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ALELUYA DE UN ROTO SILENCIO
A propósito de “Penumbra sin sombrero”, de Carmen Schaub Timmermann. (2000)

Por Mariano Muñoz-Hidalgo


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para Carmen
         y su voz


Fulgor carmesí

¿Qué se dice entre susurros cuando nos hallamos solos y el enigma de la tenaza nos acosa con luz viva?  ¿Qué hay de inconfesable en esos murmullos propios del que habla para sí?  Sólo el cuerpo lo sabe.  Lo sabe y calla su clamor celular metamorfoseándolo en más vida silenciosa: toda mujer civilizada es el misterio carnal de una mordaza, de la infamante desesperación de sentir a borbotones y desde nacida (o antes, si puede ser antes) aquello que se destruye con sólo narrarlo, pues las palabras son masculinas y es una traición ponerlas en relato.

Si el disimulo es estrategia de supervivencia obligada, entonces la metáfora ha sido toda femineidad forzada a sobrevida.  Disimulo que hemos censurado como falsía, encubriendo con ello nuestra masculina ignorancia del misterio femenil debido al pánico que nos provoca enterarnos de su secreto: en el goce femenino los hombres podemos devenir objeto efímero, visitante de transcurso que ha confundido delicia, delirio y delito.

Empero, he aquí que una mujer rompe su rojo silencio, desde el dolor que ya antes ha sido, manando un venero que debo envidiar bello: la poesía de Carmen Schaub me confirma que el caudal de imágenes es en definitiva acopio sonoro para un lenguaje primigenio que se nutre en la propia entraña.

Prosa, entonces; prosa femenina y a no confundirla con mujer prosaica, que hay todo de Poesía en este discurso hondo de fulgor tan alto.


Roja soledad

Los hombres producimos discursos de seducción, las mujeres generan textos una vez seducidas...  Puesto que nuestras palabras apuntan siempre a un evento ulterior: conseguir el goce, despejar para ingresar, impulsándonos con el flagelo de nuestra verba.  Ellas, en cambio, evocan.  Su palabra es nostalgia del llenamiento, reminiscencia del dolor, recordación de la pérdida y, por ello mismo, íntima complacencia en la repetición.  La palabra femenina es traición del secreto corporal, puesta en habla de lo que acostumbramos callar y se despliega por ello mismo sediciosa al hacer presente lo soterrado.

Cuando una mujer llega a hablar aleja de sí un designio mítico, revoca el maleficio del silencio y su transgresión se castiga con soledad.  No el burdo rechazo de la “buena sociedad”, que algunos consideramos un alivio honroso, sino la brecha instantánea que se abre entre ella cantatriz y las mujeres mudas, es decir, las que parlotean.  Transitando una ilegalidad que no le será perdonada sin cobro por las demás, ni siquiera por las pocas que lleguen a entenderla.  Ha ingresado en el reino del verbo, coto de caza masculino desde la expulsión del paraíso, y su llegada asustará además a los patéticos guerreros, ese común de aguerridos mediocres cuya pequeñez ha consistido en creer que la grandeza de la gloria es resultado del tamaño de la espada, confundidos entre magnitud e hinchazón.

Así, lapidada por unos e incomprendida por otros, la escribiente se refugia en lo único que le es propio: su cuerpo.  Y, retirándose a este cubil, su repliegue se vuelve maestría: aquilata sensaciones, perfecciona vivencias, posee y ejerce más conciencia.  En suma, proclama la apoteosis del orgasmo consigo misma, en sudorosa sensación silente.

De allí en adelante, sólo saldrá de su guarida interior para cazar, pues su vocación de loba es trasunto de una forma feral de soledad.  Mas la soledad es diferente al abandono: este último es una miseria infligida por otros, en tanto la primera es una alta dignidad rupícola y una lacerante majestad saxátil.

En la obra de Carmen advierto por doquier las huellas de esa majestad agreste, concebida en pecado pleno y laboriosamente ornada con el primor de la palabra poética.  Su lenguaje es transcripción histórica de la cual ha escamoteado las fechas, por tratarse de progresión vital y no compendio curricular, y la belleza de su expresión no transmite imágenes visuales sino metáforas intestinas.  Reconozco vocación de tuétano, regocijo de entraña y maestría sensual en un habla que no me interpela ni busca mi captura, un habla que es soliloquio, texto consigo misma, polifónico discurso en sordina, lúcida mirada con ojos cerrados; es palabra fruto de la plétora, que no vicioso canto de sirena agazapada; a pesar de ello, oírlo es perdición de sal, es petrificarse por mirar atrás, pues una vez conocido su mensaje es imposible no encenderse en tinta o saliva y escribirle o decirle en réplica.  Esto la hace también prosa prolífera, promiscua y predilecta para quienes sentimos que en otra existencia pudimos haber sido mujer: prolífera por su feracidad para incentivar más discurso  -naturaleza propia de las hembras de toda especie-, promiscua por el regocijo en el amasijo con otras hablas y predilecta por el íntimo concordato que establecemos entre lo que dice y lo que deseamos oír. Es decir, propuesta abierta e involuntaria de sensualidad propia y escarnio ajeno.


La compañía encendida

Los fantasmas del escritor, el derredor de sombras que conlleva el escribir, son aquí cohorte de recuerdos.  Amalgama procaz de lo lúbrico y lo tétrico, Carmen cuenta con una miríada de espectros para poblar sus textos, aunque la pregunta aún repta insidiosa:  ¿qué es lo que calla?  ¿Qué hay tras el rojo silencio que dio título a su primer libro?

Aquí cobra cuerpo la que llamo “hipótesis telúrica”:  hay en una mujer creciendo un movimiento subterráneo, una forma volcánica de ebullición sensorial que se magnifica centrípetamente al inicio, expansivamente luego y cálidamente siempre.  Cuestión de sentido, espacio y temperatura.  En un principio fue el Cuerpo... y todo cuerpo que siente es una interposición opaca entre la virtud brillante y el mundo real: entonces la sombra como metáfora a lo Schlemihl, como representación de esa guardia mayor de sensaciones que no cejan, lastre o motor de toda vida al cabo.

La historia de toda mujer del siglo es el aprendizaje del silencio y la entronización de un doloroso proceso de alienación respecto del cuerpo.  En nuestra socialización litúrgico-valórica, la maldición que ha recaído sobre lo femenino es la sobrevaloración de la maternidad a través del mito de María, que no sólo exalta la maternidad como culminación de la esencia de la mujer sino que desliza la noción de la virginidad como virtud.  Ello es la condenación del goce como fin en sí y su degradación a mero vehículo de interés por la procreación.  Tal vez haya en esto mucho de siniestro por lo coherente del esquema, del mismo modo en que la persecución de la bruja medieval es un aspaviento producto de la impotencia del sacerdote.  Y así una mujer aprende a crecer sin gozar, perpetuando una histeria social que es triunfo de la frigidez.  El proceso de emancipación personal de la mujer requiere la ruptura de las cadenas de hielo que maniatan la anatomía de la triste ciudadana y la substitución privada de la mortecina virtud por una saludable hipocresía: la de llegar a sentir sin declararlo.  Una mujer incapaz de llevar sus dedos hacia el centro húmedo de su identidad es una conciencia prisionera en un cuerpo muerto.  Pero, además de tocarse, debe aprender a callarlo para subsistir.  Y así el silencio se instaura como necesaria estrategia de quien siente, en substitución de la neurosis de quien se aterra ante el abismo de su propia sexualidad.

Y para sentir, el acicate de las íntimas fantasías acompañando la exploración de los dedos: el goce es la misteriosa amalgama de sueño y soma.  He aquí la sombra.

Y si desandamos el camino, la sombra surge de un cuerpo, y éste la proyecta debido al fulgor encendido del deseo, compañía y fuente de toda claridad.  Es el cuerpo entre el espasmo y la gloria.  He aquí la luz.


La inquieta claridad del vértigo

El trayecto se advierte áspero: he escuchado tanta voz femenina en acto confesional, acompañado tanta queja con solidaridad fatal, que fui iniciado en el doloroso tránsito desde la comodidad socialmente consagrada hasta la dignidad rudimentaria de estar solo.

Porque asomarse al goce consigo mismo es requisito en la valentía de sentir, y acompañar el cuerpo con la humedad de toda fantasía es desbrozar la senda del decir: no es posible callar para siempre y al mismo tiempo conservarse digno.  Llega un instante, porfiadamente repetido a ultranza, en que una mujer rompe el silencio, so riesgo de ahogarse con tanto significado que la llena.  Entonces una literatura femenina es más que minusválida apología del autoerotismo: es precipitarse de lleno entre los vocablos buscando el alumbramiento de las sensaciones otrora sofocadas, es desenterrar y desentrañar y exhumar y alzar hacia la claridad el milagro del goce.  Así, la literatura femenina es la primera forma de maternidad verdaderamente fecunda.  Si las escritoras paren sus textos desde un dolor quintaesenciado en goce, entonces la maternidad debe aprender de la literatura, pues el destino de los hijos es también circular como los libros derramando contenido.  La virginidad es un pecado de lesa escritura, un ultraje cultural que sólo se redime creando.


Del decoro al descaro

En estos escritos asistimos a una profunda revisión vital que, no obstante su temática personal e íntima, se hace emblemática de un sentir generalizado: el vendado derrotero de quien comienza a ciegas su propia existencia y se ve forzada por la circunstancia social a escindirse en dos mundos antitéticos: la sumisión deletérea a normas rígidas y la rebelión preparada en secreto.  Gesta de independencia personal y épica del escriba liberto, su prosa poética es la manumisión definitiva que la hace despertar en un mundo en ruinas.  De ese descalabro sin retorno que es el desmoronamiento de las tibias certidumbres infantiles, surge una niña-mujer-sabia que conserva las huellas legibles de sus etapas de evolución en orden biográficamente cronológico: rechazo, dolor, miedo, error, pérdida, tristeza, ira, ardor, fulgor y amor.

Etapas capaces de producir por sublimación a la literatura entera: desde el rechazo de Carmen al dolor de la Ibarbourou, del miedo de Sor Juana y su error hasta la pérdida de Nira Etchenique; la ira de Belinda Zubicueta, la tristeza y el rencor de Alfonsina hasta el ardor de Safo, el fulgor de Gioconda Belli y el amor de todas, resulta un mosaico índigo, carmesí y azabache que transmuta en letra tanta experiencia delineando tantas vidas.  Todo escritor se nutre de los demás porque nuestro oficio no admite más propiedad privada que el estilo: es vocación derrumbadora de alambradas, angustioso llamado a los semejantes, convocatoria para trasver la pena, inmersión viciosa en un fermento sonoro, soliloquio y coro simultáneos, ruptura del decoro para instaurar el descaro.  Y Carmen Schaub ha roto el odre ancestral que sofoca tantas vidas derramando su flujo encendido sobre páginas que ahora cantan ardiendo.  Ánimo, animal, que no hay regreso desde la valentía, que no hay cadenas desde que se despierta desde la razón a tu surrealismo de maga creatriz, que no habrá nunca más muerte donde haya cantado tu poesía: y tu pluma es fogosa redención de un silencio vociferante que canta por voz de hembra.


Redención escarlata

Escribir es partirse la garganta en un papel, rasgar de pluma la virtud de la blancura y limpiar la propia existencia embadurnando cuartillas.  Pero es también morir de tinta en cada recuerdo y alejarse de lo obvio a golpes de vocablo, es decir, escribir se hace una vida que narra otras vidas, pudiendo morir en el intento. Porque nada hay más peligroso que auscultar descuidadamente en el propio fondo existencial: ora hay simples reminiscencias, ora una sierpe obscura deseando alimentarse con nuestro corazón, y ¿qué escritura es más luminosa que los monstruos del sueño de la razón? 

Sólo la verdad inscrita en el cuerpo, cuya memoria es anterior al lenguaje.  Como la poesía de esta mujer, anterior a toda mentira; como la voz de esta escritora, ulterior a todo olvido, exterior a toda sombra, interior a toda Vida: he aquí su cuerpo y su luz, en connubio lingüístico para ahuyentar la tiniebla.  Tras su roto silencio, alabada sea toda la escritura, superior a toda censura.


Santiago de Chile. 1998

                                                                                  

 

 

 

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A propósito de “Penumbra sin sombrero”, de Carmen Schaub Timmermann. (2000).
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