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La interrupción
Por Cynthia Rimsky
Publicado en La Palabra Quebrada, mayo de 2020
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Este domingo mi pareja va a un funeral a unos 70 kilómetros de casa, después pasará a un asado, y me quedaré sola en casa. En la semana también paso sola en el escritorio, pero escucho los ruidos que hace en la cocina y cuando levanto la mirada de la escritura o de la lectura, veo la pava sobre el fuego, la caja que encontró botada y acondicionó para guardar la hierba, el mate de madera al que le lijó los adornos; el último frasco de miel que compré al dueño del campo vecino con el que discutí por la tierra que levantan los camiones que pasan varias veces al día a rellenar los lotes que puso en venta y cuyas viviendas a largo plazo recortarán al horizonte que nuestra mirada no alcanza.
Lo que veo al levantar la mirada es la continuación de la historia.
Este domingo una muerte azarosa la suspende.
Es un punto de partida clásico. El esposo y los hijos se ausentan. A Meryl Streep le hace ilusión la interrupción del orden doméstico, proyecta hacer las cosas para las que nunca tiene tiempo. Con el paso de las horas desea simplemente estar en su casa sola. Busco en las estanterías —suena tan unificador llamarla mi biblioteca— una novela como Los puentes del condado de Madison para que me acompañe este domingo, pero las novelas que fui coleccionando quedaron en el único lugar disponible del suelo patrio: una diminuta bodega en el subsuelo del estacionamiento del edificio de mi madre.
No recuerdo qué escritor: creo que es Aira, debe ser Aira y, aunque no lo fuera, es una idea aireana, divide la lectura en dos momentos. El primero, la infancia, cuando nos identificamos con los personajes, se nos acelera el corazón por el suspenso, reímos, lloramos, como si la historia nos ocurriese a nosotras... Y la lectura de la adultez, en la que el placer lo proporciona la forma.
Los libros que he reunido en este país donde no nací, tienen relación con el descubrimiento tardío de las formas de la novela. En la ralentización del tiempo Meryl Streep —Francesca en la novela— percibe la presencia de una respiración que la ausencia, le revela por primera vez. Se siente una extraña en casa. La respiración la acecha, se parece al aburrimiento, pero es distinto. Escucha golpes en la puerta. En su infancia leyó novelas con heroínas que abrían la puerta al amor romántico y saltaban. Este domingo las calles aparentan estar vacías, nadie golpea puertas. En esta zona avisan su presencia golpeando las palmas. Sería extraño que un fotógrafo que trabaja para el National Geographic no tuviese GPS. El único puente valioso de este condado, el de fierro, lleva a la posta de Figueroa, donde los amigos del tirano Rosas lo alojaron en su campaña de exterminio de los mapuches. Solo para los pescadores de fin de semana, que sacan doradas contaminadas del estero al cual arrojan las sobras del frigorífico, tiene valor el desaliñado puente de fierro. En el momento presente Meryl/ Francesca sentirían miedo de abrir la puerta a un extraño. No necesitarían llamar al 911 porque el fotógrafo contaría con la voz de una mujer artificial que lo guiaría desde el celular; y eso le evitará acercarse a una casa donde una mujer lee novelas. No podrá el fotógrafo invitar a Meryl Francesca a salir de su novela para entrar en la de él. Ignora ella que los colaboradores del National Geographic desaparecerán en breve. «La vida, que en el momento de ser vivida durante la lectura parece vaciada de sí misma, como si fuera una vida insuficiente o incluso 'no vivida', revela en cambio una condición existencial que la lectura profundiza: la vida se vuelve más intensa», escribió Jorge Monteleone, en El centro de la tierra.
Desde los 11 o 12 años que soy lectora de novelas. Algunas veces me oculté trás un libro para vivir libremente en mi imaginación. Otras me atrapan al punto de que vivir se transforma en un tiempo desperdiciado. Incluso así me salto las latas descripciones de los lugares, el clima, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena...
Cuando me dispuse a escribir mi primer libro, estos saltos de lectura a los que estoy acostumbrada, se convirtieron en un problema. ¿Cómo evadir la sombra del aburrimiento que me provoca escribir?: «Miraba llover, y a través de la lluvia veía las colinas que bordean Middle River, pensando en Richard. Richard había muerto un día así, ocho años atrás, de una enfermedad cuyo nombre Francesca prefería no recordar. Pero pensaba en él y en su tosca ternura, sus actitudes firmes, y la vida apacible que habían llevado. Habían llamado los chicos. Tampoco ese año podía llegar ninguno de ellos para su cumpleaños, aunque Francesca cumplía sesenta y siete. Ella comprendía, como siempre había comprendido y siempre comprendería. Los dos estaban en la mitad de su vida profesional, muy atareados, dirigiendo un hospital, enseñando a sus alumnos, Michael iniciando su segundo matrimonio, Carolyn luchando con el primero».
Los libros, que viven en los estantes de mi escritorio, sospechan de las novelas, las curiosean, les extraña la coherencia, la continuación sin sobresaltos, la consecuencia de los personajes, los puentes de fierro que pasan por encima de los accidentes, la acumulación de tiempo, la sucesión de días distintos, sin la cual no son novelas. Basta tomar al azar el primero de la letra A, Cumpleaños, de César Aira, para encontrarme con esa desconfianza: «Empezó a parecerme ridículo, infantil, ese detallismo de la fantasía, esas informaciones de cosas que en realidad no existen. Y sin rasgos circunstanciales no hay novela, o la hay abstracta y desencarnada, y no vale la pena. Cuando tomé conciencia de esta imposibilidad, empecé a buscar el modo de superarla, porque en el fondo no quiero renunciar a escribir; pero no le encuentro la vuelta».
Esta tarde de domingo siento la necesidad de leer una novela. Busco en la biblioteca que mi pareja lleva años mudando de casa en casa. No de país. Y encuentro las descripciones de lugares, el clima, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena. Entre ellos está El obsceno pájaro de la noche de José Donoso. En la primera página encuentro la explicación; proviene de la biblioteca de mi suegra fallecida. En un salto espacio temporal abrupto, inexplicable, arbitrario me encuentro en un convento prácticamente en ruinas, los cuartos superiores están llenos de cachivaches que la aristocracia en decadencia dejó allí al mudarse a viviendas e iglesias más pequeñas. Santos rotos, alfombras, ajuares. Mi abuelo ucraniano tuvo en Santiago un negocio de sacos, recuerdo el olor al yute, el sebo, los granos, la paja en la bodega. Había logrado traer de Kiev, no solo a sus hermanos menores, sino los libros. A lo largo de siglos, durante las persecuciones religiosas, los estudiosos de la palabra recurrieron a figuras retóricas, fórmulas matemáticas, operaciones místicas, para ocultar las verdades profundas en los libros que lograron así sobrevivir al control y la censura. Confiaban en que al cabo de muchas vueltas, el libro llegará a un lector que sabrá revelar la sabiduría que mantienen oculta. Mientras las demás niñas del campamento de verano para jóvenes judíos soñaban con conquistar chicos, yo imaginaba que liberaría a los esclavos y nos esconderíamos en el desierto. Algo está ocurriendo al centro, lejos del Mudito y del niño santo que procreará una de las internas huérfanas recluidas en el convento; las personas se separan y se detienen a mirar y a tomar fotos con los celulares. Me pregunto quién concita tal admiración, imagino un actor, Francisco Reyes, una dirigenta política, Gladys Marín, Pedro Lemebel, Maradona... Me acerco lo que más puedo, forman dos filas, tres guerreras en cada una, enarbolan escudos con la forma de la luna llena, cubiertos sus rostros por capuchas doradas, inflamadas de pasión, levantan las armas de lucha y se pierden entre la gente. De un salto vuelvo a la página del libro. El Mudito cuenta la historia real del embarazo de la huérfana pobre acogida por la caridad obscena de las monjas que la renuncia de la aristocracia decadente tiene allí encarcelada, con la sensación de haber descifrado algo; me faltan palabras para nombrar esta impresión sensible, improbable; una creencia arbitraria, como la que sostiene los muros de arena del castillo en ruinas de la infancia; que con su sencillez hace entrar lo improbable, revienta el convento, los cachivaches, al Mudito, la aristocracia. La lectura, esa a la que ponen nota en la escuela, puntaje para entrar a la universidad, que recibe un salario, premios, publicaciones; la que permite que abramos la puerta y saltemos, es una forma íntima, desvergonzada y discontinua de interrumpir la historia.