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¿Hay un afuera de la escritura?
Por Cynthia Rimsky
Publicado en revista Escritural, N°7 Diciembre de 2014
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I
Desde que comencé a escribir, lo hago sobre lugares, situaciones, personas y sus conflictos. Por mucho tiempo creí que esto se debía a que me gustaba viajar, pero una tarde, revisando en Buenos Aires la biblioteca de la fotógrafa María Aramburú, encontré el libro Puerca Tierra de John Berger y dentro del libro un pequeño capítulo titulado “Una explicación” y, en las primeras líneas de esa explicación, la siguiente pregunta “¿Cuál es la relación del escritor con el lugar y la gente sobre los que escribe?” y sentí que todas mis experiencias se remitían a esa pregunta.
No hubo casa, carreta, pueblo, playa, caserío, en el que no quise quedarme mientras viajaba y escribía Poste restante, Los Perplejos; La novela de otro y Ramal. No importaba si era Ucrania, Chipre, Maquegua, el desierto del Sahara. En todas partes sentía el deseo de vivir otras vidas y, al mismo tiempo, la imposibilidad de conocer otras vidas desde mi condición de forastera. No importó que durmiera en el piso, dejara de bañarme, aprendiera oficios, nunca pude dejar de ser una observadora, una otra.
Esta escisión me llevó a escribir, pero escribir no zanjó la diferencia. Difícil camino aceptar que la escritura es, como responde Berger a su pregunta inicial, un vínculo y una barrera.
Cada uno de los cuatro libros que he publicado y de los muchos que quedaron inconclusos, son exploraciones para encontrar caminos que me conduzcan a dar respuesta a la pregunta que formula Berger en “Una explicación”. En mis libros está plasmado el enfrentamiento con la barrera y la emoción del vínculo. Y a pesar de los años que han transcurrido, continúo deseando meterme a las casas de las personas que conozco en mis caminatas, ser parte de sus rutinas, pertenecer a sus vidas, habitar sin distancia, sin alternativa. Cada vez mi intento deviene en un fracaso y debo conformarme con escribir.
La escritura se ha ido convirtiendo en una forma de habitar el mundo, en una forma de pertenecer y estar con otros. Berger lo llama intimidad. “El movimiento de la escritura se parece al de la lanzadera de los telares; se acerca y se aleja una y otra vez, viene y se va. A diferencia de aquella, sin embargo, no sigue una pauta fija. A medida que se repite a sí mismo, el movimiento de la escritura aumenta su intimidad con la experiencia. Y al final, si tienes suerte, el significado será el fruto de esa intimidad”.
II
No busco contar historias, tampoco realizar experimentos, quiero construir una experiencia, la experiencia de habitar un lugar, una comunidad, de habitar las ideas, el cielo, las montañas, la cocina, la huerta, los oficios, estar ahí plenamente, con otros, sin conciencia ni posibilidad de escapar. Es por esto que las cosas tienen tanta relevancia en mis libros, porque no existe un lugar sin casas, caminos, personas, oficios, herramientas, intercambios, historias, memorias.
Mi maestro fue Walter Benjamín. Él transforma sus observaciones en experiencias haciendo hablar a los objetos, lugares y personas. Como la perla que las ostras forman a partir de un grano de arena, así va tejiendo Benjamín, a partir de una observación trivial, insignificante, una experiencia reveladora. Ahora que vivimos casi exclusivamente de la información y casi nada de la experiencia, los relatos de Benjamín me hicieron comprender qué escenas, qué situaciones, qué lugares de todos los que recorría en mis viajes, daban para ser narrados y cómo convertir mis observaciones en experiencias, cómo trabajar con el “sustrato” oculto en los objetos, cómo hacer hablar a los objetos y no a los significados; conducir a los objetos, a las personas y a los lugares, a la página en blanco; una vez que están ahí, seducirlos e inducirlos a hablar. Al mismo tiempo, seducir al lector para que se ponga en disposición de escucharlos, convirtiendo a la escritura en un acto de seducción por partida doble.
El método benjaminiano —según entiendo en base más a mi percepción que a un conocimiento académico de su obra— consiste en leer los objetos, leer e interpretar. Leer profunda, minuciosamente, capa a capa como un viejo hermenéutico o cabalista; lectura tras lectura para llegar a lo que las palabras ocultan, al secreto que las palabras develan a los que insisten en ir más allá con paciencia y templanza. De esta forma las imágenes fugaces se convierten en pequeños granos de conocimiento sobre el mundo, y en la forma que tiene un campesino de abrir la puerta de su casa en un pueblo en Turquía, encontramos la respuesta a por qué fueron considerados durante siglos la puerta entre occidente y oriente.
III
Todo esto me lleva a lo real y lo imaginario. La primera capa que extiendo sobre la página es una experiencia real, un viaje, una conversación, la enfermedad de mi padre, mi vida en el vecindario. Luego viene otra capa donde busco al narrador que mirará esto y el lugar desde el cual va a mirar. Este narrador es la intromisión de lo literario y tiene la función de leer e interpretar esta primera capa, establecer un vínculo y una distancia con lo real. Chiara Bolognese me decía en el avión a París que le causaba curiosidad lo de mis narradores, sus desdoblamientos. Creo que corresponden a los desdoblamientos de estas capas que extiendo sobre las páginas. Los desdoblamientos los producen los lectores que van surgiendo del mismo texto y que voltean a leer el texto desde el cual emergieron. Por esa razón evito colocarle nombres, porque no son personas o personajes, son lectores de un texto, veedores de un texto. El libro se va armando con estas lecturas que realizan el narrador principal, la autora, los lectores... como jugadores de un partido... es en esa urdimbre que va naciendo, que se va construyendo un juego, en ese espacio primario o cancha de tenis configurada por la experiencia real.
IV
La pelota sería el lenguaje. La estandarización ha quitado al lenguaje su opacidad, su capacidad de evocar, su poesía, ha desgarrado el velo que lo envuelve, dejando a los nombres expuestos en una vergonzosa desnudez. Es necesario descubrir en el lenguaje otras relaciones, otros caminos entre palabra y cosa, entre apertura y misterio. Es necesario cada vez escribir la palabra en su presente pero también en su pasado y en su futuro. La historia no está fuera de la palabra, las palabras no son un medio para contar una historia, la historia es la palabra. Dice Berger: “Nunca tengo la impresión de que mi experiencia sea solo mía, y con frecuencia me parece que me ha precedido. En cualquier caso, la experiencia se repliega sobre sí misma, se remite a su pasado y a su futuro mediante los referentes de esperanza y miedo; y, utilizando la metáfora que se encuentra en el origen del lenguaje, está continuamente comparando lo parecido y lo diferente, lo pequeño y lo grande, lo cercano y lo distante”.
Para que este doble movimiento ocurra, no me basta escribir las palabras, necesito escucharlas. Atender sus reverberaciones, sus silencios, sus vacilaciones, sus recuerdos… es con los ecos de las palabras con los que intento hacer confluir las experiencias pasadas y futuras en la experiencia de escribir.
Dice Edmond Jabés en El libro de los márgenes II, “Si tuviese que definir las palabras de mis libros, diría que es palabras de las arenas —de arena— por un breve instante audible, visible: palabra de una escucha extrema y de una memoria muy antigua… La experiencia del desierto es, a la vez, la del lugar de la palabra —donde es palabra soberana— y la del no-lugar donde se pierde hasta el infinito. De manera que nunca sabemos si la captamos cuando surge o bien en el momento en que, con increíble lentitud se desvanece… Como si para ser totalmente captada, debiera dar testimonio del camino recorrido desde su nacimiento hasta su muerte: desde la nada que ilumina al emerger, hasta la nada a la que, en su caída, acaba por unirse… Crear en este caso no sería más que mostrar el nacimiento y la muerte del objeto… El peso de las palabras no es otra cosa que el peso de lo vivido por la palabra a través de lo vivido por el hombre: peso de un pasado común y de la intuición de un porvenir compartido”.
Siguiendo a Jabés, es la palabra la que abre caminos en la página en blanco, el autor es un acompañante entusiasta.
V
Nunca me propuse usar fotografías o imágenes escaneadas. No había leído aún a Sebald o a Berger, pero a unas seis cuadras del “cité” donde en Santiago quedaba el taller de una amiga, Sybil Brintrup, artista visual que hace poesía desde la plástica. Varias veces la sorprendí recortando palabras, incluso letras; las colgaba de un cordel y las quedaba mirando. Días después me encontraba con las había cambiado de lugar dentro del taller y las quedaba mirando. Otras veces las descolgaba para clavar otras. Hasta que le pregunté con qué propósito lo hacía y me contestó que las palabras eran objetos. ¿Objetos? le pregunté. Sí, objetos, como la mesa, la silla, las palabras tienen peso, un sonido, un color, forma, profundidad, memoria. No lo podía creer: la palabra, ¿un objeto?
Brintrup no escribía libros, construye libros con palabras e imágenes que va disponiendo a lo largo y ancho de la hoja (que no era una hoja, sino un espacio con relieve, profundidad, perspectiva, capas, dimensiones…) y con los que conforma un lenguaje que habla. En cambio, yo partía de lo que quería contar y día tras día fustigaba las palabras para que expresaran lo que pretendía, sin ningún resultado. ¿Y si la equivocada era yo?
Había llegado a Santiago al cabo de un año de viaje a los pueblos donde nacieron mis abuelos inmigrantes en Ucrania y Polonia. Nunca tuve la intención de ir allá, fueron las imágenes que encontré en un mercado persa de un barrio empobrecido de Santiago las que me obligaron a ir. Solía ir los domingos a este mercado de trastos viejos. Cuando deambulaba entre aquellos objetos rotos, al observar aquellos fragmentos que alguna vez fueron parte de un objeto que acompañó la vida de una persona que, por algún motivo, los tiró o perdió, me parecía escuchar un llamado ancestral, remoto, sentía que aquellas cosas me llamaban. No sabía para qué o con qué objeto. Entonces no había leído esa frase de Paul Celan, “pregúntale a las cosas de dónde vienen y a dónde van”. Solo escuchaba un murmullo inteligible, sabía que me hablaban, pero no entendía su lenguaje. Hasta que en 1998, en Santiago, encontré un pequeño álbum con fotografías de una familia de vacaciones, que en la primera página tenía escrito con lápiz mi apellido con dos i latinas y decidí viajar a Ucrania y a Polonia.
Del viaje que duró casi un año, traje apuntes, listas de compras y una relación del dinero gastado, cuentos que nunca pude terminar, pequeños relatos que registré en tres cuadernos y en el computador. También traje muchos objetos inservibles, mapas de lugares a los que probablemente nunca volvería, tickets, páginas de diarios, piedritas, imágenes recortadas… Mientras intenté escribir sobre el viaje en torno a los contenidos o peripecias, no logré avanzar. Lo que aparecía en la página estaba demasiado alejado de mi experiencia, había sido tan revelador y aparecía tan fútil. Cuando Sybil Brinbtrup me dijo que las palabras eran objetos, volví a mi casa, desplegué las libretas, los cuadernos, los textos escritos en computador, las descripciones de las fotos del álbum que dejé en Eslovenia, los dispuse sobre la mesa, colgados en los muros… y me senté a observarlos. De tanto observar me pareció que entre ellos se construían relaciones, guiños, complicidades, roces, discusiones, divisiones. Comencé a escribir, no sobre los textos ya escritos, sino sobre los espacios en blanco que había entre ellos. No sobre las cosas, pero sobre el camino hacia las cosas, desde las cosas, el camino que las dejaba atrás.
Una de las primeras decisiones que tomé —quizás la más arriesgada y que terminó por armar la poética del libro— fue colocar en vez de las fotografías del álbum, que quedó en Eslovenia, su país de origen, una breve descripción de cada fotografía como la recordaba y no como era realmente, reproduciendo la operación de tomar fotografías para recordar posteriormente y desde nuestra casa, las vacaciones.
La segunda decisión fue colocar en el libro imágenes escaneadas de algunos objetos y de páginas de los cuadernos como si fueran parte del texto, reproduciendo el diálogo o montaje que hice en mi cuarto mientras escribía el libro y que constituyen el testimonio de ese otro viaje que hice para traer de vuelta las cosas y lugares a mi casa en Santiago. Ese viaje no correspondía al viaje geográfico que emprendí durante un año hacia Ucrania y Polonia, ni tampoco el viaje que aparece en Poste restante, sino el trayecto entre el viaje y el libro de viaje, el viaje de la imaginación, el viaje de la escritura, el viaje de la palabra.
Sebald habla de esto en una entrevista: “Yo trabajo de acuerdo al sistema del bricolage, en el sentido de Lévi-Strauss. Una forma de trabajo salvaje y extraña, una suerte de pensamiento pre racional: los hallazgos literarios se van acumulando accidentalmente, van cayendo por azar hasta que se acomodan y riman unos con otros”.
VI
La inclusión de fotografías en Ramal fue azarosa. Al primer viaje por el ramal, cuando todavía no pensaba escribir de ello, me acompañó la poeta Nadia Prado que llevó una cámara con la que tomó las típicas fotografías de un viaje corto. Al regresar y ver las fotografías, me sorprendió encontrar cosas, situaciones y lugares que no había advertido mientras estuve allí y decidí escribir sobre ellas. Algunos relatos partieron de las fotografías. Otras veces primero escribía y luego iba al ramal a tomar las fotografías que necesitaba.
Lo que me interesó hacer con las fotografías era provocar al lector, que el lector dudara si la historia era real o producto de mi imaginación, ubicarme como en mis libros anteriores, en el límite entre lo real y lo imaginario. Habiendo recogido durante un año, materiales reales a partir de mis visitas y de conversaciones con los habitantes del ramal, el trabajo paciente, minucioso, artesanal del lenguaje logró transformar esos materiales en una ficción. Las fotografías quedaron como las cerámicas que se descubren junto a los restos arqueológicos de las tumbas o lugares de ceremonias, como la huella de lo vivido.
Quiero terminar con un fragmento de una entrevista a Sebald, en la cual el periodista le pregunta al escritor si tiene una sensación de dicha al escribir. Sebald contesta: “Muy pocas veces. Tengo una sensación de dicha cuando, en el proceso de la investigación, uno encuentra algo con lo que no había contado, lo imprevisible. La obra es, como quería Walter Benjamin, la mascarilla funeraria de la concepción”.
Por algunas horas, mientras escribo, siento la dicha de haber encontrado un lugar al cual pertenecer. Después, cuando esa experiencia se convierte en un libro, el libro se convierte en la evidencia de ese fracaso.
Aveiro, Portugal, enero 2012.