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Y también el humor en la poesía de Vallejo
Jorge Díaz Herrera
Cuadernos Hispanoamericanos. N°492. Junio de 1991
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Hace más de dieciséis años visité por primera vez la casa de César Vallejo en Santiago de Chuco, y conocí a su hermana Natividad. La impresión que me causó su rostro es un recuerdo perpetuo en mi memoria. Delgada, altiva, con el ceño fruncido y toda vestida de negro me abrió la puerta de la casa, y yo tuve la sensación de estar frente a la imagen del poeta transfigurado en una cara de mujer. Tal era la semejanza con el hermano. Semejanza que se enriquecería con sorprendentes afinidades.
Luego de invitarme a entrar con un ademán cortés, Natividad paseó con cierto desdén y evidente ironía la mirada por las paredes y el cielo raso de la sala, y me dijo sentenciosamente: «Así que viene usted a ver la casa, al poeta. Sí. Claro. Ahora vienen a verlo. Ahora lo ven. Pero también sería bueno que vieran a la sobrina del poeta, a ésta». Y, con un gesto, me señaló a una jovencita ruborizada por el aturdimiento que le producía el hallarse frente a la visita inesperada, al extraño, al forastero. La saludé con una venia. Natividad, sin elevar el tono de la voz pero dando más energía a sus palabras, agregó: «Esta es la sobrina de César Vallejo», y me contó que el día anterior, «ayer no más», la habían rechazado en su intento de ingresar a la Escuela Normal de Santiago de Chuco sólo por darle esa vacante a la hija de un condorazo. Reiteró la expresión: «Sí, señor. Para darle la vacante a la hija de un condorazo». Había en el tono de su voz el acento propio de las quejas insondables pero hirientes, de las rebeldías impotentes pero coléricas, de las apelaciones populares. Dijo ésas y otras palabras más, muchas de las cuales me resultaron ininteligibles por perderse como un rumor entre sus labios. Seguí tras ella hacia el interior de la casa:
—Así es la vida -le dije con el propósito de aliviarla en su indignación.
—Claro, Dios lo quiso así -replicó sarcástica, encogiéndose de hombros como en un gesto de desdén.
Al escucharla referirse a Dios de esa manera, acento muy típico de las mujeres viejas del Perú cuando simulan halagar algo que desdeñan, y por esas asociaciones espontáneas que las expresiones propias de una naturaleza común traen a la mente, se me vino el recuerdo de esa anécdota castellana del siglo XVI con la que, según Alfonso Reyes, oyó a Salvador de Madariaga ejemplificar el humorismo vascongado: «Un hombre cae por una ladera. Se salva agarrándose de un tronco. ¡Gracias a Dios!, le grita su compañero. Y él contesta: Gracias a palo, que la voluntad de Dios bien clara estaba». Anécdota que, a su vez, avivó en mi memoria aquel popular cuarteto:
Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos
Que Dios ayuda a los malos
cuando son más que los buenos.
Aquella asociación fue para mí como campanazo, como el anuncio de una misa nueva en la liturgia personal con la que suelo celebrar a Vallejo. Luego llegarían otras asociaciones que referiré en su momento.
Mientras seguía a Natividad hacia el fondo de la casa, al pasar por el zaguán, vi el cordel de la ropa secándose al sol; sobresalían una sábanas blancas:
— Ha tenido usted dura faena —le dije, señalando el cordel.
— Ahí están pues las blancuras al sol —me respondió.
Tan pronto Natividad concluyó aquella frase («Ahí están pues las blancuras al sol»), surgieron en mi mente innumerables asociaciones entre los términos, así como entre la atmósfera que creaba aquel lenguaje familiar y el lenguaje poético de Vallejo. Enumeraré algunas de esas asociaciones entre ciertos versos del poeta y ciertas frases de aquella mujer que era su hermana y seguía aún trajinando en la casa familiar de ambos, en aquel recinto de sus mutuas infancias:
De la elegía que escribió Vallejo a Alfonso de Silva, uno de sus más entrañables amigos:
«Alfonso estás mirándome, lo veo» («Sí, pues. Ahora vienen a verlo. Ahora lo ven.»)
De «Telúrica y magnética»:
(¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!) («Sí, señor, para darle la vacante a la hija de un condorazo».)
De «Idilio muerto»:
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
(...) Dónde estarán sus manos que en actitud contrita
planchaban en las tardes blancuras por venir; («Ahí están pues las blancuras al sol»).
Tales asociaciones y algunas otras que referiré después motivaron en mí la sensación de percibir que aquella mujer, Natividad, la hermana de Vallejo, hablaba con el acento propio de los versos del poeta. Que la gran poesía de Vallejo no había abandonado su lenguaje familiar, sino que lo había transfigurado a la más alta categoría estética. La nutriente materna, las palabras del hogar permanecían, convertidas por el genio del poeta, en una forma de expresión universal. ¿Acaso la grandeza del creador no reside en su capacidad de transfigurar tanto su experiencia individual en universal como la experiencia individual en universal? ¿Acaso la locura del Quijote no es la buena locura de todos, como la buena locura de todos es la del Quijote? Aquellas asociaciones y raciocionios despertaron en mí la convicción de que una de las columnas más sólidas sobre las que se afirmaba la trascendencia de Vallejo era el haber universalizado su habla ancestral, su entorno expresivo más íntimo, su lenguaje familiar. Haber logrado el prodigio de ser más sin dejar de ser él mismo, como lo intuye en su carta dirigida a Juan Larrea el 29 de enero de 1932, seis años antes de su muerte y desde París: «...He cambiado seguramente, pero soy quizá el mismo». Resulta importante recordar, en este aspecto, al poeta peruano y estudioso de Vallejo Américo Ferrari cuando afirma: «El poeta quiere que aquello que es "sea sin ser más", que "nada trascienda hacia afuera", para que "no glise en el gran colapso". Pero al mismo tiempo comprueba que es imposible que algo sea sin dispersarse fuera de sí mismo en un proceso de multiplicación que es la existencia: "No deis 1, que resonará al infinito/ Y no deis 0, que callará tanto/ hasta despertar y poner de pie al 1".»
Confesaré también que aquella visita a la casa de César Vallejo, en el pueblo de Santiago de Chuco, me deparó otros descubrimientos. Los referiré, como en el caso de las asociaciones, partiendo de la anécdota motivadora, del campanazo. Expresaré, antes, algunas reflexiones: si es verdad que el valor denotativo de una lengua se sostiene en las premisas universales gracias a las cuales los que integran la colectividad que la habla se entienden, es verdad también que los usos familiares, regionales, nacionales suelen crear sus propias claves semánticas merced a las cuales, si bien la palabra gana en contenido, pierde en continente, pérdida que deja de ser tal merced al conocimiento que se tenga de dichos usos. Ejemplo ilustrativo de esta reflexión es la palabra «cóndores» en el verso ya mencionado de Vallejo. Natividad, sin proponérselo, me informó sobre el significado familiar de aquélla al relatarme que la sobrina suya había sido rechazada en su intento de ingresar a la Escuela Normal de Santiago de Chuco para que pudiera ser dada esa vacante a la hija de un personaje influyente o poderoso del pueblo, al que ella lo designó con el apelativo de «condorazo». Es así como, gracias a esta información, la palabra «cóndores» en el verso de Vallejo adquiere una nueva simbología que enriquece la comprensión del poema.
Otro elemento necesario que nos permite, si no la mayor valoración por lo menos la mayor comprensión del poema, es el conocimiento de la atmósfera psicológica, social, cotidiana del poeta. De lo que acontenció en su vida de puertas para adentro. De lo que, por no trascender a su vida pública, no trascendió al universo de sus lectores. De los acentos, de los tonos familiares. De su lógica personal. Ilustraré esta reflexión con el siguiente referente anecdótico: ya ganada un tanto la confianza de Natividad, en mi visita a Santiago de Chuco, empujado por la audacia propia de los jóvenes que quieren saberlo todo de repente, le pregunté a la hermana de Vallejo, entre otras cosas, qué es lo que ella había querido decir, si ella hubiera sido el poeta, con aquel verso de Poemas humanos «Confianza en el anteojo, no en el ojo». Natividad me respondió con soltura que qué confianza podría tener ella en sus ojos, si era miope. La respuesta me hizo reír y Natividad compartió la risa; más aún cuando le hice ver que la interpretación de ese verso había dado origen a las más variadas y contrapuestas versiones entre mis amigos, pero muy alejadas de la que yo acababa de escuchar. Entonces se me vinieron a la mente como un nuevo campanazo aquellos versos de Poemas humanos: «Así es la vida, tal/ como es la vida...» Y fue como si los pensara: «Así es la poesía de Vallejo, tal/ como es la vida». Recordé asimismo, por espontánea asociación, los argumentos de Antenor Orrego cuando le escuché relatar lo que él llamaba «las motivaciones circunstanciales» de los siguientes versos del poema XXXII de Trilce: «Serpentínica u del bizcochero/ enjirafada al tímpano». Contaba Orrego que en él y César Vallejo casi era una costumbre escuchar, desde el cuarto del poeta, en ese largo corredor de viejas puertas del segundo piso del hotel Carranza, de Trujillo, el pregón vespertino del bizcochero que anunciaba su mercancía en la forma caprichosa en que suelen hacerlo los pregoneros: «¡bizcuuuuuuchos!». Y esa o deformada en u del bizcochero que les llegaba a los oídos por el balcón desde la calle, como si la trajera un largo cuello, que por largo era imaginado como el de una jirafa, se transfiguró en el verso vallejiano en la u enjirafada al tímpano.
Antenor Orrego también solía contar cómo, cierta mañana, su amigo César llegó demudado a referirle, aún en Trujillo, la conmoción que le había causado el sueño que tuvo esa noche: Vallejo se había visto muerto en París. De aquí que cuando después escribe «Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo», tenía efectivamente el recuerdo de su muerte en París que, aunque acaecida tan sólo en sueños, era al fin de cuentas un recuerdo en su experiencia. Después, la propia vida o la propia muerte del poeta demostrarían que aquello resultó ser una premonición.
Para enriquecer aún más el universo de «las motivaciones circunstanciales» que dieron nacimiento en la poesía de Vallejo a esas experiencias personales que fueron sus versos, relataré, de mis largas pláticas con el poeta Juan Ríos, aquella en la cual él me contaba un pasaje pintoresco que le sucedió a Vallejo durante uno de sus viajes en un Metro de París: de pronto surgió un imprevisto que incomodó a los pasajeros. La cosa fue creciendo hasta que se armó un gran alboroto. Unos y otros vociferaban protestando por el hecho insólito. Intempestivamente se levantó un hombrecito, de esos cuya apariencia nos hace pensar en lo injusta que es la vida, y a fuerza de gritos y ademanes, hizo callar a todos los pasajeros del tranvía. Luego, cuando el silencio era total, el hombrecito se echó un vibrante discurso hablando en representación de todo el tranvía . En fin, aquella escena era como para reír, pero de ningún modo como para llorar, salvo como para llorar de risa. Juan Ríos, con su elegante y personalísima ironía, recordaba a aquel hombrecito que habló en representación de todo el tranvía y hacía alusión a aquellos versos en los cuales Vallejo hace que su desdichado personaje Pedro Rojas viva en representación de todo el mundo:
Pedro también solía comer
entre las criaturas de su carne, asear, pintar
la mesa y vivir dulcemente en representación de todo el mundo. (III, de España, aparta de mí este cáliz).
Tiene, pues, su propia lógica la vida y su propia lógica la poesía; pero resulta difícil anular o desechar la interrelación de ambas para apreciarlas, para valorarlas mejor. Recordemos las sabias palabras de Marguerite Yourcenar, puestas en boca del emperador Adriano: «La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros».
Sin embargo, resulta útil tener en cuenta juicios como los del profesor italiano y estudioso de Vallejo, Antonio Melis: «Yo creo que puede ser un elemento útil conocer el contexto. Pero también puede despistar. Una exageración de esto puede llevar a una crítica contenidista, y a establecer una relación mecánica entre el contexto históricobiográfico y la realización artística. Es útil pero no suficiente. Lo que queda a lo largo del tiempo es lo que no está estrictamente vinculado a su tiempo». Yo complementaría dichos juicios diciendo que también el alejamiento excesivo de la poesía y la vida del poeta puede convertirse en un distanciamiento peligroso. La poesía puede quedar limitada a una mera estructura lingüística desgajada del fuego personal que animó la concepción y elaboración de la obra. Ni muy lejos que se ignoren, ni muy cerca que se estorben.
Pues bien. Retomando el tema de mi visita a la casa de Vallejo y el asombro gozoso que me produjeron las asociaciones y relaciones encontradas, incidiré sobre el punto referido al verso «Confianza en el anteojo, no en el ojo» y a la sencilla y convincente interpretación que, a su manera, hizo de él Natividad (¿qué confianza podría ella tener en sus ojos, si era miope?), para testimoniar el nuevo hallazgo que tales circunstancias motivaron en mí: la percepción de una nueva faceta de la poesía vallejiana: su particularísimo sentido del humor, su ironía. Acentuaré tales rasgos con ciertas referencias biográficas muy elocuentes.
En mi visita a Santiago de Chuco, algunos viejos amigos y contemporáneos sobrevivientes del poeta, con el desenfado propio de quienes hablan de los recuerdos sin mayor importancia, me contaron de algunas travesuras del hermano de Natividad cuando era niño, del poeta que se fue a Trujillo.y de ahí a Lima y después a morirse en París. Decían que aunque era un muchacho como todos y no se podía negar que era también muy estudioso, César Vallejo tenía sus ocurrencias, como la de esconderles las ropas a los muchachos y a veces hasta a la gente mayor que acostumbraban bañarse desnudos en el río. Hubo incluso un personaje que recordaba aquello con cierto mal humor, por haber sido él una de las víctimas de esa broma. La propia Natividad me refirió que César («mi César», decía ella al nombrarlo) solía ser más alegre que triste, muy cariñoso, sólo que a veces se ponía pensativo y resultaba difícil sacarlo de allí. Me indicó, incluso, el poyo de la casa donde su César se sentaba a mirar y mirar la loma que se divisaba desde ese lugar y que era donde quedaba el panteón. «De tanto mirarlo, se aprendió el camino y se fue pronto», me dijo señalándome el horizonte de aquel paisaje.
Concluida la visita a Santiago de Chuco, y ya en tiempos posteriores y en otros lugares, escucharía algunas anécdotas del poeta, que bien reflejaban su sentido del humor. El poeta Juan Ríos, quien conoció personalmente a Vallejo y estuvo presente en su entierro en París, me contaba que entre las amigas comunes había una francesa en cuyo rostro la naturaleza había sido avara con sus dones. Era en realidad muy fea. César Vallejo, con mucha gracia, le puso como apelativo el nombre de la bella actriz cinematográfica Greta Garbo, apelativo con el cual todos empezaron a llamarla siempre y que, incluso, ella aceptó de buena gana. Hasta hace algunos años esta nueva Greta Garbo aún vivía en París y puede que aún viva por ahí.
El pintor peruano Macedonio de la Torre solía contar la manera como el propio Vallejo celebró el estreno de su traje negro: siempre acostumbraba Vallejo lucir de traje plomo, con el cual era conocido entre sus amistades. Hasta que una vez apareció vestido de negro. «¿Estás de duelo?», le preguntó al verlo así. Vallejo le respondió que efectivamente estaba vistiendo duelo, era el duelo por la muerte de su traje plomo.
Otra de las anécdotas conocidas de Vallejo y, según testigos, referida por el propio Alfonso de Silva, músico peruano que compartió una gran amistad con el poeta y a quien Vallejo dedicó una hermosa elegía tras su temprana muerte, es la siguiente: la situación económica de ambos amigos no era favorable, corrían los primeros tiempos en París. Tal dificultad era resuelta de modo singular: Alfonso tocaba el violín en un restaurante, lo cual le deparaba alguna compensación económica acorde con la benevolencia de los parroquianos. Conforme lo convenido entre ambos amigos, Vallejo solía ir por él a las horas acordadas y, por lo general, Alfonso salía brevemente a pedirle que se diera una vueltecita más, pues lo recolectado aún no resultaba suficiente. Cuando ya pesaba el bolsillo, César y Alfonso se instalaban en un decoroso restaurante y, para dar un buen anticipo a la cena, pedían entusiasmadas un buen aperitivo que agotaba todo lo recaudado. Entonces Vallejo solía quejarse con una burlona exclamación: «Qué suerte la nuestra. Tener para abrir el apetito y no para cerrarlo».
En fin, por ahí andan sueltas otras historias que, por no tener muy clara la identidad de los informantes, prefiero obviar. Sin embargo, resulta oportuna la referencia que, dentro del marco del homenaje internacional tributado a Vallejo en Madrid, entre el 7 y el 11 de noviembre de 1988, me hizo la estudiosa francesa de la obra de Vallejo, Nadine Ly. Ella me contó que el psiquiatra que atendió al poeta Blas de Otero en Francia conoció personalmente a César Vallejo, de quien afirmaba que fue un hombre de recia y sana personalidad, positivo, sereno, ajeno al tipo de psicologías perturbadas o depresivas.
Las referencias anecdóticas que me he limitado a contar en el desarrollo de este tema tienen evidentemente un propósito: poner al descubierto la faceta humorística de Vallejo, no por ello menos tierna ni humana. Recordemos que para Larrea, quien dedicó gran parte de su vida al estudio y difusión de la obra vallejiana, no pasó inadvertido el carácter chaplinesco de algunos personajes protagónicos de la poesía de Vallejo. No olvidemos que el concepto referido a lo chaplinesco es ya una categoría perfectamente diferenciable en el mundo de las ideas y del arte. Es el humor que estremece de ternura, de desolación; que, a través de la risa, da mucho que pensar y mucho que sentir. El estudio de la poesía de Vallejo ha desbordado todos los encasillamientos a los que se la ha pretendido sujetar. En su ensayo Vallejo ayer, Vallejo hoy, Américo Ferrari dice al respecto: «la bibliografía de Vallejo se ha enriquecido y diversificado de manera extraordinaria no sólo en el ámbito del mundo hispánico, sino también en países como Estados Unidos, Inglaterra, Italia o Francia. Esta crítica proliferante, caracterizada por su diversidad, da de la poesía y la poética de Vallejo imágenes e interpretaciones múltiples, a veces complementarias y muchas veces contradictorias». Vallejo, hoy, si lo leemos a través de la hermenéutica de los últimos años, son muchos vallejos, o quizá sería más apropiado decir que esta poesía es una especie de teatro donde se representa un drama en el que intervienen muchos personajes: no olvidemos a este respecto que el desdoblamiento de la personalidad es una de las constantes de la obra vallejiana y que en uno de los poemas escritos en Europa el poeta declara:
¡Cuántas conciencias
simultáneas enrédanse en la mía!
¡Si vierais cómo ese movimiento
apenas cabe ahora en mi conciencia!
(...)
No puedo concebirlo, es aplastante.
Si el autor del poema no puede concebirlo, menos lo podrá concebir el lector y, sin embargo, yo creo que toda la poesía de Vallejo pide un lector que quiera concebir el movimiento de esas cuatro conciencias enredadas en una sola conciencia.
Resulta necesario también no perder de vista que el ser humano, más aún por las características de nervio o de sensibilidad que lo tipifican, el creador, tiene en sus orígenes, en su vertiente geográfica (vertiente compuesta de heredad social, de historia, de geografía y mucho más), la fuente nutritiva más fértil. Acaso por ello se diga que los versos más que palabras son experiencias. Recordemos que Vallejo afirmaba, en cuanto a sus concepciones ideológicas, que él era lo que era más por experiencias vividas que por experiencias aprendidas. Por ello pues es importante, imprescindible, para apreciar el mundo vallejiano en su extensión más amplia y en su profundidad más honda, tener en cuenta la naturaleza de su lugar de origen, de su país, donde él permaneció 29 de sus 46 años de existencia. «La grandeza de Vallejo estaba ya en el curso de su escritura, tanto en poesía como en prosa, sin depender entonces del componente marxista, que encontrará después en Europa y que entroncará en sus discursos europeos», dice Alberto Escobar.
¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo,
y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!
(...)
¡Indio después del hombre y antes de él!
¡Lo entiendo todo en dos flautas
y me doy a entender en una quena!
¡Y los demás, me las pelan...!
Es el Perú, la patria de Vallejo, un país de inmensas complejidades psicológicas, sociales, geográficas. De indescifrables enigmas. De paradojas casi inconcebibles. En él coexisten, más que integrándose, oponiéndose, las más diversas culturas, las más diversas etnias, las más diversas épocas. País plural, indudablemente. Inmenso universo poblado de mestizos que aún no se perfilan en un determinado mestizaje. Luis E. Valcárcel, historiador peruano, refería la siguiente anécdota para ilustrar una de sus tantas controversias: un antropólogo citadino que se encontraba en un pequeño pueblo de la sierra peruana durante la conmemoración del día de los difuntos, trata de influir contra la costumbre de los nativos del lugar haciéndoles ver que la comida que ellos dejan junto a la tumba de sus muertos no tienen ningún sentido, pues se pudre y ahí queda, demasiado desperdicio para nada. Un viejo indígena lo escucha y luego le responde que no puede ver quien no sabe ver, que quien come la comida que ahí dejan no es el cuerpo de los muertos sino el alma de ellos, por eso lo que los difuntos comen no es el cuerpo de la comida que les dejan sino el alma de la comida. Nada importa pues que se pudra. Nada se pierde. El sociólogo peruano Carlos Delgado ampliaba dicha versión con la respuesta que a una actitud semejante a la del antropólogo citadino dio un nativo de la costa norte del Perú: «Nuestros muertos se levantan a comer la comida que les dejamos a la misma hora que los muertos suyos se levantan a oler las flores que ustedes les dejan». El sabio viajero italiano Antonio Raimondi comparó la geografía del Perú, por lo intrincada y caprichosa, con un papel arrugado que alguien empuñó con mucha fuerza y luego lo dejó caer. En fin, resultaría interminable enumerar rasgos y ejemplos que ilustren el carácter multifacético de aquel rostro y aquella alma que es el Perú. Cómo poder negar que ese monumental laberinto de proporciones descomunales que es el Perú encuentra en ese otro descomunal laberinto que es la poesía de Vallejo su más genuina expresión, expresión que a su vez encuentra en el Perú su más genuina vertiente. Tal como si se dijera que Vallejo universaliza al Perú y peruaniza al universo. Sin embargo, aunque no como rasgo exclusivo ni excluyente, hay en esa complicada caracterología del ser peruano un gesto común: el sentido del humor, el acento irónico, el aguijón; la mueca hiriente, la burla zumbona, el desdén punzante. El humor como arma. El humor como caricia. El doble sentido del humor. Y confieso que no tengo temor a equivocarme, al afirmar que en cuanto a la apelación al humor como defensa, no obstante ser una manera muy propia de casi todos los pueblos de la tierra, tienen el pueblo español y el pueblo peruano muchas analogías; a tal punto que bien valdría la pena profundizar aún más su estudio, por lo menos para revitalizar el alicaído tema de la identidad álmica de nuestros pueblos. La hispanidad americana. La americanidad española. Releamos, en este aspecto, dos fragmentos de crónicas escritas por Vallejo en 1924 y en 1926 respectivamente, citadas por el profesor de la Universidad de Pittsburgh Keith A. MacDuffie en su ensayo César Vallejo y la vanguardia en España:
Medio año llevo en París, y puedo decir que, salvo informaciones diarias y nutridas de Nueva York —Le Fígaro dedica una página semanal íntegra a Norteamérica— jamás en rotativo alguno he visto la más mínima noticia de América. ¿Qué significa semejante boicoteo...? Nosotros, en frente de Europa, levantamos y ofrecemos un corazón abierto a todos los nodulos del amor, y de Europa se nos responde con el silencio y con una sordez premeditada y torpe, cuando no un insultante sentido de explotación. (Escrito para el periódico trujillano El Norte, en febrero de 1924).
Desde la costa cantábrica, donde escribo estas palabras vislumbro, los horizontes españoles, poseído de no sé qué emoción inédita y entrañable. Voy a mi tierra, sin duda. Vuelvo a mi América hispana, reencarnada por el amor del verbo que salva las distancias en el suelo castellano, siete veces clavado por los clavos de todas las aventuras colónidas... (Inserto en el referido trabajo.de K. McD.).
En este aspecto, mi condición de frecuente forastero en España y de frecuente forastero en mi país, me han brindado la perspectiva necesaria para percibir que entre ambos mundos, no obstante el tiempo transcurrido y las múltiples y hasta antagónicas particularidades, existe un cauce vivo y dinámico de flujo y reflujo mutuos que sería una deslealtad histórica desechar, y muy lamentablemente para España así como para el Perú y América en su conjunto. Fracturar la naturaleza de los ciclos históricos no trae para el futuro de los pueblos, no obstante aparentes o verídicos resplandores inmediatos, sino irreparables traumas sociales que conducen al desastre. La historia de la humanidad, en este campo, es pródiga en ejemplos. En fin, temas para otros trabajos serán estas líneas que cierro para centrarme en el tema del cual estoy tratando.
Las reflexiones expresadas sobre la naturaleza de la patria de Vallejo encierran el propósito de poner en evidencia (aunque de modo nada sistemático) las relaciones de la poesía de Vallejo y el contexto donde nació su obra, así como las particularidades que colorean el cristal a través del cual suelo apreciarla. Poesía que, merced a la admiración que despierta, ha adquirido incluso para muchos los rasgos propios de la voz de una doctrina o de una religión; pero que generalmente se la identifica como un total desgarramiento doloroso exento de nota festiva alguna y, menos aún, de humor.
Mi admiración a Vallejo surgió de mi ya lejano y juvenil encuentro directo con su poesía. En aquellos años, dentro de los cuales están mi primer viaje a Santiago de Chuco, pesaba en mis juicios valorativos una gran inadversión a todo lo que implicara revelar, a la luz de la razón, el insondable misterio del placer estético. Con la misma fe con la que el creyente se acoraza en defensa de su dogma, solía guarecerme de todo argumento que pretendiera trasladar a un plano racional lo que yo concebía como una aparición sublime. Toda explicación elaborada resultaba ser una irreverencia. Y si en verdad no todo lo de Vallejo me gustaba ni llegaba a entenderlo, también era verdad que las lucubraciones de quienes intentaban descifrar sus enigmas me resultaban más confusos que los propios enigmas.
Alrededor del año 1957 conocí personalmente a Antenor Orrego, y fue de él que obtuve las primeras y quizá más trascendentes versiones sobre el hombre y el poeta César Vallejo. Orrego había compartido una estrecha amistad con el poeta y había, incluso, escrito el prólogo de Trilce. Eso era ya bastante. Además solía absolver con generosidad las preguntas que yo le hacía sobre los poemas y las cosas de Vallejo. De él aprendí que si en verdad la belleza es inabordable en su totalidad por la inteligencia, pues la razón es poca cosa para contenerla, sin embargo, posee múltiples aristas y relaciones que dan a quien llega a conocerlas o comprenderlas una mayor posibilidad del goce estético. Lástima que ya no quedó tiempo para platicar con él sobre mis hallazgos en la casa del poeta, casa a la cual Orrego solía referirse, no sé si porque la conocía, como un lugar muy importante para apreciar con mayor amplitud la poesía de Vallejo. Orrego solía también decir que, muchas veces, en el detalle aparente o realmente más trivial de la vida de un artista puede encontrarse el rayo que ilumina toda su creación. Orrego fue quizás el más temprano defensor y difusor de la poesía de Vallejo, de la cual escribió que era «hondamente peruana, porque también es hondamente universal y humana» ya que «el más profundo, el más vital nacionalismo conduce siempre a lo universal».
Muchas inteligencias han explorado el mundo vallejiano. Sin embargo el campo aún resulta inmenso y lleno de desafíos. Porque si es una verdad que en el estudio de la personalidad del autor y su circunstancia se van abriendo ventanas para el entendimiento de su obra, también es una verdad que la poesía, por encerrar o encerrarse en rasgos personalísimos del autor, ajenos incluso a su época y a la propia percepción consciente que él tiene de su circunstancia, o por disfrazar en imágenes vivencias o situaciones con formas lingüísticas caprichosas cuya elaboración no tiene otra razón de ser que las ganas estéticas de quien las escribe, es asimismo una forma de expresión indescifrable en su totalidad. Más aún cuando en el caso de la poesía de Vallejo adquiere una dimensión de nueva lengua, de nuevo idioma. Valga por ello releer a Alfonso Reyes cuando escribe: «Las lenguas naturales son siempre difíciles, son expresiones muy imperfectas del pensamiento, son sólo en parte racionales, son crecimientos caprichosos. Su vocabulario tiene aplicaciones arbitrarias, inciertas; su sintaxis ofrece irregularidades. Ninguna frase puede decirse que dé el molde general para las demás». De ahí pues que en la poesía, me circunscribo en esta oportunidad a la de Vallejo, uno no llega a percibir la riqueza significativa de determinados versos sino cuando la propia vida nos enfrenta por azar con situaciones idénticas o análogas a las que el poeta quiso referirse al escribirlos, a su situación escondida. Recordemos, al respecto, los siguientes versos de Vallejo:
César Vallejo, el acento con que amas, el verbo con que escribes, el vientecillo con que oyes, sólo saben de ti por tu garganta, p e «Y no me digan nada», Poemas humanos).
Referiré algunas experiencias personales que han enriquecido mis reflexiones expuestas: Cierto mediodía, a la hora en que los funcionarios públicos suelen dejar sus oficinas para tomar el refrigerio, me encontraba en la inmediación del instituto Nacional de Cultura, en Lima, acompañado por un poeta amigo del lugar. En esas circunstancias vimos aparecer doblando la esquina a un hombrecito encorvado y muy anciano que, apoyado en un bastón, avanzaba arrastrando los pies penosamente. Luego de contemplarlo con compasión algunos instantes, le digo a mi amigo: «Debe de ser terrible llegar a esa edad, ¿no? ¿Tú soportarías vivir así?» El poeta se me queda mirando con extraña picardía y luego me dispara la respuesta: «Y así fuese de barriga. La cuestión es vivir». Poco después ubicó su respuesta en el verso de Vallejo: «Me gustaría vivir siempre, así fuese de barriga», del poema «Hoy me gusta la vida mucho menos...» En otra oportunidad, nos encontramos con un cojo que avanzaba excesivamente apresurado en sentido contrario al nuestro; iba con el ceño fruncido y con todo el rostro como reventado de ira. Nos tuvimos que hacer a un lado para que pasara sin atropellarnos. Llevaba la pierna derecha tiesa y recta como un palo. Tan pronto pasó, mi amigo lo señaló con el pulgar diciendo: «Ahí va un verso de Vallejo». Al preguntarle de qué verso se trataba, él me lo dijo: «con franca rectitud de cojo amargo», verso perteneciente a la siguiente estrofa del poema «Hasta el día en que vuelva de esta piedra...»:
Hasta el día en que vuelva, prosiguiendo,
con franca rectitud de cojo amargo,
de pozo en pozo, mi periplo, entiendo
que el hombre ha de ser bueno, sin embargo.
Les contaré también de aquella vez, aquí en España, en la cual cité unos versos de Vallejo con un éxito hasta hoy muy celebrado. Cuando conversábamos entre amigos sentados a la mesa de un café, vimos pasar a un poeta de muy considerable edad que caminaba desenvuelto y hasta casi ágil con una graciosa jovencita que lo acompañaba cogida de un brazo. Uno de los ahí presentes reaccionó de muy mal talante ante esa escena, diciendo en voz baja, pero con marcada acritud y fastidio, que aquello era el colmo de la ridiculez, que hasta veinte años de diferencia estaban bien, pero de sesenta, como se estaba viendo ahí, ya era chochera de senectud. Entonces, como para aplacar esa evidente envidia, cité los siguientes versos de Vallejo:
Tengo pues derecho
a estar verde y contento y peligroso, y a ser
el cincel, miedo del bloque basto y vasto;
a meter la peta y a la risa.
Luego, para rematar el impacto que produjo en los amigos aquella cita, agregué unos versos más de Vallejo:
¿Cómo ser
y estar, sin darle cólera al vecino? (De «Guitarra», Poemas humanos).
En fin, tendría muchos referentes anecdóticos más para poner en evidencia el humor implícito o derivado de ciertos versos de Vallejo. Me limitaré a una anécdota más; una tarde, en Lima, al llegar a casa me encontré con una sorpresa insólita: la puerta de la escalera de emergencia había desaparecido. Nada menos que la puerta. Hechas las averiguaciones se llegó a la conclusión real: un ladrón se la había robado. Aquel robo más gracioso me resultó cuando recordé en aquellos instantes el siguiente verso de Vallejo:
que por mucho cerrarla, robáronse la puerta, (De «Viniere el malo, con un trono al hombro...»)
No obstante las apreciaciones vertidas en este tema acerca del humor en la poesía de Vallejo, quiero dejar en claro que no es mi afán interpretar la poesía de Vallejo basándome en ocurrencias o versos sueltos o fragmentos que me permitan hacer que el poeta resulte diciendo lo que no quiso decir. No. Nada de instrumentalizar a Vallejo ni a ningún otro poeta. Pues, si en verdad los versos que integran un poema constituyen una unidad indivisible e inmutilable del contexto para ser valorados o apreciados en su justo y real significado, es verdad también que en el poema existen impulsos, expresiones, trazos psicológicos, huellas, versos que, no obstante su entroncamiento general en la estructura o en la atmósfera del poema, mantienen ciertas vibraciones propias, cierto valor o cierto aire sueltos que les confieren alguna independencia, alguna individualidad. Tal vez esa sea la razón por la cual con el correr del tiempo la memoria colectiva de los pueblos más que recordar poemas recuerda versos.
No quiero negar con todo lo dicho en esta exposición el alma acongojada, dolorosa de la poesía de Vallejo. No pretendo de manera alguna invertir el hondo clima de orfandad, de desolación, de ausencia, de desamparo, de humanísima melancolía que sostiene como una columna vertebral el gran cuerpo de su poesía. Sólo trato de dar testimonio de mi manera personal de ver cuan más grande es ese cuerpo lleno de resabios de lo popular y, fundamentalmente, de lo popular peruano y español, que en Vallejo es su más sólida forma de ser universal. Y quizá, también, la más alta expresión del mestizaje derivado de la fusión cultural de nuestros pueblos.
Por otro lado, la gran poesía, por no ser un ente cerrado ni estático, no sólo se emparenta con sus ancestros y con su propia circunstancia histórica, sino que se torna incluso antepasado de sí misma, descendiente del futuro. De ahí que ella significa lo que significó, pero también lo que los tiempos que le suceden le brindan como nuevo significado o como nuevos significados, transfigurándola, remozándola, volviéndola otra sin dejar de ser la misma. Acaso en ello radique su verdadera grandeza. Y, en el caso de Vallejo, existan incluso versos que sobreviviendo a la estirpe dolorosa de la que brotaron se tornen, por la fuerza de la ternura, de la autenticidad estética y ética que guardan, en expresiones de un significado alegre, humanamente alegre. Acaso alguna vez los lectores de Vallejo encuentren un Vallejo irónico, provisto de un vital sentido del humor, por lo menos en algunos versos como éstos:
Echa una cana al aire el indio triste («Terceto autóctono», Los heraldos negros).
Mi padre es una víspera. («Enereida», de Los heraldos negros).
Se ha puesto el gallo incierto, hombre (XIX, de Trilce).
La salud va en un pie. De frente: marchen (XXXIX, de Trilce).
Salgamos siempre. Saboreemos
la canción estupenda, la canción dicha
por los labios inferiores del deseo (XLV, de Trilce),
Y nos levantaremos cuando se nos dé
la gana, aunque mamá toda claror
nos despierte con cantora
y linda cólera materna.
Nosotros reiremos a hurtadillas de esto,
mordiendo el canto de las tibias colchas. (LII, de Trilce).
Duda. El balance punza y punza
hasta las cachas. (LIV, de Trilce).
Y llueve más de abajo ay para arriba (LXVIII, de Trilce).
Hubo un día tan rico el año pasado...
que ya ni sé qué hacer con él. (LXXIV, de Trilce).
Una mujer de senos apacibles, ante los que la lengua de la vaca resulta una glándula violenta. («Una mujer», de Poemas en prosa).
Si la muerte hubiera sido otra... («Hallazgo de la vida», de Poemas en prosa).
Anatole France afirmaba
que el sentimiento religioso
es la función de un órgano especial del cuerpo humano,
hasta ahora ignorado y se podría
decir también, entonces,
que, en el momento exacto en que un tal órgano
funciona plenamente,
tan puro de malicia está el creyente,
que se diría casi un vegetal.
¡Oh alma! ¡Oh pensamiento! ¡Oh Marx! ¡O Feuerbarch! («En el momento en que el tenista...», de Poemas en prosa).
¿Quién no tiene su vestido azul? (De «Altura y pelos», de Poemas humanos»),
¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?
¿Quién al gato no dice gato gato? (ídem).
Éste ha de ser mi cuerpo solidario
por el que vela el alma individual; éste ha de ser
mi ombligo en que maté mis piojos natos,
ésta mi cosa, mi cosa tremebunda. (De «Epístola a los transeúntes», de Poemas humanos»).
¡Ángeles de corral,
aves por un descuido de la cresta! (De «Telúrica y magnética», de Poemas humanos).
No olvides en tu sueño de pensar que eres feliz,
que la dicha es un hecho profundo, cuando acaba. (De «Pero antes que se acabe», de Poemas humanos).
Vamos a ver, hombre;
cuéntame lo que me pasa. (De «Otro poco de calma, camarada», de Poemas humanos).
Pues quisiera en sustancia ser dichoso,
obrar sin bastón, laica humildad, ni burro negro (De «Quisiera hoy ser feliz de buena gana...», de Poemas humanos).
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal (De «Los nueve monstruos», de Poemas humanos).
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más) (ídem).
Quiero ayudar al bueno a ser un poquillo malo
y me urge estar sentado
a la diestra del zurdo, y responder al mudo,
tratando de serle útil en
lo que puedo y también quiero muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo («Me viene, hay días, una garra ubérrima, política...» de Poemas humanos).
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñín... («De considerando en frío, imparcialmente...», Poemas humanos).
El placer de esperar en zapatillas (De «Guitarra», Poemas húmanos).
El placer de sufrir: zurdazo de hembra (ídem).
la cantidad de dinero que cuesta el ser pobre... (De «Por último, sin ese buen aroma sucesivo», Poemas humanos).
Subes a acompañarme a estar solo (De «De disturbio en disturbio...», Poemas humanos).
Consolado en terceras nupcias,
pálido, nacido,
voy a cerrar mi pila bautismal, esta vidriera,
este susto con tetas,
este dedo en capilla,
corazónmente unido a mi esqueleto (De «Un pilar soportando consuelos...», Poemas humanos)
Ahora, ven contigo, hazme el favor
de quejarte en mi nombre y a la luz de la noche
tenebrosa (De «Palmas y guitarra», Poemas humanos).
¿Tan pequeña es, acaso, esa persona,
que hasta sus propios pies así le pisan? (De «Poema para ser leído y cantado...», Poemas humanos).
Ya va a venir el día; da
cuerda a tu brazo, búscate debajo
del colchón, vuelve a pararte
en tu cabeza, para andar derecho. (De «Los desgraciados», Poemas humanos).
Y comer de memoria buena carne,
jamón, si falta carne,
y, un pedazo de queso con gusanos hembras,
gusanos machos y gusanos muertos. (De «La punta del hombre», Poemas humanos).
Que saber por qué tiene la vida este perrazo (De «Quiere y no quiere su color mi pecho», Poemas humanos).
Congoja, sí, con toda la bragueta. (ídem).
Y la gallina pone su infinito, uno por uno; (De «¿Y bien? ¿Te sana el metaloide pálido...?», Poemas humanos)
Bajo mi abrigo, para que no me vea mi alma (De «Alfonso estás mirándome, lo veo,..», Poemas humanos).
¡Oh técnico, de tanto que te inclinas! (De «El libro de la naturaleza», Poemas humanos).
Añádase una vela al sol (De «Ande desnudo, en pelo, el millonario», Poemas humanos).
Guardar un día para cuando no haya (De «Ello es que el lugar donde me pongo», Poemas humanos).
¡Que ya no me conoces, sino porque te sigo instrumental, prolijamente!
¡Que ya no doy gusanos, sino breves!
¡Que ya te implico tanto, que medio que te afilas! (De «Y no me digan nada», Poemas humanos).
Abstente de ser pobre con los ricos (De «Los desgraciados», Poemas humanos).
¡Ramón! ¡Collar! ¡Si eres herido
no seas malo en sucumbir! ¡refrénate! (VIII, de España aparta de mí este cáliz).
Tal ha sido pues este testimonio, esta confesión de lector en asombro permanente frente a los poemas de Vallejo. Y antes de llegar a las líneas finales, citaré un breve poema íntegro de Trilce, en el cual el desgarramiento doloroso, esencialmente doloroso, que tiñó toda su poesía, se torna en una mofa irónica contra sí mismo, contra el provinciano que del pequeño pueblo de la sierra, Santiago de Chuco, arribó a una escala más: Trujillo, de donde ascendió luego a Lima, lugar en el cual enumera sus pesares y concluye «consolándose» con sus míseras conquistas alcanzadas. Se trata del poema XIV de Trilce:
Cual mi explicación.
Esa manera de caminar por los trapecios.
Esos corajosos brutos como postizos.
Esa goma que pega el azogue al adentro.
Esas posaderas sentadas para arriba.
Ese no puede ser, sido.
Absurdo.
Demencia.
Pero he venido de Trujillo a Lima.
Pero gano un sueldo de cinco soles.
Finalmente concluyo este trabajo citando el texto de la tarjeta con la que los responsables de la revista Favorables París Poema solían acompañar cada ejemplar de la misma: «Juan Larrea y César Vallejo solicitan de usted, en caso de discrepancia con nuestra actitud, su más resuelta hostilidad». Ruego al lector haga mía la citada invocación relacionándola con el contenido de «Y también el humor en la poesía de Vallejo».