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A dios no lo mataron, estaba escondido.
A propósito del libro “Apóstoles de la violencia” de Camilo Rovira. (Cerrojo Ediciones, 2017)

Por Ismael Rivera


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Apóstoles de la violencia. Un título que me llamó la atención en cuanto me propusieron presentarlo. El apóstol propaga el mensaje, es un “pescador de hombres”. Pero estos apóstoles reclutan para la violencia. Sin importar “de qué lado están”, como si la vida de dos bandos estuviese hecha, el gesto urgente del violento es el germen de este libro.

La violencia de un hombre es la violencia de todos los hombres. Borges no lo dijo así, pero me tomo esa libertad. Algo dijo como que el dolor de un hombre es el dolor de todos los hombres. Pero para este libro, el cambio viene de cajón. Habría que agregar que la violencia que es capaz de aguantar un hombre o una mujer es la misma que es capaz de aguantar todo hombre o toda mujer. Y Camilo, creo, ha leído bastante bien a Borges.

Los cuentos a los que nos expone Rovira vienen marcados por la oralidad borgeana. Son breves, huelen a conversas en el bar del barrio. Es ese igual que tú que te cuenta lo que le pasó al otro allá, lejos, que lo oyó en alguna radio o que un primo le contó, o que pudo pasar acá en la esquina, al rato que pasaste. Así te atrapa Rovira. Te cuenta. Y no tiene miedo de cambiarse de continente para mostrar el horror, porque la violencia la viven todos y todas. Y no tiene miedo de reescribir la historia hacia atrás o hacia adelante, porque un escritor que se precie de tal, no tiene miedo, escribe.

“Escapismos”, segundo cuento de este libro, delinea de entrada esta idea borgeana que Camilo continua. Gonzalo, Keled y Munir se ven presos de la violencia. Diferentes contextos, distintos países, vidas disociadas en la sed, y cómo cada una se enfrenta a esa violencia. Distintos caminos que cada uno toma. Chile, Palestina y Afganistán como realidades simultáneas, donde cada uno sueña al otro y su dolor. Y cuando uno decide vengarse, los venga a todos. Aquí es donde estos textos se separan de Borges y el autor los lleva a su propio territorio.

Rovira no juzga la violencia, más bien la asume como un inevitable del ser humano. Pero no se queda en la simpleza de asumirla: la problematiza. ¿De quién proviene la violencia? Parece preguntarse el autor en sus textos. Los cuentos que nos presenta no son inocentes ante la violencia de los medios de comunicación y su complicidad con la violencia ejercida a diario por el empresariado.  Está consciente del rol que ambos poderes cumplen en el control que se ejerce sobre nuestros cuerpos día a día. Es así como mediante la elección de sus protagonistas, logra construir y parodiar el foco en el que los mismos medios de comunicación sitúan al justiciero. Porque los protagonistas de estas historias que nos cuenta Rovira, son los que responden a la violencia con violencia. Son los cansados del abuso, que decidieron hacer justicia por sus manos ante un sistema que los obligó a esa radicalidad. Y eso huele a parafina, y nos gusta.

A lo largo del libro, Rovira persiste con la idea del fuego purificador. Existe una urgencia en que esta realidad tan charcha, culpa nuestra y de nuestros padres, arda. Ya sea por terremotos, genios demoníacos o terroristas anarcoambientalistas, esta realidad debe arder. Porque ya no hay vuelta que darle, porque miren cómo nos la entregaron. Y recuerdo nuevamente al Borges de las ruinas circulares, cuyos seres solo sabían que eran un sueño porque el fuego no les hacía daño. Los protagonistas de los relatos de Camilo quieren el fuego a su alrededor, porque saben que el fuego, a ellos, no los tocará. Que se queme todo: catedrales, monumentos, cerros completos con vírgenes negras escupiendo lava. Pero no, a ellos el fuego solo les lamerá las plantas de los pies, porque ellos lo iniciaron. A propósito, cito una canción: “Destruir y destruir. Destruir y construir. Desorden para mi jardín, desorden para verme más feliz.” Y en esta copia triste del Edén, parece que debemos quemar mucho antes de poder construir.

Volvamos al título del libro que nos convoca, Apóstoles de la violencia, conectémoslo con este Edén en llamas del que acabo de hablarles. El mundo como un lugar de creyentes de una religión cobarde, donde la violencia y no el amor fue el triunfador. Y los que prenden fuego lo hacen como purificación. Por amor, justamente. No es casualidad entonces que Camilo Rovira, en su cuento “Apocalíptico”, nos presente a un Dios pusilánime, león escondido dentro de un clóset aterrorizado por su propia creación. No es Narnia y el león no ruge. Es nuestro planeta y su gente se hace mierda. Y a Dios no lo mataron porque estaba escondido. El gesto máximo: una niña y un niño lo encuentran. Aquí nacen los apóstoles. Eso es violencia, ahí donde esos niños pierden la inocencia, al encontrar al rey de la selva temblando, iluminado apenas por unos rayos de luz, mientras las bombas caen a su alrededor.

Diciembre, 2017. Nuevo año de la desmemoria.


 

 

 

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A dios no lo mataron, estaba escondido.
A propósito del libro “Apóstoles de la violencia” de Camilo Rovira. (Cerrojo Ediciones, 2017)
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