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La primera persona del plural

Cristina Rivera Garza
En Tsunami 1, 2018



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1. Comunidades esporádicas

Regresé a México en el 2003, luego de haber pasado casi 15 años en los Estados Unidos. Había publicado ya un par de novelas y, tal vez por eso, algunos periódicos me pedían opiniones sobre esto o lo otro de vez en cuando. Le tocó el turno a Cortázar. Cada año, parece, es necesario volver a preguntarle a los lectores cuál es el estado de las cosas en lo referente a Julio Cortázar. Y, cada año, los lectores confirman la admiración por una obra que se abre una y otra vez ante nuevos ojos. Cuando me tocó mi turno, sin embargo, dije que La Maga no me gustaba y que Rayuela, la novela elástica y performativa que Cortázar publicó el 28 de junio de 1963, había envejecido mal, especialmente en cuestiones de género. Mi respuesta tenía que cumplir con un límite de caracteres, con espacios incluidos, así que en lugar de explicar, trayendo a colación citas de la obra y argumentaciones teóricas del caso, me limité a dar mi opinión. Las reacciones no se hicieron esperar. Rafael Pérez Gay me mandó callar en la columna que entonces tenía en un periódico de circulación nacional. «¿No sería mejor que Cris se callara?», se preguntaba después de dejar en claro que no estaba de acuerdo con mi lectura de Cortázar, y después de citar a Steiner cuando yo había mencionado a Stein. Gertrude Stein. Era el inicio del siglo XXI y un profesional de las letras, a quien nunca había conocido en persona, utilizaba el diminutivo de mi nombre en ese tono de la falsa confianza que intenta disminuir al de enfrente. Era la primavera del 2004 en México. Ese tipo de cosas pasaba por ser normal.

Cuando pregunté entre conocidos y escritores cómo se le respondía a algo así, a una agresión de ese tamaño, casi todo mundo estuvo de acuerdo en que no se debía de decir nada. ¿Qué esperaba si había ofendido a un escritor cabecera de generaciones enteras? ¿No estaba al tanto de lo que le sucedía a las que se separaban de la doxa? Uno no se mete con Cortázar sin esperar consecuencias, me dijeron en voz baja, compungidos. Pero otros, muchos más, se dieron a la tarea de escribir respuestas informadas y profundas que, poco a poco, fui publicando en el blog que mantenía activo entonces. No hay tal lugar. Utópicos contemporáneos. Los que respondieron, los que tomaron tiempo y energía para contribuir a un debate que me parecía necesario, urgente en un país en el que la máquina feminicida no dejaba de marcar cuerpos de mujeres con sus aspas de violencia, eran escritoras y profesores, blogueros y freelancers, extranjeros, lectores. Fue gracias a ellos, a su compañía, a su acompañamiento, que pude escribir una respuesta más o menos clara, más o menos serena. Fue gracias a ellos que, en lugar de callar, como se me había mandado hacer, escribí.

De lejos y de cerca, reaccionando de inmediato ante los hechos, esas mujeres y hombres conjuntaron sus letras para conformar una pequeña comunidad esporádica que, una vez cumplida su misión, se dispersó otra vez. Esporádico es un adjetivo que designa a lo que es ocasional, aquello que no tiene «ostensible enlace con antecedentes ni consiguientes». Pero esporádico, que viene del latín medieval sporadicos, y éste del griego sporadikús, también quiere decir disperso. Sporás significa semilla en griego. En biología, de acuerdo a la Real Academia, una espora es «una célula de vegetales criptógamos que sin tener forma ni estructura de gameto y sin necesidad de unirse con otro elemento análogo para formar un cigoto, se separa de la planta y se divide reiteradamente hasta constituir un nuevo individuo». También es «una forma de resistencia que adoptan las bacterias ante condiciones ambientales desfavorables». Algo tenemos de organismos unicelulares o pluricelulares cuando nos unimos momentáneamente a otros con fines de dispersión y supervivencia, cuando por largo tiempo, en aparente dormancia, vencemos condiciones adversas y, llegado su momento, emergemos por segundos u horas o días, para después seguir nuestro camino. Algo tenemos de esporas cuando nos vamos. Y, cuando, gracias a la memoria, regresamos e insistimos y re-escribimos.

En un momento del 2004, cuando la hegemonía patriarcal de las altas esferas literarias de México dictaba que minimizar y mandar callar a una mujer porque se estaba en desacuerdo con ella era lo normal, esa esporádica comunidad de escribientes dijo lo contrario. Ese acto, menor pero valiente, se convirtió en una conversación y una cercanía que ha variado mucho con el tiempo. Algunos de los amigos de entonces se han vuelto enemigos fastidiosos. Otras nos hemos mantenido en contacto, contándonos cosas en estaciones de tren o salas de espera. A algunas otras las he dejado de ver. Llegué, incluso, a platicar con Pérez Gay en su momento, fuera ya de la plaza pública, en su casa, tomando pequeños sorbitos de whisky. La violencia contra las mujeres no cambió, ciertamente, pero todos estos años después, cuando el silencio ante las microviolencias y ante las violencias espectaculares no es ni lo normal ni lo esperado, me quedo pensando en todos los conjuntos esporádicos que, poco a poco, esparcieron sus pequeñas verdades en el aire que respiramos. Las cosas no cambian de un día para otro, pero los límites de la soportable se acortan o se yerguen de manera más clara cuando más de entre nosotras decimos que los vemos con claridad. Cuando más de entre nosotros decimos que nos duelen.


2. Habitaciones impropias

Hace bien Rebecca Solnit en recordarnos que, cuando Virginia Woolf escribió sobre aquel afamado ya cuarto propio, la británica no abogaba por una excelsa torre de marfil que la separara del mundo, sino por un mundo en que el acceso a la educación, especialmente a las universidades, y una paga igualitaria, les permitiera a las mujeres tener los recursos necesarios para poder hacerse del espacio y tiempo para llevar a cabo su trabajo. La habitación propia, en este sentido, era en realidad una habitación de todas. O, para ser más precisos: un espacio y tiempo vueltos posibles gracias a la intervención de otros, de muchos más, en nuestro entorno.

Vivimos en sociedades que valoran hasta la saciedad la independencia. Uno de los mitos fundacionales del capitalismo ha sido ese hombre que se hace solo a sí mismo: contra viento y marea, gracias a su propia audacia y tesón, el hombre logra vencer los obstáculos de caso para convertirse en su propio dios privado. Poco importa en esta historia fundacional que todos los de nuestra especie necesitemos cuidados materiales y afectivos por un tiempo bastante prolongado después del nacimiento o que, como los seres sociales que somos, requiramos luego del lenguaje y del afecto que nos permitirá deambular sobre la tierra en compañía de otros. Somos con otros, no hay escapatoria. Aún más: dependemos de otros. A pesar de que la terapéutica contemporánea ha hecho de esta dependencia originaria una mera patología, algo de lo que es posible deshacerse con algunas dosis de autoestima y disciplina, es bueno recordar que nadie tiene un cuarto propio si no existe una casa y, alrededor y dentro de la casa, una comunidad que la constituye y la afecta. De hecho, habríamos de recordar que el cuarto propio existe si y sólo si existen los materiales para su construcción y la fuerza de trabajo suficiente para colocarlos de la manera debida. Estamos en deuda continua con los componentes humanos y no-humanos que nos dan refugio. Por eso, toda habitación es, en realidad, una habitación impropia, incluso aquella por la que abogaba Virginia Woolf. Se trata de una gracia que responde a la voluntad y el afecto de tantos otros. Es algo, en sentido estricto, prestado. Lo que queda en nuestras manos en forma de usufructo.

Buscar el cuarto impropio, construirlo, suele ser una tarea de toda la vida. Con frecuencia hay que dejar atrás las casas tomadas por las fuerzas invisibles (por normalizadas) del patriarcado: esos lugares donde la desigualdad es estructural y el silencio el cemento con el que se conservan en pie. Y esa casa puede ser, literalmente, la casa paterna pero también el salón de clases o la oficina de trabajo o el cubículo de lector. Lleve el nombre que lleve, tome la forma que haya tomado, hay que decirle adiós a todo eso y encarar un mundo donde, para asombro de nadie, esos mismos principios de subyugación se repiten una y otra vez. Toma poco tiempo darse cuenta de que el afuera no es lo contrario del adentro doméstico o laboral sino su continuación por otros medios. Su confirmación. Por eso, para mí, el asunto estuvo siempre en cómo escapar. No sé de quién la aprendí, pero una de mis lecciones básicas en la vida consistió en ubicar, nada más al llegar, la puerta de salida por donde, a su debido momento, debía pasar mi cuerpo en pos de algo más.

Dice Dimitris Papadopoulos que la gente no escapa de; la gente escapa. Escapar es el movimiento original. Primero está el nomadismo y, sólo después, a fuerza de control o escasez o miedo, la vida sedentaria. La construcción del techo. Los muros. Las ventanas. Si esto es cierto, y francamente creo que lo es, no basta con abrir la puerta e ir en pos del cuarto impropio. Hay que saber que ese cuarto por el que pasamos es fugaz. Importante, pero transitorio. He vivido en cuartos modestos llenos de libros, en cómodas recámaras con alfombras y amplios ventanales, en cuartos de vecindad olorosos a musgo y con pisos de cemento, en habitaciones con vista al mar. Al inicio, cuando la prisa era mucha, cuando el futuro parecía más amplio que el pasado, evitaba dejar rastros. Nunca se me hubiera ocurrido escribir «Cristina estuvo aquí» en ningún lado. Se trataba de pasar desapercibida para que las informes aspas del poder no me alcanzaran. Se trataba de correr más fuerte, de reaccionar más rápido. El asunto era no tener cuerpo (y tal vez por eso se me olvidaba comer). El cuerpo, como el cuarto, me ataban de maneras implacables e ineludibles a narrativas que, no por no entender a cabalidad, no terminaban afectándome. Simone de Beauvoir tenía razón, una no nace mujer; a una la vuelven mujer. A medida que ha pasado el tiempo, conforme los terrores de esos años adolescentes han adquirido nombres y formas específicas, me he vuelto menos reacia a dar mis señas. Sé que somos más. En los caminos encontré a otras que, como yo, avanzaban a salto de mata, guiadas más por un atroz instinto de supervivencia que por perseguir algún objetivo concreto. Y ni qué hablar de la esperanza. No había tiempo para eso. Se trataba de salvar el pellejo, literalmente. En el video animado «The End of Carrying It All / El fin de cargarlo todo», la artista keniana residente de Brooklyn, Wangechi Mutu, representa a una mujer que lleva un mundo entero sobre la cabeza mientras camina por los confines de la tierra. Aunque Mutu ha explicado que, como la civilización a la que condena, la carga de esa mujer es pesada porque ha coleccionado más de lo debido, también es posible ver esa figura como un cuerpo que lleva su propia casa a cuestas. Caracol iridiscente. Cosa completa. Seguramente se podrán dejar en algún lado los pozos petroleros o los edificios que toman más de lo que dan, pero no los pájaros. En la animación, el peso sobre la mujer es tal que termina siendo devorada por la tierra misma. ¿Y quién no?, me preguntaba luego de ver las imágenes por mucho rato, más como una alegoría de la autonomía que como una advertencia sobre nuestra complicidad con los enemigos de la tierra. Pero en el fin de cargarlo todo también hay un inicio: el de cargar sólo con un poco. El de llevar con una lo necesario, lo que permita el paso más ágil, y la amistad más ligera. Siempre soñé con esa larga mesa rectangular donde todo mundo pudiera encontrar un sitio. Ahora sueño con el origami en 3D de esa mesa que puedo llevar, doblada delicadamente, detrás del brasier. Siempre conmigo.


3. En contra del amor

Todavía puedo verlos a lo lejos. Allá van, atravesando la calle por un alto puente peatonal que tiene techo y rejas. No paran de hablar. Si pudiera oírlos desde la distancia sabría que arman uno a uno los versos de un poema que quieren escribir a la par. Los dos están de acuerdo: el amor es una trampa. Su primera obra juntos será este poema en contra del amor. Antes de bajar los escalones de metal, rodeados ya de los aparatosos ruidos de la ciudad, se besan allá en lo alto. Arriba de ellos, por sobre sus cabezas, el gris plomizo de las fábricas y las nubes ralas.

Siempre sospeché del amor. Veía con una frecuencia pasmosa cómo amigas a la que había creído talentosas y voraces se inclinaban, de repente, ante el altar del amor. Un día me decían que querían escalar los Alpes o recorrer la Muralla China o escribir la Gran Novela Mexicana, y al día siguiente, aparentemente de la nada, caían en las redes de una historia por la que estaban dispuestas a dar la vida entera, incluso, o especialmente, los sueños propios. Era fácil sacar conclusiones apresuradas después de todo eso: el amor era el verdadero enemigo. Si una quería llevar a cabo sus planes y consecuentar su deseo, lo mejor era no enamorarse. Había que resguardar el corazón y atender selectivamente los llamados del cuerpo. Una de mis tretas favoritas de aquel tiempo consistía en enamorarme locamente de individuos lejanos e imposibles, gente a la que no conocía bien y con quien sólo tenía un contacto tentativo o efímero. Mantenía así la teatralidad del amor, la ansiedad y la intensidad que le achacaban, pero desde una distancia precavida que me regalaba la letra. Mi otra treta favorita era acercar el cuerpo, pero mantener intacto, en algún lugar bajo llave, todo lo demás: los libros, las ideas, los planes para el futuro. Los escritos.

Entonces pensaba que el enemigo era el amor, toda clase de amor, y no el amor que, históricamente, se ha inventado el capitalismo y el heteropatriarcado para mantener a una buena parte de la población sumisa. Ese amor que me espantaba y al cual rehuía de maneras que apenas empiezo a desentrañar, tenía una buena dosis del afamado amor romántico pero iba también aderezado de una eficaz división del trabajo en la que a la mujer le correspondían las labores de cuidado y reproducción dentro y fuera de casa. Como bien ha discutido Silvia Federici, ese trabajo invisible, sin remuneración, inacabable, es la base misma de la dinámica perversa del amor en tiempos de álgido neoliberalismo. Ahí, donde mis amigas recién enamoradas veían fusiones eternas y destinos por cumplirse, la adolescente que yo era avizoraba, de manera difusa pero amenazante, cárceles, explotación, oprobio.

Una de las estrategias que la poeta norteamericana Claudia Rankine utiliza en Citizen, el libro que se yergue contra el racismo circundante y creciente en los Estados Unidos y que ha afianzado su reputación como una de las pensadoras más profundas de la lengua inglesa hoy, es la descripción puntual y clara de situaciones que el poder ha querido volver intencionalmente ambiguas. Una y otra vez, ante escenas que pueden prestarse al equívoco, la voz poética se pregunta y nos pregunta: «¿Pero en verdad me está diciendo eso?». Y la respuesta, compleja pero empírica, en los grises de una realidad nunca unívoca pero identificada de manera precisa, es sí. Sí, eso es discriminación. A eso se le llama racismo. Esto es un trato claramente desigual. El lector no puede cerrar las páginas de Citizen sin saber a ciencia cierta que muchas de las situaciones que nunca se atrevió a denominar como racistas en verdad lo eran. Lo que la poesía de Claudia Rankine ofrece a su lector es ese acompañamiento firme y mesurado, atento en todo caso, en el proceso de reconocer como desiguales e hirientes un montón de situaciones que, en su momento, otros quisieron hacer pasar por ser otra cosa. Lo que Rankine nos regala es la gracia de la palabra que libera en el momento en que nombra. Eso que la escritura de Rankine ha hecho para quitarle el velo al racismo lo hizo la escritura de Simone de Beauvoir y Rosario Castellanos con respecto al amor heterosexual. A la primera le debo una frase que, de haber podido, habría tatuado en alguna parte visible de mi brazo derecho: «El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal». De la segunda me quedan innumerables poemas en que la herida amorosa no deja de ir acompañada de exámenes devastadores, desprovistos de todo sentimentalismo, sobre las condiciones desiguales de los amantes. En «Agonía fuera del muro»: «No te acerques a mí, hombre que haces el mundo / Déjame, no es preciso que me mates». En «Falsa elegía»: «Compartimos solo un desastre lento. / Me veo morir en ti, en otro, en todo. / Y todavía bostezo o me distraigo / Como ante el espectáculo aburrido». Finalmente, en los versos que se citan con mayor frecuencia, «Meditación en el umbral»: «Debe haber otro modo que no se llame Safo / ni Messalina ni María Egipciaca / Ni Magdalena ni Clemencia Isaura, // Otro modo de ser humano y libre. // Otro modo de ser» . En efecto, otro modo de ser. Habría que añadir ahora, otro modo de ser que no se llame Rosario Castellanos ni Elena Garro ni Inés Arrendondo. Otro modo de ser, humano y libre.

Pero el feroz amor de la desigualdad no sólo afecta a la mujer. Pocas veces el a mor ha sido tan aterrador como el de este hombre que se llama Karl Ove Knausgaard quien, no por estar profundamente enamorado, o tal vez precisamente por estarlo, deja de lado su inmisericorde poder de observación en el segundo volumen de su largo proyecto autobiográfico. Mi lucha. Porque su afán no es contar una ficción, ni siquiera una historia propiamente dicha, sino «aproximarse al núcleo de la vida», la escritura de su amor pronto se aparta de los relatos estereotipados del amor loco, propios de tantos libros del siglo XX, pero también de los más sesudos tratados que, como el de Alan Badiou, han hecho elogios más bien abstractos del amor largo, comprometido, maduro. Apegada a los cuerpos y los objetos, sin apartarse un segundo de aquello que observa, pero sin preocuparse hacia dónde se dirige o qué confirma, la descripción Knausgaardiana logra tocar eso que significa amarse a inicios del siglo XXI en un contexto urbano de la clase media intelectual. La historia, es menester advertirlo, no es bella. Es poderosa, en efecto, pero no bella a la manera de los cuentos con los que se arrulla a los niños. A la manera, es decir, de la ficción. Los protagonistas de este amor y de esta verdad, Karl Ove y Linda, no «fueron felices para siempre» pero fueron felices, sí, a veces, de manera tentativa e intermitente, con frecuencia sin proponérselo o sin saberlo o, francamente, en contra de sí mismos.

Fiel al principio narrativo que ha puesto en marcha desde el primer volumen de la autobiografía, Knausgaard no le escatima nada al lector de esta historia de amor. Cubriendo con igual atención los momentos sublimes del encuentro como los dramáticos de conflicto, la mirada knausgaardiana se detiene con singular eficacia en los aspectos más materiales de la vida en común: el trabajo doméstico, por ejemplo, la división de tareas y de tiempos en el ámbito privado, las disputas sobre el tiempo libre, las relaciones entre las actividades hogareñas y el trabajo asalariado. En efecto, gran parte de esta historia de amor se ocupa de las labores de la compra y preparación de alimentos, el lavado de la ropa, la limpieza de la cocina y la recámara, la atención puntual de los hijos. Quién hace qué y por cuánto tiempo es, tal vez, la discusión más frecuente entre estos amantes que, a menudo exhaustos, si no es que francamente irritados, se apresuran a defender con uñas y dientes el poco tiempo libre del que disponen. «¿Debíamos ignorar una parte importante del poeta y el diarista por cuestiones de decencia? ¿Olvidar lo desagradable?», se pregunta retóricamente Knausgaard mientras avanza puntillosamente por la plétora de detalles fastidiosos, ingratos, antipáticos, con frecuencia aburridos, que conforman la vida de las parejas enamoradas. (Vol. 2, pág. 281).

No son estos los elementos comúnmente asociados al amor romántico, y ni siquiera al amor filial que tanto empieza a apreciar una cierta novelística latinoamericana cada vez más alerta a las diferencias y las jerarquías de géneros, pero sí son las condiciones de un amor real, contundente, miles de veces renovado. No es únicamente feliz a la manera de los cuentos, pero es. No es sólo desgraciado a la manera de la imposibilidad, pero es. Habrá que pensárselo muy bien la próxima vez que se desee un amor verdadero. Y habría, al mismo tiempo, que tomarse en serio las palabras de Rosario Castellanos y darse a la tarea de crear con otros ese otro modo humano y libre de ser. Recuerdo las palabras de Gabriela Wiener escribiéndole esa larga y amorosa carta a su madre para explicarle el peculiar arreglo sentimental al que ha llegado en un trío que descree fundamentalmente de los principios egoístas y mordaces del capital y me digo, ahí vamos. Otro modo de ser. Me gustaría pensar que, aunque tarde, aquellos adolescentes del puente citadino que se amaban como se ama a esa edad, furibundamente, están recibiendo en este preciso momento esa carta.

4 . El reposo de la feminista

Dice Sara Ahmed que vivir una vida feminista consiste en hacer que todo sea cuestionable. Y, por todo, quiere decir, en efecto, todo. El piso por donde arrastramos los pies; los cuerpos que habitamos; las familias de las que venimos y las que, en su momento, formamos a su vez; las estructuras de clase y raza que determinan tantos de nuestros días; los espacios públicos a los que tenemos, o no, acceso; la esfera de lo doméstico; la manera en que nos cuidamos y, también, los múltiples modos de nuestro descuido; cómo nos acercamos a otros y, cómo, cuando necesitamos silencio y privacidad, nos alejamos. Una feminista vive con los ojos abiertos. Para ser una feminista, insiste, hay que ser siempre una estudiante. Los movimientos feministas ocupan el campo público pero también pueden ocurrir cuando una mujer dice basta a solas, dentro de un cuarto que ya no la detendrá más. Si todo eso es cierto, y estoy segura de que lo es, ¿cuándo descansa la feminista?

Mucho se ha hablado del reposo del guerrero, esa figura mítica del hogar al que, una vez cumplidas sus tareas, regresa el hombre en busca de cuidados, alimento, sexo. El componente patriarcal de la frase es poco sutil. Cuando el guerrero se cansa de sus andanzas en la esfera de lo público, se vuelve al ámbito de lo doméstico donde, gracias a una estructura desigual e inamovible, podrá relajarse o recuperar las fuerzas para la siguiente aventura. Poco sabemos de lo que piensan o sienten los habitantes del bogar, puesto que su función en este cuento tan estricto es poco más que dar la bienvenida y proveer servicios y cuidados con alegría, si no es que incluso con gratitud. ¿Cómo se las arreglaron para sobrevivir durante la larga ausencia del guerrero? ¿Cómo consiguieron agua, leña, alimentos? ¿Alguna vez se dejaron sentir los efectos de esa guerra lejana pero alcanzable, puesto que el guerrero regresa, en ese hogar mítico? El dicho nos pide que no pensemos en ello. De alguna manera lo hicieron. ¡No vengamos las feministas de aguafiestas a hacer preguntas imposibles! Lo que importa es la felicidad del guerrero; su descanso. Lo que importa es que la imagen del hogar permanezca inmaculada, una pintura costumbrista a la que nunca hay que hacerle la pregunta sobre la acumulación. Pero ya estoy una vez más en el cuestionamiento, cuando quería hablar sobre el reposo.

Hace algunos años me sorprendí leyendo un artículo ligero sobre la famosa feminista norteamericana Gloria Steinman. Ahí confesaba que, luego de años de no poner atención a su vida privada, se había dado cuenta de que necesitaba tiempo para sí misma. Si veía hacia atrás, sólo alcanzaba a avizorar un montón de cuartos desordenados, llenos de cajas sin abrir, donde apenas si probaba bocado. Años después, Gloria por fin quería descansar. Una similar sorpresa me atacó cuando husmeaba entre los papeles personales de Gloria Anzaldúa en la Benson Collection, ubicada en la Universidad de Texas-Austin. Además de muchos de los dibujos que utilizó para impartir talleres o dar clases, el archivo contiene listas muy detalladas de su consumo diario de alimentos. Aunque ya sabía que sufría de diabetes, una noche no muy sana la feminista fronteriza consumió, por ejemplo, cuatro tamales. Atenta a los vaivenes de su vida espiritual, Gloria también guardó las grabaciones de sus lecturas de tarot y otras exploraciones metafísicas. Estas pequeñas piezas de su vida privadas son entrañables porque, en un tiempo en que era necesario enfatizar la entrada de las mujeres en las esferas publicas, mucha de la complejidad del hogar y su aura privada quedó oculta detrás de las cortinas.

Complejas y contradictorias a veces, estas mujeres no sólo nos enseñaron a avanzar por la vida con los ojos abiertos, cuestionándolo todo, sino también a resguardarnos en los lugares de lo común cuando el cansancio o la salud o el simple gusto así lo requería. Aunque es posible hablar de muchas formas del feminismo, también es posible decir que todos ellos, con todo y sus diferencias y asonancias, coinciden en la importancia vital y política del cuerpo. Por eso ellas y tantas otras feministas han tenido que dedicarle tiempo también al cuerpo en reposo. «Hay que tomar un vaso de agua después de bañarse», insistía mi abuela, que nunca se dijo feminista aunque lo era. Recuerdo ese entre otros muchos consejos que he adoptado como código personal a lo largo de los años. Si fue gracias a los cruces inesperados en los caminos del escape que me topé con otras fugitivas, sabiendo que la soledad había terminado, la primera persona del plural no ha dejado de crecer. Está en las letras que coloco una a una en esta pantalla, puesto que construimos un lenguaje juntas. En las manos que cultivaron el té y que hicieron la taza y el plato con el que llega primero a mis labios y, después, a mi cuerpo. Y así con cada objeto que hace posible este texto: la computadora, la mesa, la silla, la ventana. No hay solistas, asegura el poeta norteamericano Fred Moten, sólo hay acompañamiento. Vivir una vida feminista hoy es saber eso desde dentro de cada uno de los huesos.

 

 

 

 

Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964 ) es narradora, traductora y crítica. Es profesora del doctorado en escritura creativa en Rice University en Houston y autora de más de veinte libros, incluyendo recientemente Había mucha neblina o humo o no sé qué (Random House, 2016 ), Los muertos indóciles: necroescriturasy desapropiación (Tusquets, 2013). El mal de la Taiga (Tusquets, 2012) y Dolerse, textos desde un país herido (Surplus Ediciones, 2011 ), entre otros. Su novela Nadie me verá llorar obtuvo el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz y el Premio Internacional IMPAC - CONARTE - ITESM y fue finalista del Premio Internacional IMPAC Dublin. También obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz por La muerte me da.

(Ganadora de el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2021, por su más reciente libro El Invencible verano de Liliana)

 



 



 

 

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Por Cristina Rivera Garza.
Autora ganadora del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2021