al que le había tejido la abuela, pero cada versión que trajo para que fuera probada duraba menos de un año. 

Vino la última crisis asmática nocturna, con ida al hospital y  vaporizador. Otra excursión a la clínica, la madre seriamente pregunta al médico si estas dificultades de salud van a perseguir por siempre a su hija. “Señora no se preocupe, cuando la niña entre a la pre adolescencia esto se le va aplacar, tiene a su favor el clima, Santiago es seco, lo que ayuda mucho a que este tipo de enfermedades respiratorias se vayan atenuando con el tiempo”.  De pronto, la niña cumplió 12 años y ocurrió el milagro; el asma desapareció de un día para otro, sin dejar rastro.

La chica continúo con su militancia a la no pantufla haciendo varias mezclas extrañas para levantarse en las mañanas, como usar viejas zapatillas,  por años, hasta que le salían hoyos y se volvían inservibles. La que más le quedo gustando de esa época era ponerse hawaianas con calcetines blancos, la hacían mirarse los pies e imaginar una increíble historia de samuráis y geishas. La madre sabe cuándo la hija baja por la escalera, por el chancleteo atroz que provocan las sandalias en la madera, y cada cierto tiempo le dice “deberías comprar unas pantuflas para levantarte.” La hija soñolienta sonríe y asiente.



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