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Cristofer Vargas Cayul | Autores |










«Iluminación Artificial», de Cristofer Vargas Cayul
Provincianos Editores, 103 páginas

Por Cristian Hualacan
— escritor —
Publicado en El Desconcierto. 14 de mayo de 2021




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En plena primavera de 2013 en Santiago. Entremedio de una conversa casual, mi madre pregunta como instinto, ¿viste los resultados del subsidio? Buscamos la información en la página web del Serviu. El PDF descargado resalta el logo rojo-azul con las palabras “Gobierno de Chile”. Una frase en negrita dice: no seleccionados. Los detalles de puntuación son un largo listado. Ella revisa punto por punto. En la ficha de protección social no registramos personas con discapacidad ni personas que sufrieron violación de derechos humanos. No hay militares ni bomberos. No hay tercera edad. No hay más hijos. Solo pobreza. El puntaje de familia monoparental es cero, lo que nos pareció raro porque en ese tiempo éramos ella y yo. Cada requisito va acompañado de un cero que parece una “o”, como si en vez de puntaje, dijera otra opción que baja a otra “o”. Se necesita tener más necesidades, un poco de miseria acompañada de más miserias.

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Una sensación de desrealización deja  Iluminación artificial  (Provincianos, 2021), primera novela de Cristofer Vargas Cayul (Santiago, 1993). Dos hermanos viven con su abuela en un campamento. Página a página, el abandono se hace más presente, la violencia encarna en la situación particular de los niños y su abuela, articulando una fotografía país descorazonadora. El paisaje de la novela está plagado de cortes de electricidad, hombres copeteados, fogatas, penumbras y basurales. Y como si fuera poco, este paisaje distópico se complementa con la proximidad del nuevo milenio. El terror en  Iluminación artificial  es sutil y nos revela la fragilidad de la historia reciente del país, una herida que no para de sangrar.

Escapar al estereotipo “chiguá”

La novela ocurre casi en el 2000. Los niños le hacen frente a la realidad que les tocó. Viven a metros de un basural, personas desechadas por los alrededores y desprotegidos por las instituciones que se supone, los cuidan. Evaden inventando sus propias tramas, como la aparición de ovnis, la televisión y sus fantasías animadas, compartir historias escabrosas sobre la muerte de un hombre electrocutado. La voz narrativa, el hermano mayor de los niños criados por su abuela, transita entre dos registros: uno aparentemente formal y otro poético.

Sobre el registro formal, el niño imposta un tono intelectual que escapa al estereotipo “chiguá” que se asume a los sujetos populares y elabora reflexiones de una agudeza envidiable: madurez producto de las circunstancias, pero también de su inteligencia y ñoñez. En cuanto al registro poético, nace de la percepción abierta de un niño en un espacio que, pese a todas las precariedades, le entrega libertad e imaginación para enfrentar la realidad tratando de comprenderla. Por ejemplo, en un fragmento de la novela se detallan los efectos del fuego como lo haría un bombero recién entrevistado. El tono de este narrador logra construir una atmósfera cargada de misterio y simbolismos. Todo esto ocurre en un campamento, casi en situación de calle. Ellos fueron abandonados por la madre y cuidados ahora por la abuela. ¿Hay padre? No. ¿Cuánto importa? Cero.


Violencia habitacional

Hablar de la novela de Vargas Cayul no solo remite a un territorio en particular, concepto más que manoseado por medios y redes sociales. Cuando el lenguaje público da puras generalidades, cualquiera dice “primera línea”, “fascista”, “comunista” y así sartas de insultos que crean caricaturas, como las palabras “dignidad”, “pobreza” y “pueblo”. Esta fórmula está llena de binomios baratos que han estancado las discusiones que podrían ser importantes.

Las palabras en redes sociales son guiones épicos de una guerra inventada que no profundiza y desaparece a los segundos. Y en la literatura actual peor, daría mil ejemplos y me quedaría corto. ¿Qué tiene que ver esto con el libro? Mucho. Un acierto de  Iluminación artificial  es que en lo poético ningún párrafo se parece a otro, y en cada uno, lo cotidiano es una amenaza o una tragedia. La principal es la violencia habitacional, que poco a poco la familia intenta enfrentar, pero a la vez, potencializada por lo extraño y lo raro que entrega la materialidad de una población santiaguina.

Los personajes no intentan agradar ni buscan simpatizantes, porque son construidos por la dureza de clase. En esto mismo, la construcción de imágenes y sensaciones se impregnan, no porque pueda sorprender, sino porque muestran.


Hay olor a cáscaras de limón y parafina

Hay materiales que cuelgan de clavos, hay cables eléctricos haciendo chispas, hay casas tapiadas de cholguán y materiales con escarcha de hielo. Al final, la metaforización de un niño sirve para no conceptualizar la mierda. Para Vargas Cayul poetizar sirve para hacer frente, dar un respiro y sobre todo dignificar, porque es una novela que habla de un campamento, de la experiencia de un colectivo que se va individualizando.

La trama se despliega en los noventa, la época donde se profundiza el modelo, la tercerización y la focalización de las políticas públicas que germinan en las prácticas liberalizadoras de la política habitacional.  Se privilegia más el mercado inmobiliario que el derecho a la vivienda. El tratamiento que entrega Vargas Cayul es el telón de fondo sin hablar prácticamente nada de él, pero confrontándolo porque es la praxis misma de la violencia institucional. Su uso del lenguaje expira ideas enrarecidas.


No hay luz, hay siluetas

No hay claridad, hay bosquejos. No hay iluminación, hay sombras. No hay sol, hay nubosidad. Y cuando hay fuego, hay incendio y rápidamente el humo, y por ende, la pérdida. Una transmutación de los materiales a lo largo del texto, ya que los personajes están afectados. Es un daño que crece y no deja de crecer; no empieza porque nunca termina. La narración golpea en lo visual. Porque con la luz se ven los detalles del daño en los materiales.


*

Volviendo al presente, mi polola trabajó en una fundación que busca terrenos para que los pobladores postulen colectivamente a subsidios habitacionales. Una manera dialogante con la política habitacional neoliberal, rasgada por la tecnocracia y el gerencialismo. Los pobladores presentan los proyectos al Serviu, donde se crean planos que incluyen plazas, calles, pasajes, construcciones de esquina, dos o tres pisos para cumplir el sueño de la casa propia. Un proceso que deja a pocos adentro, casi arañando y a la mala. Obviamente la mayoría queda fuera.

Estos postulantes pueden ganar o perder el proyecto. Puede que el Estado no compre el terreno periférico y quede ahí: a la espera de la espera. La historia de Chile en los últimos 30 años es un largo proyecto habitacional, donde la promesa queda sumergida en el trámite. Una ilusión de progreso que en el papel acumula polvo y largos listados de logros económicos que nublan la realidad de unos pocos y ni se acercan a la de muchos. Todo para volver a empezar de cero. En la novela, Vargas Cayul remata: “A esta hora los perros ladran. En la oscuridad todo se agranda”.

 

 

 



 

 

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Provincianos Editores, 103 páginas
Por Cristian Hualacan
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