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Desconfianza, de Jorge Marchant Lazcano

Por Cristián Vila Riquelme



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¿Puede escribirse un thriller en cámara lenta o un anti-thriller sin crimen al comienzo ni asesino al final? Parece que sí se puede. Es el caso de la última novela del gran escritor chileno, Jorge Marchant Lazcano, Desconfianza (Tajamar Editores; Chile 2017, 204 pp), de quien ya no hay nada más que decir que no sea el mero comentario de sus obras, porque este escritor ya demostró, con creces, de que es un escritor mayor, en todo el despliegue de sus cualidades narrativas.

Esta novela estaría escrita desde la sospecha y desde el humor, incluso desde la mala fe, con toda la crueldad y las delicias del ejercicio de las teorías de la conspiración (pero no se escriben novelas con buenos sentimientos, decía alguien por ahí). Porque los personajes, entrañables, se apropian sin pudores del proceso y de la escritura de esta novela, en el sentido en que cada uno de ellos, aunque sea desde la extrema fragilidad, se presentan como imprescindibles y principales. Donde los altibajos de la vejez en el mundo de las actrices retiradas, con sus nostalgias, sus secretos, sus mentiras, sus porfías, sus perdidos esplendores, sus enfermedades terminales o no, sus maquillajes, sus miserias, serían también una metáfora de esto que somos, sin apelación. Allí reside, sin duda, uno de los atractivos (morbosos, por qué no) de la novela de Marchant Lazcano. Además que sería una novela, junto a su inolvidable Beatriz Ovalle, fuera de la exclusiva temática homosexual que le hemos conocido desde Sangre como la mía (2006) o Cuartos Oscuros (2015), aunque persistente en ese develamiento de los ocultamientos y equívocos de la sociedad chilena, de sus máscaras y sus conservadurismos más recalcitrantes, donde la condena a la homosexualidad y de todo lo que no entra en su recalcitrante pacatería está siempre presente. Porque la homosexualidad aparece, aunque sea de perfil, desde las primeras páginas hasta un casi total e insospechado protagonismo en el desenlace.

El escenario es una residencia para ancianas actrices creado por el Sindicato de Actores, bautizado con el nombre de una película en vez del nombre de una obra de teatro, El Jardín de Alá, por esas cosas del azar que, después de todo, no son tales. El protagonismo lo tienen dos leyendas del teatro nacional, Marta Bernales y Rosario Huidobro, con los papeles secundarios representados por otras grandes actrices ya retiradas y la administradora de la residencia. Las rivalidades entre ellas dos son también legendarias, y un papel importante en la trama lo juega la figura casi fantasmal pero ineludible del pintor, ya fallecido en el presente de esta trama, radicado en ese entonces en España, Tobías Villalba (si buscamos claves en esta novela que bien podría ser una novela a claves, no se puede dejar de pensar en el pintor Claudio Bravo, por supuesto), quien como extraordinario retratista pinta a la Bernales vestida de Isabel I de Inglaterra, papel icónico dentro de su trayectoria. La ironía, sutil pero esclarecedora, radica en que el papel de María Estuardo en ese drama de Schiller fue interpretado por su rival Rosario Huidobro, con quien se vuelven a (des)encontrar en la residencia que mantiene el Sindicato de Actores.

Desconfianza está también escrita en clave teatral, con sus episodios detrás de bambalinas, su consabida comedia de equivocaciones, el paso enmascarado del tiempo, la tan temida “ida a blanco” u olvido de las líneas del parlamento, y muchas veces la impostación o la sobreactuación. Pero el teatro siempre tiene algo de sobreactuado como un recurso expresivo más de alguna vez necesario, tal como lo fue en el cine mudo, fuera este de humor o de tinte expresionista. Porque también pueden imaginarse partes de esta novela como una gran película muda, con actrices como Theda Bara, Clara Bow, Louise Brooks, Pola Negri o Gloria Swanson, claro, pero con 40 años más que cuando brillaban en todo su esplendor y con la diferencia que ellas dejaron su glorioso retrato en varias películas, no en una tela que forma parte del decorado de esta intriga. Ahí también radica la punzante e irónica pincelada del autor al hacer que Marta Bernales se traslade con su retrato a ese hogar de ancianas, donde este será colocado en el salón principal de la residencia. Y el desvío por el cine mudo no es tampoco un mero desvío, porque Marchant Lazcano siempre hace referencias a la historia del llamado séptimo arte, no sólo en sus otras novelas, sino que en Desconfianza las referencias a las viejas glorias hoollywoodenses como Lauren Bacall o Liz Taylor o Marilyn Monroe, por ejemplo, y a algunas películas inolvidables se utilizan como contrapunto necesario y como evocación de otros tiempos mejores. Y por supuesto, la ineludible televisión y las teleseries nacionales forman parte, aquí, del develamiento de “la fantasmagoría de Chile”.

Hay escenas de antología, como aquella donde por fin, con el funeral de una actriz de telón de fondo y donde no asisten ninguna de las dos, ambas divas están obligadas a hablarse por primera vez después de décadas: la contención, lo no dicho, los trapos sucios, el rencor son recursos manejados aquí con maestría, con un clímax y una salida de escena en tono menor, sottovoce, que de algún modo nos recuerda a alguna escena del teatro de Tennessee Williams, y de sus notables adaptaciones cinematográficas. Y como en un thriller o como en la obra de Durrenmat, La Visita de la Vieja Dama, también citada a lo largo de la novela, poco a poco comienzan a develarse los entretelones.

Esta novela de Jorge Marchant Lazcano es también una novela sobre la vejez, sobre el tiempo transcurrido, sobre la memoria, temas recurrentes en su obra. Pero es también, una vez más, una novela sobre lo que es nuestro país, sobre sus imposturas y sus secretos siempre tan mal ocultados, sobre esa procesión de disfraces y maquillajes, de ese derroche de impostaciones que suelen olvidar el revés de toda trama, la tragedia que subyace detrás de toda comedia, aunque sea de equivocaciones y, tal vez, por eso mismo. Lo que parece ser, como decía al principio, una especie de thriller es, como todo buen thriller, una dolorosa reflexión sobre la vanidad y la decadencia, esa especie de no man's land que es la historia no contada de los países como el nuestro y de sus habitantes:

«Sí, podía ser cierto. Eran seres humanos tan incompletos, como todos los demás. Como el público que iba a verlas y se olvidaban de la obra camino a sus casas. Todas eran parte de un elenco. Estaban atascadas desde mucho tiempo en un juego trivial. Una comedia de segunda clase. En esas condiciones, ninguna de ellas había sido una heroína aunque hubiesen representado a Julieta, a Maggie, la gata, a la reina Isabel de Inglaterra. Tampoco ninguna iba a morir en escena.

¡Bajemos a la tierra, señoras!» (pp. 196-197).



 

 

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