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Riedemann Blues
Por Ricardo Herrera Alarcón
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He pasado una vida leyendo a Clemente Riedemann, desde que era estudiante en la Universidad Austral en Valdivia y él había recién publicado Primer Arqueo (1989). Lo vi un par de veces invitado por la carrera de Pedagogía en Castellano o de Antropología, o en alguna presentación en algún auditorio. En ese tiempo se escuchaba mucho a Schwenke y Nilo, cuyas letras le pertenecían en gran parte. Corrían libros de Hans Schuster y su poesía paródica que usaba y abusaba de los paréntesis en tiempos de deconstrucción. Libros de César Díaz, de Sergio Mansilla, de Maha Vial, de Pedro Guillermo Jara y su revista Caballo de Proa (la más pequeña del universo). Paginadura ediciones (dirigida por Oscar Galindo y David Miralles) publicaba, más tarde, Poetas actuales del sur de Chile, con retratos (y no fotos) de los autores, cuyos dibujos pertenecían a Roberto Arroyo. Estaba la figura señera de Jorge Torres al que veíamos pasar como un Quijote con su Barba de Palo. Leíamos bastante a los poetas de los ochenta. Algo había allí que nos marcaría para siempre. En lo personal era la cosa política que rescataban como marca indeleble y me hacía recordar el pasado reciente. Para nadie había terminado la dictadura el 89. Pinochet siguió gobernando por lo menos una década de manera absolutamente directa. Y lo sigue haciendo, aunque esté muerto. Viví en Valdivia seis años y me marché, no sin pena, hacia fines del 93. Pero seguí mis lecturas del poeta que mezclaba lo mapuche con el pop y el blues, el lenguaje callejeado, más que callejero, con la voz de un wekufe/flaneur que escribía su propia pena de extrañamiento, su propio irregular diario de viaje. Seguí durante años transitando su crónica exteriorista, siempre cívica y siempre íntima.
Hablé por primera vez con el poeta hace poco, el año 2018, en la presentación en Temuco de su antología Una casa junto al río. Dentro de las cosas que le dije es que veía cuatro grandes vertientes en su obra: la que seguía los parámetros de la poesía etnocultural y la crónica (Karra Maw’n, Coronación de Enrique Brouwer, por ejemplo), junto a otra más regida por los parámetros de la antipoesía (Primer arqueo, Santiago de Chile), y una tercera en la cual se mezclan las dos anteriores (Wekufe in NY). Entre medio hay otras que se vuelcan más hacia lo íntimo y personal: Gente en la carretera, Isla del rey, y el libro que acabo de leer ahora: Riedemann Blues. Es una simplificación, lo sé. Creo también que hay algunos elementos que recorren todos sus libros. El más importante, quizás, es el que une el factor político con el cruce y roce entre la cultura mapuche, chilena y germana, fundamentalmente, unido a lo etnográfico e histórico (lo etnocultural, sí, pero que se degrada y desgasta a priori al correr del tiempo, como la etnoliteratura o lo lárico en las últimas generaciones de poetas). Otro, una nostalgia que no niega la realidad sino que la expande, para usar palabras del mismo autor. Un tercer elemento es el optimismo, o la fe, la esperanza aún en la derrota. Un cuarto, es el caminar, el viaje, pero un tránsito en el que se observa desde los parámetros del acá, del territorio propio. También el exteriorismo y su uso del dato histórico, la fecha, la intertextualidad cultural y literaria. Algunos de estos elementos se mixturan en este libro del año 2017, publicado por Kultrún, en Valdivia.
En la contratapa de Riedemann Blues se intenta dilucidar algunas temáticas que estructuran el libro, colocando en el centro la repetida idea de Adorno sobre Auschwitz. Pero acá la cita funciona porque, como señala Walescka Pino-Ojeda, esta es una poesía que navega en sentido contrario a la idea de imposibilidad. El fantasma del holocausto europeo y de cualquiera de nuestros propios genocidios en América Latina, se combate con palabras. Es el recuerdo de ese joven (el mismo Riedemann quizás de “El hombre de Leipzip”, que bajaba desde un lápiz en la oreja de su ancestro “para organizar el mundo con palabras”) el que ahora “a las dos veinte a. m. bajaba a la cocina y se preparaba un sánguche”. Un joven que más tarde “se acercaba con alegría a la Olivetti y escribía sobre lo mismo que estaba viviendo. Más los recuerdos. Más los deseos. Más otros asuntos difíciles de precisar” (del poema “3 a.m. Blues”). La poesía de Riedemann está siempre llena de estos aciertos que casi pasan colados: una descripción en apariencia anodina, pero que en su profundidad da cuenta de un ethos mayor: el resumen de una vida dedicada a la literatura, pero también la esencia última de la escritura en un puñado de palabras: alegría, experiencia, recuerdos y otros asuntos difíciles de precisar. Ese optimismo es el que marca también el inicio de Karra Maw’n: “No era baldía aquella tierra (…) Poesía hermética para el académico./ Poesía elemental para el habitante de la ruka:/ como respirar de cara al puelche/ o sacar peces del estero”, tomando distancia de la poesía docta y asumiendo las banderas de lo cotidiano y el lenguaje hablado (Eliot vs Williams). He vuelto a ese texto inicial de Riedemann y me doy cuenta de lo mal que lo había leído: siempre afirmé que estaba sobrevalorado y que más bien consolidaba una tendencia o teoría en boga (la etnocultural), pero que frente a sus obras posteriores me parecía en deuda. El tiempo le ha dado la razón al libro publicado en 1984 y a quienes han visto allí un hito fundamental de la poesía chilena. Quizás el mismo autor fue creando su obra posterior como respuesta y diálogo con él, como antítesis y síntesis periódicas, como estructuras retóricas o antirrétoricas que se desplazan y deslizan sobre la superficie y la periferia de una poética que se arma y desarma en diálogo con Karra Maw’n. El trabajo de Riedemann, pienso ahora, ha sido un poco sacar esa cosa sufrida y doliente, esa queja eterna de la cual alguna vez habló Parra y que diera inicio a las poéticas del habla, un “territorio retórico” (dice Riedemann Blues, en “Texto del amanecer”) donde ya nadie es quien cree ser, “construido con palabras ya escritas un montón de veces”. Durante su lectura me venían a la mente citas de otros libros y otros textos del poeta donde se trata directamente la experiencia (“Cerré la Saxoline/ encendí un Lucky/ mandé llamar un taxi/ puseme mis Jack// me eché el pollo a NY”, señala en Wekufe en NY, para mi uno de sus textos más importantes, publicado junto a Santiago de Chile, en Karra Maw’n y otros poemas, de 1995).
El cruce de historia y experiencia personal no es algo nuevo, pero en Riedemann alcanza una particular eficacia que no siempre logran los poetas adscritos al lenguaje de la tribu. En su caso, es un engranaje más de una poética donde no es el único ni el más importante. Pienso en otro poeta, Marcelo Rioseco, que hace ese trabajo de sacar brillo a la experiencia cotidiana, de manera espléndida en sus dos últimos libros (2323 Stratford Ave. y en La vida doméstica). Diría que lo que me gusta de esta poesía es que no le hace el quite a nada: si debe aparecer la tristeza aparece, pero también la dicha. La vida en sus matices, pero también la escritura en sus variedades y posibilidades. Como pocos en su generación, Riedemann no ha sido esclavo de sí mismo en el desarrollo de su proyecto escritural. Podría haberse quedado en la comodidad de lo etnocultural, pero dio el paso a la poesía hablada y desgarbada de Primer Arqueo. La confusión de ambos proyectos (en apariencia disímiles) dio paso a la hibridez de Santiago de Chile y Wekufe en NY. El exteriorismo de esas obras señala la ruta hacia el intimismo de Gente en la carretera e Isla del rey. Y quizás la síntesis de esta compleja obra poética es el libro que comentamos, resumen de una vida, o la poesía como autobiografía y crónica de un navegante por los mares de la historia.
Riedemann blues se organiza en tres momentos: “Falsos Blues”, “Blues subterráneos” y “3 a.m. Blues”. La idea de la música como texto, está presente desde el comienzo de la poesía de Riedemann en aquellos “Blues mapuches” de Karra Maw’n. Allí se canta la armonía de un territorio aún no contaminado y luego la irrupción de 400 años de sangre y explotación. Ese péndulo que marca un recorrido entre la armonía de una naturaleza donde “reventaban en los tallos/ las metáforas”, y la tristeza de la guerra y la usurpación, se traslada también a Riedemann Blues. Es esa música tristemente verdadera que van entonando los fantasmas, los desheredados, los marginales del sistema, los desaparecidos.
Las cosas sobre las que habla Riedemann sucedieron metafóricamente hablando y no, en un subterráneo, en casas clandestinas, en la penumbra de un territorio lleno de falsas luces. ¿Cómo es que el hombre no puede acabar con la miseria y cómo es que yo no termino de aceptarlo?, se pregunta el hablante en el poema “Por las grandes Alamedas”, en “Falsos Blues”. Desde esa duda, esa incomodidad que le permite seguir respirando la belleza y no aceptando el dolor, desde allí suenan estos poemas: en un subte, en un “tono bajo, soterradamente bajo”. Su misión es compartir “con la gallada” lo que sucedió, como quien comparte la música de Gerry Mulligan. O con ese saxo de fondo contarnos quién fue Juan Oróstica Ulloa, quiénes eran Áurea Vásquez Pineur y su hijo desaparecido, Clemente Riedemann Wenzel visitando a su hijo preso, René Barrientos Warner fusilado por la Caravana de la Muerte en Valdivia, Cipriano Mediavilla, compañero de celda del autor. “Falsos blues” y “Blues subterráneos” se construyen en la denuncia de un sistema que elimina físicamente a sus oponentes ideológicos y es el mismo sistema que criminaliza y juzga a cualquiera, que transforma a Luciano Cruz en Hans Pozo y a este en un poeta cesante, que transitan ahora las grandes alamedas de la marginalidad y la delincuencia. Porque en un país destruido los verdaderos héroes son los que murieron, desaparecieron o lograron sobrevivir a la cárcel y la tortura. No existen súper héroes que vengan a salvar al padre que es torturado, reflexiona el hijo en el poema “El Hombre Araña y Superman”.
“Hubo un tiempo en que se resistía a entrar en las carnicerías. En las grandes paletas de vacuno colgando de los ganchos de hierro veía los cuerpos de sus amigos en las salas de tortura”, señala el poeta en “Temor de entrar en las carnicerías”. Esa es la realidad, ese el paisaje nuevo pos 73. Y es también la pena de quien no encuentra a su hijo (“Notas de Áurea en septiembre de 1973”), la música y el trozo de riel que metaforizan los cuerpos arrojados al mar (“No quería ser una rolling-stone” y “La historia del trozo de riel”), el sistema que segmenta, separa y condena (“Crónicas Marcianas”), la fotografía que nos muestra quiénes fuimos, todas estos asuntos son la pena del blues que a ratos transmiten los poemas. También su protesta y su rabia: “Se puso de pie y dijo que aunque les pidieran perdón, aunque honestamente les pidieran perdón, no les devolverían la sangre que perdieron. Que los hijos, las imágenes, los libros incinerados, los amores perdidos, los sentimientos de apego a la tierra, la ebriedad del aire y las nubes provocadoras, que la vocación del cielo no les devolverían” (“Informe del discurso pronunciado en la cena del jueves”). Desazón, sí, pero también esperanza: “René Barrientos Warner, se pronuncia su nombre y la amargura se va del corazón. Y no se odia a nadie. Y se tiene confianza en el futuro” (del poema “René Barrientos Warner (1944-1973)”).
Si todo el libro es tremendamente personal y autobiográfico, la tercera parte (“3 A. M. Blues”) lo es aún más: hijas, nietos, estrellas observadas en la infancia de un hablante que no es difícil asociar con el autor real. Por sobre la melancolía de existir y estar, de ver transcurrir el paso inexorable del tiempo, esta poesía se encarga de enviarnos sus mensajes de advertencia: es esa perplejidad propia del existir el que no le permite la claudicación o la pena. Este libro es una afirmación de esa actitud que es casi una declaración de principios de la poesía de Riedemann: no hay fracaso que valga la felicidad de estar vivo. O “agradecer por cuanto le fuera concedido: las palabras, el vino, los brazos en los que solía sorprenderle el amanecer” (“Quiere mirar estrellas”). Esa actitud viene de lejos y es el arte poética que nos entregara tempranamente en “Rewind”: Si cada mañana me levanto es porque estoy cierto/ que la vida me adeuda los días más felices./ Y si acaso no fuese de ese modo mi destino/ me levantaría lo mismo de todas maneras.
Clemente Riedemann no solo ha escrito una de las obras poéticas más innovadoras de su generación, sino que también ha reflexionado en profundidad sobre las relaciones entre literatura y centro político. La gestación de un movimiento crítico, la necesidad de crear un espacio cultural en la provincia y desde la provincia, sin mirar a la capital como un destino o un deseo, le debe mucho a su figura, la de un poeta cuyas palabras siempre “se abren a la esperanza, a la ternura, a la alegría”, como señala Ricardo Mendoza en la contratapa de Karra Maw’n y Otros Poemas. La Suralidad a la que arribó Riedemann es un territorio simbólico producto de la porfía por descentralizar el imaginario y fomentar una identidad sin complejos, pero que complejiza y pone en duda las miradas con las cuales se ha querido estereotipar y simplificar las poéticas surgidas por estos lados.
“Lo que trato de escribir es una síntesis del conjunto de la experiencia humana, lo que nos es dado de antemano, antes de llegar a este mundo y lo que fuimos aprendiendo o echando en la mochila en el camino, además de los sueños, de los deseos (…) lo que soy ahora (…) es una síntesis y una proyección de esos mismos orígenes puestos en relación con las condiciones que la vida nos presenta en este momento, aquí, ahora. De modo que nunca he tenido rollos con la identidad, sé que es algo que es inútil buscarlo en las supuestas raíces, que nunca volverán, que nunca podrán reproducirse y que lo que nosotros somos, somos lo que somos hoy día, ahora, aquí, con esos ladridos, sentado en este banco, con esos treiles de ahora”. Cito un fragmento de un documental titulado “Desde la raíz”, donde el poeta recorre lugares que le han constituido, que ha y le han habitado, ya sea en Puerto Montt, Puerto Varas o Valdivia. Este fragmento de la entrevista deja en claro algo esencial de la estética vital y literaria de Riedemann: historia y memoria importan o se hacen relevantes en el presente. Existimos aquí y ahora y en ese desafío de existir y tratar de ser felices su poesía nos impulsa y conmina a levantar la cara y respirar de cara al puelche.