“La niebla dijo no y el Sol pasó. El árbol dijo no y el Sol pasó. La muerte dijo no y el Sol, Qué pasó con el Sol”.
Quelentaro.
Hace algunos años, cuando recién había cruzado mi segunda década en este mundo, era yo el empleado de una obra de ampliación en Colina, la cual estaba a cargo de mi tío Carlos Tello. Muchos recuerdos albergo en mi memoria de esos seis días que aguanté bajo los rigores del trabajo en la construcción. Por ejemplo, que al término de esa bíblica sexta jornada ya no me demoraba catorce intentos en pegar un clavo sino sólo cuatro o cinco. O también el hecho de que, a pesar de que mis habilidades para el trabajo eran las que sólo puede ostentar un estudiante de Literatura, es decir, nulas, todos los maestros y jornales de la obra me trataban con especial deferencia, pues era el sobrino de Don Carlos Tello, quien impuso a todos que se me tratase como “Profesor”, porque “Carlitos estudia en la Católica”. También recuerdo que me pagaba lo mismo que a un maestro, según me decía él, aunque mi memoria sólo me dicta que en ese entonces yo era un maestro en la inoperancia. Ignoro si el consejo que me dio él y otros obreros después de mi primera jornada de trabajo luego de ampollarme las manos, el cual consistía en rociar mis manos con mi propia orina antes de acostarme, fue sólo una gran humorada o si era cierto, quién sabe. Espero que haya sido una broma, pues sólo refrendaría su sublime sentido del humor. Todos estos son lindos recuerdos, sin duda, pero no más bellos que el que sigue. En una de esas seis jornadas, palabras más, palabras menos, mi tío me propinó el siguiente adagio: “La construcción es una cuestión muy linda, porque estás creando un lugar donde van a vivir personas, por eso hay que hacerlo bien”. Cualquier comentario a esta frase sobra, pero quisiera agregar otro: hacer el trabajo bien se transformó para mí en una directriz de vida, en una de las lecciones que aprendí de él, pues el calibre de un ser humano se mide, lo sé hoy, por la coherencia que enlaza al hombre y sus acciones, al hombre y su obra.
Otro escenario, muchos años antes. Estábamos en su casa de entonces, en la población La Bandera, celebrando algún cumpleaños o cualquier cosa que pretextara una nutrida y bebida reunión familiar. Mi hermano Sebastián frisaba en ese entonces los dos o tres años, y como todos los miembros de la familia recordarán, el Sebita no era necesariamente una taza de leche. Recuerdo que andaba corriendo para todos lados, estrellándose con todo, golpeando a mis primos y arrastrándose por el piso, sobre todo esto último. Si mi memoria me es fiel, creo que ésa fue la primera vez que a mi tío le escuché pronunciar una frase que se ha hecho célebre entre nosotros: “Me encantan los niños”, a la que agregó una más circunstancial: “Ya mijito, ya me dejó brillosito el piso de acá, ahora vaya a trapear un poco más allá”. Las carcajadas tronaron al unísono. Creo que ésa es la primera talla que recuerdo de mi tío Carlos. Después vinieron muchas, centenares, y si a un hombre lo definen sus acciones, sospecho también que lo constituye su sentido del humor. Es por ello que quisiera agregar una última anécdota: corría el año 2008 y me tocó presentar a la familia a mi actual compañera, mi Andreíta. Recuerdo que había un asado en la casa de mi tía Sonia. Recuerdo también que advertí a Andrea de que en esa fiesta iba a conocer a mi tío Carlos Tello, y que por tanto debía prepararse para las bromas que seguramente le jugaría. Le insistí en que no era nada personal, pues la naturaleza de mi tío era poner en aprietos a las personas, sobre todo a las que se integraban a la familia. Era como el salvoconducto que él les dispensaba. Dicho y hecho. No acabábamos de cruzar el portón cuando se escuchó la voz de mi tío profiriendo: “Oigan cabros, ¿y cómo dijeron que era fea la polola de Carlitos?”. Esa fue la bienvenida. En fin, qué les puedo decir, sólo que el humor es y sigue siendo para mí uno de los principales indicadores para evaluar el genio de una persona, su inteligencia o contextura cognitiva. Si no hay humor no hay vida, nunca nos lo dijo así, pero me parece que en eso creía mi tío Carlos Tello. Ésa sería la segunda lección que me propinó, entre muchas otras.
La partida de mi tío me empuja a formularme algunas preguntas de orden metafísico y otras no tanto: ¿qué requiere un ser humano para ser feliz?, ¿son nuestras buenas acciones como padres, esposos, tíos, hermanos o amigos, necesariamente retribuidas de la misma forma por quienes las recibieron de nosotros?, ¿es la enfermedad un factor que pone en riesgo el amor que damos o recibimos?, ¿es nuestro deseo de vivir determinante para seguir en este mundo? No pretendo responder esos interrogantes acá. Sólo quiero enfatizar que los que lo conocimos sabemos que mi tío Carlos Tello amó la vida como muy pocos, vivió la vida como muy pocos y sufrió la vida como muy pocos. Sólo quien ama vivir sufre la vida con esa intensidad, y mi tío lo tenía muy claro. Mirando los hechos en perspectiva creo que, a pesar de todo, mi tío fue un hombre feliz, pues se rodeó de una esposa, hermanos y sobrinos que le mostraron siempre que lo amaban y que no estaba solo.
Algunas otras anécdotas no sobrarán en este trance. Una brillante intelectual británica asocia la memoria con los espacios, y dicha asociación se me hace pertinente en este punto. Si evocamos a mi tío Carlos Tello evocamos también la casa de Laguna Verde, y al hacerlo los recuerdos se multiplican exponencialmente: los primeros meses en que empezaron a construir esa casa, y en la que todos de alguna forma participamos fortificándola; las frías noches mirando concentradamente una fogata, de las que extrajimos una verdad inmutable universal: “Qué es lindo el fuego”; o cuando más de alguno se tuvo que encaramar a la torre de agua para afirmar el colector mientras se trasvasijaba el vital elemento; o cuando mi tío Carlos les exigía a sus sobrinos la fecundación de un lagunino en alguna de las habitaciones de la casa; las tertulias en el negocio que nos prodigaron alegrías en muchas jornadas, mientras los clientes entraban a goteras; los asados en que mi tío se esmeró en bailar “Una cerveza”; etc., etc., etc. Las palabras se hacen zancadillas entre sí, y no logro articular mi dolor en una fórmula que sea lo suficientemente comunicativa, que grafique simultáneamente quién fue mi tío Carlos. Seguramente no la hay, pero sé que debo conformarme con esta torpe retahíla de frases que no le hacen justicia.
Siempre lo recordaré como una persona de un humor genial, e incluso hoy en que ya no está con nosotros, no puedo dejar de recordarlo sin esbozar una sonrisa. Con eso me quedo, porque los momentos de felicidad que nos entregó fueron muchísimos, y sería egoísta de mi parte no darle las gracias. Por ello, invito a todos a celebrar la vida de mi tío Carlos Tello, el hombre en quien se imbricó la obra material que elaboró con sus propias manos y el humor. Seguramente todos los que somos parte de su familia somos testigos en nuestras propias casas de algo que él haya construido. Ahora nos queda dar gracias por ese testimonio arquitectónico, y después sólo reír. Ése es su legado y es, en consecuencia, la forma en la que él nos demanda recordarlo. In memoriam.
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El hombre y su obra o sobre el humor: una crónica familiar
Por Carlos Alexis Hernández Tello