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Reseña a La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez

Por Cecilia Palmeiro

 

 



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Abordando la pregunta de: ¿cómo narrar el horror (que conlleva a otras preguntas como ¿el horror es representable?), la novela indaga en la relación entre el lenguaje, cuerpo y política para establecer un puente crítico entre pasado y presente.

Relato de la "guerra popular" y del terrorismo de Estado desde el contraste de tres voces femeninas, minoritarias, la novela desglosa la Historia en tres relatos desde tres perspectivas en conflicto sin restar razón a ninguna, como  flujo de tres temporalidades diferenciales, discontinuas, que se encuentran en un punto del conflicto en el que a las tres les pasa lo mismo como víctimas del patriarcado (pasan del encierro al espanto, que es la sangre de la aurora). En ese punto las tres voces pasan a formar parte de una suerte de dispositivo colectivo de enunciación y se vuelve evidente el juego de nombres: M de Marcela, Melanie y Modesta, de mamacha, mamacita, mujeres (que junto con los pueblos originarios son siempre los que pagan el precio de la historia). Ese fermento femenino, la sangre de la aurora llega a convertirse, en cuanto fenómeno colectivo, en la sangre de la autora, que se inscribe así en una tradición de las oprimidas.

La novela de Salazar Jiménez nos invita a pensar la historia desde el cuerpo, y la política en relación con el deseo: qué es lo que lleva a Marcela a unirse a la lucha armada, qué es lo que lleva a Melanie a salir de la burbuja o a Modesta a querer estar sola. Lejos de una perspectiva realista o historicista, la novela apunta a crear una memoria del cuerpo reescribiendo la historia desde el punto de vista del deseo, con un sentido múltiple que fluye al ritmo de los actos extremos del cuerpo, según la estructura de la memoria individual que en esa articulación narrativa se vuelve colectiva y política.

El horror busca una forma de ser nombrado que se le resiste. El lenguaje llega a un límite en el que no puede dar cuenta de él: la extrema violencia muchas veces no aparece narrada sino poetizada. Fragmentos de ruinas de lenguaje, semejantes al Celine de las bombas y las onomatopeyas, emergen del fondo del relato para hacernos sentir en el cuerpo ese imposible proceso de significación. La ruptura que empieza por la sintaxis y termina por las palabras rasga el orden simbólico (así como los cuerpos) para que aparezca lo real: fragmentos de historia que se incrustan, sin elaboración, en la trama de la ficción. Así aparecen, en medio de esas ruinas, los toponímicos que indican la temporalidad histórica: Lucanamarca, Accomarca.

Esa ruptura de la linealidad del lenguaje transforma la página en una constelación de voces: la heteroglosia se manifiesta en los momentos de descontrol: cuando no hay narradora que pueda contar lo que pasa (los ataques). Porque justamente la literatura es capaz de contar como no lo puede hacer la historia, narrada siempre desde una voz única, objetiva.

Memoria femenina y minoritaria: la tradición de los oprimidos que no son los sujetos principales de la historia con mayúscula. Contra todo historicismo, la historia es un collage de fragmentos discontinuos en tiempos a distintas velocidades y en distintas direcciones. La discontinuidad era la característica principal de la historiografía materialista de Benjamin: aquella que focalizaba en las rupturas, los hiatos, los momentos disruptivos.

En esa línea entran también las víctimas habituales de todos los procesos históricos del Perú (y de América Latina): los pueblos originarios. Así, el relato de la perspectiva de Modesta no tiene siquiera su propia voz: se le habla en segunda persona.

Pero la novela no se detiene en una crítica o en la inscripción en una tradición; sutilmente formula también un programa en relación a la variante política que la lucha armada y la represión dejaban de lado: el orden del deseo.

El cuerpo aparece como "arma" para la transformación social en Marcela. Sobre el cuerpo del militante, Herbert Daniel decía :un angel exterminador de sexo exterminado (H. Daniel), una instancia táctica al servicio de una técnica política (M. Moreno). La novela se atreve a indagar en aquello que de deseo había en la lucha armada, así como de voluntad de poder.

Esa separación del rumbo objetivo de la historia (un sendero luminoso hacia la revolución) respecto de los afectos fue uno de los problemas fundamentales de la lucha armada. En cuanto al cuerpo, su política era tan reaccionaria como la del Estado militar.

En ese punto, la novela propone otra forma de pensar el cuerpo en relación con la política: la sexualidad disidente y formas de vida alternativas como micropolítica de transformación.

"Que me explote la música en el cuerpo antes que una bomba". (42) Los fragmentos poéticos aparecen también en el baile y el sexo, en los movimientos extremos del cuerpo. La sangre de la aurora tiene encriptada una salida de ese mundo, justamente en la fusión de los tres discursos principales: el delirio que mezcla la fiesta con la revolución: “clandestinidad alegre”. Erotización de la política. Esa sería la verdadera microrevolución.

El texto también husmea la construcción discursiva del sentido común que apoyaba a los militares por el miedo a los terrucos, cómo se manipulan las noticias, cómo se forma la opinión pública y el pánico social.  Pero también sobre cómo se forman discursividades a partir de lecturas de textos "sagrados" de Marx, Lenin, o Mao,  implícitamente Mariátegui: la política como efecto de (mala) lectura (bovarismo). En ese sentido es una novela sobre cómo el orden del discurso afecta el de los cuerpos, que apunta a pensar en una transformación inversa: cómo hacer para que el orden de los cuerpos transforme el orden del discurso político pero también de la literatura, para hacerle dar una nueva vuelta de tuerca y llevar la literatura, una vez más, a potenciar esa transformación en el plano del cuerpo.



 

 


 

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