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        Un árbol de noche en un libro 
              Presentación al libro  “La Ciudad se llama Cafeína” de Cristóbal Valenzuela Berríos
        Por Paula Ilabaca
           
          
        
          
          
          
        
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          Una tarde a fines de los años noventas, caminábamos con mi  amigo Héctor por la calle donde estaba mi casa de la infancia. Esa calle se  llamaba Verdi e íbamos de camino a la micro. Siempre caminábamos mirando el  suelo.  Al doblar por San José de la  Estrella, Héctor vio un sobre de revelado de fotos y lo recogió. Lo abrimos.  Adentro había fotos de una familia. Se notaba por el revelado que era una  máquina automática, de esas que se usaban en ese tiempo. Lo extraño era que no  parecían ser fotografías de esos años. El sobre era actual, la fecha de entrega  del trabajo del revelado era actual, pero las fotografías y los participantes  de ellas parecían estar en un tiempo paralelo. Las recuerdo aún. La familia  posando de frente al lado de un librero de una casa. La familia de pie al lado  de un árbol de navidad. La familia en una fiesta de disfraces. Un miembro de la  familia vestido de militar posando al lado de los disfrazados. Era un niño.  Tenía un arma de juguete en una de sus manos. Ese niño estaba sentado en una  silla de ruedas. Ese niño parecía tener un leve retraso mental. Notamos que ese  niño comenzó a aparecer en casi todas las fotos en un rol protagónico. La  colección de fotos era de un rollo de 36. Miramos hacia la calle vacía en pleno  verano. Ni el niño ni la familia ahí retratada eran vecinos de la villa: yo  nunca los había visto y nunca los volví a ver. Con Héctor nos dejamos para  nosotros las fotografías. Las conservamos por un par de cuadras. Al rato nos  devolvimos a dejarlas junto al árbol donde las habíamos encontrado.
           Al tomar una fotografía lo que hacemos es estirar ese  momento que no se puede representar ni volver a repetir. La fotografía familiar  que es a lo primero que como usuarios podríamos tener acceso, resulta muy  curiosa, pues existe el rito de detener el momento para mirar a la cámara. Por  muy cotidiana que sea la fotografía se realiza un cese del momento. Eso cuando  sabemos que nos están fotografiando y sobre todo si pensamos en la fotografía  como un rito cultural o familiar. Antes de las selfies, antes de los celulares con cámara, mucho antes de eso, recuerdo  que en mi casa se acumulaban fotografías en desorden de vacaciones y  cumpleaños. Así como se acumulaban fotografías, se hacía lo mismo con rollos no  revelados que vivían en un cajón de la biblioteca. Cada cierto tiempo con mis  hermanos los revisábamos, como para cerciorarnos que seguían allí “este es el  cumpleaños del año pasado”, “este lo compré yo para mi campamento scout” “este  es que llevamos a las vacaciones de verano”. 
           Esta misma acumulación de la que hablo, la relaciono con el almacenamiento de la foto al que se  refiere Susan Sontag en su texto “Sobre la fotografía”: “Las fotografías, que  almacenan el mundo, parecen incitar al almacenamiento. Se adhieren en álbumes,  se enmarcan y se ponen sobre mesas, se clavan en paredes, se proyectan como  diapositivas”. También menciona, posteriormente al almacenamiento de la  fotografía, al libro, el que como  objeto vendría a ordenarlas y a garantizar su longevidad –Sontag asume la  fragilidad de la fotografía en papel e incluso al hecho de poder perderla – y sobre todo a que la  fotografía impresa en un libro pueda circular y llegar a un mayor público. Sin  embargo, no deja de señalar al orden en el que el autor del libro ha propuesto  su totalidad de fotografías, lo cual condiciona el ojo del lector. 
           Escribo ahora lector de manera casi automática, ya que un poco antes hablé de libro, pienso entonces ¿cómo debiera nombrarse al que mira un libro  de fotografías? ¿Mirador, observador, espectador? Sontag habla en su texto de lectores. Yo me uniría a lectores también, porque de una u otra  forma leemos la página. Pero qué ganas de decir también que somos, todos los  que veamos este libro, unos observadores. Como si sobre la imagen recayera una  acción doble, observamos lo que ya fue observado, y así la imagen queda  expuesta ad infinitum a una eterna  observación. Fue así como Barthes, pienso, nos habló del punctum, movible, deseable, permeable a cada sujeto que se  apareciera a mirar. 
           Cristóbal me pidió que presentara su libro de fotografía  hace menos de un mes. Conozco su trabajo hace ya casi 3 años: primero lo vi con  una cámara en lecturas de poesía, bares, por la noche. Después noté que hacía  álbumes en su Facebook, álbumes mensuales que fueron comentados, compartidos  por todos sus amigos. Muchos posamos para su lente. Me suena extraño hablar de  una pose, porque suena como algo forzado; algo que se quisiera representar y  que en la realidad no fuera así. Como espectadora del trabajo de Cristóbal,  puedo decir que él desaparecía al tomar sus fotografías. Una especie de levedad  que no entorpecía la relación entre el ojo de la lente y su objetivo. 
           Recorro su libro y sigo viendo y viviendo en esa levedad,  que desde mi oficio de escritora, no puedo dejar de comparar con la levedad del  poeta. El poeta es leve y al mismo tiempo de una densitud y complejitud  totales: leve como para poder compenetrarse en su comunidad y desde ahí  observar, complejo como para dar cuenta de esa observación. En las páginas de  “La Ciudad se llama Cafeína” participamos de esa exacta dualidad casi antónima.  Recorremos los cuerpos de esas mujeres y hombres que el autor vio en la calle,  en un local chino tal como aparece en la fotografía “Mujer en local chino” o en  “Garzona del Bar El amigo” y también en “Mujer en taxi” que es imagen que  inaugura el libro (¿Hay en ella un deseo de decirnos cómo se abrirá este  umbral?). Páginas más tarde estamos con su abuelo – supongo que es el mismo a  quien se le dedica el libro – en una complejitud intimista asombrosa que nos  remece por completo en “Tata en la clínica tras derrame”; voy más atrás y estoy  bajo el agua con su hermano en “Adrián bajo el agua en el Cajón del Maipo” y en  la página anterior a esa estoy en el humo de Américo en su fotografía homónima.  Recorro el libro como quiero. Me opongo a Sontag, el recorrido lo trazo yo. 
           La fotografía de “La Ciudad se llama Cafeína” en la que yo  quisiera vivir es en “Árbol de noche”, umbral que se abrió ante mí y me llevó  al tipo de árbol que observé mientras crecía en la villa de los músicos en mi  casa de la infancia en La Florida. No tengo ninguna duda que ese es el mismo  árbol donde Héctor y yo encontramos el paquete de las fotografías sin tiempo,  anécdota que me hizo escribir uno de los capítulos de mi próxima novela en la  que trabajo actualmente. El momento que el poeta  autor – como quisiera llamar a Cristóbal - de estas fotos quiso capturar  ahí lo comenté con otros observadores para quienes ese mismo árbol los llevó a un recuerdo  específico de sus propias vidas. Frente a esa singularidad yo me atrevería a  decir que el prolijo e íntimo trabajo de Cristóbal Valenzuela Berríos con su  cámara se compromete de manera universal con una comunidad, aquel momento en  que la propia obra de uno lo abandona y aborda y habita en otros, que no es  otra cosa que se produce al mirar la maravilla sagrada y ancestral del libro,  de este preciso libro que ustedes no pueden dejar pasar.
           
          “La Ciudad se llama Cafeína” de Cristóbal Valenzuela Berríos
            http://cristobalvalenzuelaberrios.com/
                         
          Ficha técnica:
            Título: La Ciudad se llama Cafeína.
            Fotos: Cristóbal Valenzuela Berríos.
            Editorial: Ediciones del Desierto.
            Editor: Diego Alamos.
            Diseño: Nicolás Perez de Arce.
            Prólogo: José Luis Torres Leiva. Año: 2015
            Número de páginas: 110.
            Formato: 23 x 20,3
            Papel: Cuché 170 gr.