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Franz Liszt:
Virtuosismo y Discípulos Impresionistas
Por Cristián Vila Riquelme*
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio , Domingo 5 de Septiembre de 1999
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El gran pensador judío francés Vladimir Jankelevitch, en su ensayo sobre Liszt, dice del virtuosismo que éste es "el poder de ser otro que uno mismo, de devenir su propio contrario", pues el virtuoso es capaz de tocar varias partes a la vez, de "actuar" distintos personajes de una obra dada. Hay allí, entonces, una superabundancia de recursos, de timbres, de sonoridades, de colores, de tempos, de ritmos, de lenguajes, en los que se juega todo el cuerpo (la articulación digital, los brazos, los hombros, la espalda, los pies en los pedales, la respiración...): se trata, pues, de una verdadera "orquesta del cuerpo". En este caso, el pianista (pero también el violinista a la Paganini, o, más contemporáneo, el guitarrista flamenco Paco de Lucía o el guitarrista de jazz John McLaughlin) deviene una máquina musical, una máquina expresiva o de expresión que lleva hasta el extremo lo que Jankelevitch llama "la civilización de la Mano", de "la mano obrera, la mano a la vez artista y artesana glorificada en la trascendencia de los Estudios trascendentes (de Liszt)", por ejemplo, y donde el movimiento y el desplazamiento - aunque sea pura ilusión- otorgan la posibilidad de curarse del "mal de vivir" tan querido de ciertos románticos, siempre oscilando entre el spleen y la voluntad de poderío. Una inmensa máquina afirmativa, en suma, pero también un puente tendido hacia lo absolutamente otro.
Ahora bien, el extraordinario músico que nos ocupa -como, también, en sus influencias en los impresionistas franceses Claude Debussy y Maurice Ravel, o en los españoles Isaac Albéniz o Manuel de Falla, entre otros- , ha sido, generalmente, vilipendiado por una especie de pedante crítica vanguardista o modernista bien pensante, con aquella actitud, ¡oh, cuán moralista!, que el mismo Jankelevitch, en su Ravel, denomina nuestro "desprecio por la facilidad", pero advirtiendo que, tal vez, en ello existe también "un complejo de rencor contra nuestro propio placer, el gusto masoquista del aburrimiento, el culto de la falsa profundidad y una suerte de frivolidad invertida muy de moda en los salones actuales...".
Vitalidad desesperada
Franz Liszt, nacido en octubre de 1811 en Raiding, Hungría, venerado en vida hasta la saciedad por su extraordinario virtuosismo pianístico y su arrebatado romanticismo, aquel a quien su yerno Richard Wagner llamó su "Cristo salvador", y verdadero maestro, junto a Friedrich Chopin, del piano moderno, no resistió ese examen "masoquista y falsamente profundo" del que se habla más atrás. Tal vez la leyenda tejida a su alrededor de amante fogoso e inconstante, junto a aquello de sus arranques místicos y que, en su vejez, lo llevaron a abrazar las órdenes sacerdotales, cultivó los prejuicios que le reservó la posteridad -al menos en este siglo, en relación a su música en que romanticismo y virtuosismo se funden en una vitalidad desesperada, por decirlo a la manera de un Pasolini. Porque a pesar de la formidable campaña en su favor por parte de los extraordinarios pianistas, el cubano Jorge Bolet y el chileno Claudio Arrau- su discípulo pianístico directo a través de la filiación del profesor Martin Krausse- , y que lo incluirá hasta el fin de sus días en su repertorio en un reafirmar y redescubrir al verdadero maestro, a ese "misterio de una magia al mismo tiempo resplandeciente y apartada", como dice Jankelevitch, a pesar del amor de esos gigantes Liszt es sospechoso de "frivolidad". Para muestra, un fragmento de la Historia de la Música de Franco Abbiati: "Pero también es cierto que la vida de Liszt, curioso de toda seducción y toda tentación, influyó enormemente en las expresiones multiformes de un arte que casi nunca supo transfigurarse completamente ni supo tocar las cimas solitarias de una emoción intensa y ordenada. Como en los amores y en los desalientos o raptos de la fe religiosa, tampoco en las frecuentes ascensiones a los altos ideales que solamente Wagner debía penetrar e interpretar, conoció Liszt el reposo feliz y satisfecho del creador que sosiega su espíritu constructivo en la contemplación de su propia obra, finalmente libre y purificada de las sugestiones humanas y literarias que la inspiraron. Asimilador ávido y escrutador atento de todas las manifestaciones de la belleza, muy versado también en poesía y pintura, desperdició muchas energías persiguiendo ideales ilimitados, subiendo caminos prohibidos (!)". Lo imperdonable, para esos críticos en mal de ascetismo, parece ser esa capacidad inagotable de movimiento. Pero, hay que volver a decirlo, la música es movimiento, es decir, puro acontecimiento sonoro. De alguna manera, en ese perpetuum mobile (lo aconteciente) hay un derroche incorregible, y sabido es que la energía derrochada lo es siempre por el puro goce del derroche. Razón por la cual lo aconteciente no suele tener buena prensa con lo normativo (la crítica académica, el culto de la eficacia, la ascesis, lo recatado, la tradición, la Moral objetiva, la "profundidad" versus la "frivolidad", etc.)
Basta examinar la religiosidad de Liszt en sus composiciones más explícitas (el Cristus Oratorio, Bendición de Dios en la soledad, La prédica a los pájaros de San Francisco de Asís, etc.) para darse cuenta de que hay allí una religiosidad de lo vital: por ejemplo, el cuerpo del Cristo, lacerado, crucificado, es vencido, es superado por el cuerpo resurrecto del amor terrenal, que es divinizado en la medida en que la tierra sería una creación divina. Cantar la gloria de Dios es aquí, entonces, cantar la gloria del cuerpo y de lo efímero que se vence a sí mismo. De este modo, pues, en el Cristus Oratorio, Liszt se ocupa mayoritariamente de los momentos afirmativos de la vida del nazareno (la marcha de los Reyes Magos, el Milagro de las aguas, la entrada a Jerusalén, la Resurrección...), y de algún modo antecede al Machado de: "Oh, no eres tú mi cantar/ no puedo cantar, ni quiero/ a ese Jesús del madero,/ sino al que anduvo en la mar!". Así también en la Bendición de Dios en la soledad se remonta la soledad afirmándola, pues el dolor es provisorio, una suerte de impulso para llegar a una alegría o a un goce ciertos -el dolor es aquí, también, afirmativo- , ya que el ser humano no es lineal: la religión sería una prueba de ello, como también lo es el Mal. Por estas mismas razones, entonces, Francisco de Asís les predica a los pájaros (multiplicación del lenguaje), Francisco de Paula marcha sobre las aguas (metamorfosis del cuerpo), pues vida y naturaleza son una, el movimiento ("aparición desapareciente") y el derroche (lo efímero y lo precario) cantan
la gloria de lo terreno (lo existente) y, desde allí, acceden a la comunión con la fuerza creadora de Dios (el poderío expresivo).
Pero cabe decir, también, que en el universo lisztiano no todo es mero virtuosismo tecnicista o efectista: el culto de la nota, de la nota exacta, es el contrapeso natural a las acrobacias del tipo intervalos de décima en medio de trémolos y bloques de acordes ascendentes o descendentes, "el misterio del pianissimo y finalmente [del] silencio", como dice Jankelevitch a propósito de Debussy, se contrapone, con su elegancia -o con "la profundidad de la apariencia"- , a los arrebatos de los graves y a los desplazamientos vertiginosos hacia las extremidades del teclado. La apuesta del riesgo y del vértigo -de lo vertiginoso, de lo fugitivo- se diluye o se funde en la comunión del silencio y del punto medio (en incesante desplazamiento, sin embargo) de la virtú- del "dar en el blanco".
Economía libidinal
De alguna manera, es precisamente eso lo que redescubren impresionistas como Claude Debussy o Maurice Ravel: "El misterio del brío, lo serio de la futilidad y del juego, la naturalidad del artificio, la profundidad de la apariencia", como nos sigue diciendo Jankelevitch. Basta escuchar, por ejemplo, los "Reflets dans l'eau" del libro Images o "Feux d'artifice" del libro Préludes de Debussy, Miroirs o el Gaspard de la Nuit de Ravel, para darse cuenta. Y por supuesto, lo que se quiere demostrar aquí es que todo eso está ya en germen en, por ejemplo, los Juegos de agua en la Villa del Este, en el Chasse neige o en los Tres estudios de concierto del músico húngaro, por nombrar sólo algunas obras. La "economía libidinal" que hay en la utilización de ambas manos en la búsqueda de la mayor plenitud con el mínimo de recursos, por una parte, como también el despliegue inusitado de arpegios, escalas cromáticas octavadas, glissandos de sexta y sonoridades extremas, por la otra, dan la impresión de una tercera mano, como también de que el "virtuosismo poético" se eleva por sobre la mera tecnicidad del virtuosismo por el virtuosismo - el virtuosismo ostentativo- . Tanto el Rachmaninov de la Rapsodia sobre un tema de Paganini como el Gershwin de la Rhapsody in Blue, para no hablar sólo de los impresionistas, supieron aprovechar esa lección. Y es eso, también, lo que hace posible la Suite Iberia o el Concierto Fantástico de Isaac Albéniz o la deslumbrante Noche de los Jardines de España de Manuel de Falla: esa búsqueda de un virtuosismo discreto, casi invisible, contenido todo entero en el encuentro de la nota exacta, de la sonoridad suspendida en plena superficie, del falso desequilibrio de los extremos resonando al mismo tiempo (como en la Catedral sumergida de Debussy), un virtuosismo meditativo y evocador. Hay una pintura de Courbet, Bonjour monsieur Courbet, pero también su Sommeil (dos mujeres desnudas durmiendo entrelazadas) que, en su pastosidad, en la búsqueda de la pincelada exacta, en el tratamiento de medias tintas del color y de la luz, casi renacentista, ilustran muy bien lo dicho sobre ese virtuosismo discreto y poético del Liszt menos conocido, pero que también es redescubierto y recuperado por los impresionistas que nos ocupan. El Corot de Le pont de Masnes, donde los grises, marrones y tenues verdes quebrados por unos brevísimos lilas o rosas dan con la luz exacta del tiempo, parece, a su vez, la ilustración de las Harmonies du soir, e incluso del Lamento de los Tres estudios de concierto ya nombrados, y vienen a reafirmar lo anterior. La otra parte de la paleta, imbricándose y jugándose en la magia de lo efímero - un juego de niños, un cuento de hadas- , en el derroche y en el puro movimiento, en su pliegue y despliegue, en la afirmación inexcusable de lo aconteciente - un desplazamiento perpe-tuo- , lo encontramos en las manchas vertiginosas, pero no por eso menos suspendidas - en el sentido de lo que está en suspenso- , de William Turner. Sabido es, por lo demás, que todos ellos son precursores del Impresionismo en la pintura - y que las artes, en verdad, tal como vida y naturaleza son una, atraviesan permanentemente sus fronteras y sus territorios, en el continuo suceder de los cuerpos y de la superficie.
Virtuosismo poético
Pero en este virtuosismo poético lisztiano que sedujo a los impresionistas y a otros músicos contemporáneos (entre otras "proezas" sonoras, los famosos clusters con el antebrazo o el codo), está contenido también ese ideal de sobrepasar la dificultad, de remontar la negatividad a través de la pura afirmación, de transgredir los límites de lo permitido con tal de obtener el efecto deseado, la sonoridad adecuada, con la voluntad de recorrer (el peregrinaje) la totalidad del espacio sonoro y evocativo. Por esa razón, también, el virtuosismo poético lisztiano es un medio, un puente tendido hacia el encantamiento de lo absolutamente Otro. El virtuoso es el Yo y es el Otro, tanto en un juego de espejos (imágenes invertidas) como de transferencias (le je est un autre). Y ese es el gran redescubrimiento efectuado por los impresionistas de marras, vilipendiados también, muchas veces, por esa crítica masoquista y pedante que aún subsiste en este fin de milenio.
Terminaré, entonces, esta crónica citando, una vez más, a Vladimir Jankelevitch: "Los trinos, los glissandos y las piruetas del virtuosismo nos hablan en definitiva de algo muy serio; ellos aluden a un 'secreto' oculto en la vanidad de los juegos frívolos, de las anécdotas circunstanciales y de las apariencias precarias. (...) Un secreto como éste es lo que se llama un misterio. El virtuosismo lo hace audible por la oreja del alma y visible por una mirada interior (...) hace sensible para todos en su resplandor el misterio de la maravilla extinguida, de la maravilla aparecida y para siempre desaparecida".
*Cristián Vila Riquelme es escritor y doctor en filosofía de la Universidad de París - Sorbonne.