Mi madre siempre ha cocinado teniendo en su mente las directrices que alguna vez le dio su propia abuela, las que incluían el concepto de balancear las comidas y de la realización de ciertos platos en ciertos días. Así los lunes y martes son de legumbres, miércoles y jueves son de algún guiso de verdura, el viernes es tortilla con algo y los fines de semana se comen algún tipo de carne. La época de mayor rigurosidad de este menú diario opero cuando mi hermano y yo estábamos en el período de crecimiento. Y este método se entronizaba con la logística de tener todos los sábados muy cerca de casa la feria del barrio.
Los hijos en crecimiento, la dieta balanceada, la feria próxima dieron como resultado una fórmula que a mi mamá le pareció perfecta; el sábado se come pescados. Hasta acá todo suena bien, el asunto es que la suscribe y escribe tiene muy poco feeling con los pescados y mariscos. Antes me avergonzaba decirlo, se sabe que la finura culinaria está asociada al mucho deleite y placer de comer estos alimentos. Un compañero de trabajo me dijo una vez “si quieres saber cuán de bueno es un restorán debes pedir pescado, ahí se sabe la calidad del lugar” desde ese momento nunca he decidido testear a ningún restorán más allá de las carnes, así vivo con la ilusión que todos los locales que he visitado son muy buenos.
Mi madre sin embargo, en su calidad de cuidadora, perseveró con la idea de la dieta balanceada y tuve que enfrentarme todos los sábados de mi niñez con la disciplina de comer algo que no me gustaba, pero que dadas todas las disertaciones que mi mamá dio al asunto, era de muchas propiedades y gran valor nutritivo. Cuando mi abuela venía a visitarnos ese “Congreso chileno en defensa de los pescados y mariscos” lo coronaba la veterana con una master class sobre las bondades de las cabezas de pescado. Ponencia que era amenizada con todo un ritual: mi madre compraba la pescada en la feria para hacer el caldillo, le pedía las testas al pescadero -al llegar a casa con esa sobredosis de yodo desde mi pieza podía sentir el olor a pescado fresco- ponía hervir la cabezas en una olla y después sacaba las molleras las ponía en un plato y mi abuela procedía a comerse la carne. Una vez cuando tenía 10 años ante el espectáculo dantesco de la veterana con las testas y chupando los huesitos le pregunte “¿Por qué come cabezas de pescado?”. Ella me contesto de forma misteriosa con una sonrisa: “Para no hablar cabezas de pescado mijita.”
La perspectiva de los caldillos todos los sábados, debo decir, que en mi segunda infancia me tocaba un poco la felicidad de los viernes en la tarde al salir del colegio. “Que rico empieza el fin de semana ¿qué iremos a comer mañana?…ah…caldillo” fue una frase que varias veces paso por mi mente con sus afirmaciones, sus preguntas y sus respuestas. Con el paso del tiempo me di cuenta que en realidad el pescado, las papas, las zanahorias, la cebollas más el caldo con salsa de tomate eran bastante agradables. Descubrí que mi piedra de tope eran los mariscos. Me parecían tan raros en sus caparazones y al paladar era como probar algo chicloso de disímil textura. Una vez se me ocurrió la idea de partir por la mitad un chorito sacado de su concha, el milagro de ver un micro sistema vivo me pareció una pequeña pesadilla de bolsillo. Conforme fui creciendo y entrando a la pre adolescencia con mi mamá fui negociando qué comer del caldillo, llegamos a un acuerdo tácito de que comía todo menos los mariscos.
Pero llego un día cuando yo ya tenía 17 años, otro sábado después de comer, que simplemente le dije a mi madre “mamá no voy a comer más de esto”. Ella me escucho y se dio cuenta en la convicción adulta que tenía al respecto, no discutimos, nos dimos cuenta que se cerraba mi ciclo de adolescencia, entraba a la juventud y con ella el caldillo se quedaba atrás.
Debo decir que una vez cerrada la fase del caldillo, mi madre abrió otras etapas que nos ayudaban a las comidas balanceadas, como el de los pescados asados. Los mejores pescados al horno los he comido en mi casa. Me consuelo por mi poco gusto con los mariscos, pensando que quizá me desagradan porque a lo mejor soy alérgica a alguno de ellos, y mi cuerpo como una forma de protección, me hace no inclinarme a ese sabor. Siempre cuando tocamos el tema de los 11 años de sábados con caldillo mi madre remata “te cocinaba caldillo porque el pescado tiene mucho fósforo y yodo, gracias a eso saliste tan inteligente.”
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Por Carolina Reyes Torres