RODRIGO CÁNOVAS EMHART (Concepción, 1952). Estudia Economía y Licenciatura en español en la Universidad de Concepción. En 1974 se traslada a Santiago, donde completa su Licenciatura en Literatura en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile. En 1980 obtiene su licenciatura con una tesis titulada Análisis estructural del relato, “El jardín de senderos que se bifurcan” de Jorge Luis Borges. Entre 1981 y 1985 realiza su doctorado en la Universidad de Texas en Austin, bajo la dirección de Julio Ortega. Desde 1987 es docente de la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile. Ha publicado Lihn, Zurita, Ictus, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria (FLACSO, 1986), Antología de la poesía religiosa chilena (PUC, 1989), que editó en conjunto con Miguel Arteche, Guamán Poma: escritura y censura en el nuevo mundo (Francisco Zegers, 1993), Novela chilena, nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos (PUC, 1997), Sexualidad y cultura en la novela hispanoamericana. La alegoría del prostíbulo (Lom, 2003), Literatura de emigrantes árabes y judíos en Chile y México (Iberoamericana Vervuert - PUC, 2011), Escenas autobiográficas chilenas (PUC, 2019), Vidas y censuras. Letras chilenas e hispanoamericanas (PUC, 2023).
* * *
PRESENTACIÓN
El domingo 11 de marzo de 1990 se publicó en el suplemento Literatura y Libros del diario La Época un artículo de Nelly Richard titulado “El discurso crítico en Chile: un recuento posible”. Ese mismo día, en un vertiginoso contraplano, el dictador le entregaba la banda presidencial a Patricio Aylwin. El artículo de Richard se propone, de entrada, como una reflexión inédita sobre las características del discurso crítico chileno durante los años de la dictadura cívico-militar, en particular, busca sopesar la emergencia de las nuevas formas críticas que comenzaron a desarrollarse a instancias de la reconfiguración de los lenguajes impuesta por el quiebre histórico de 1973. En ese marco, la autora de Márgenes e instituciones elige dos libros para dar cuenta de un tránsito que le interesa subrayar en el pensamiento de la crítica chilena emergente: El estructuralismo literario francés (1979), de Roberto Hozven, y Lihn, Zurita, Ictus, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria (1986), de Rodrigo Cánovas. Mientras que el libro de Hozven permitiría dar cuenta del predomino de la cientificidad como criterio rector de una teoría literaria desprovista de contexto, el libro de Cánovas, al tiempo que recupera el influjo del estructuralismo francés del primero, daría un giro decisivo para la elaboración de un pensamiento crítico que se desarrollará de cara a las marcas gravadas por el aparato represivo. Literatura chilena y experiencia autoritaria, es presentado por Richard como un hito dentro de una “nueva sensibilidad cultural” que supo abrirse camino en el Chile de aquel entonces (Richard). Enrique Lihn, en una reseña del mismo libro publicada unos años antes, también había ponderado el carácter liminar del texto de Cánovas –“el primer estudio serio que llega al libro en ánimo de dilucidar las relaciones de la literatura y de la teatralidad con la historia reciente, social y política del país”– e incluso se había animado a predecir su pronta transformación en referencia obligada para los estudios sobre literatura chilena a partir de 1973 (Lihn 495).
La propuesta, esgrimida por Richard, de reflexionar sobre el horizonte del pensamiento crítico chileno durante la dictadura resulta de especial interés por diversos motivos. En primer lugar, su texto constituye un esbozo de la historia de recepción del estructuralismo francés en el campo crítico chileno, más aún, si se considera que abarca una etapa de formación relevante, sus características nos permiten poner en perspectiva los usos y costumbres del pensamiento crítico actual, sus subrayados y sus silencios.[2] En segundo lugar, ese tránsito entre el libro de Hozven y el de Cánovas ofrece una vía de acceso delimitada para conocer los desafíos que tuvo que enfrentar la crítica literaria en un contexto donde la desaparición forzada, la tortura y la muerte violenta constituían una política de Estado. En este sentido, el cierre del ensayo de Richard conserva plena vigencia, pues, reconociendo la opacidad que tuvo que hacer propia el discurso crítico durante la dictadura, alienta a pensar las nuevas dificultades que enfrentará el ejercicio de la crítica en el marco de la “ideología del consenso democrático”, cuyo ideal de transparencia constituía la primera señal del tamaño de esa dificultad. (¿No estamos acaso ahora, en pleno 2023, saturados de discursos críticos que se creen transparentes y plenamente conscientes de sí?). En tercer lugar, las observaciones hechas sobre la producción de Rodrigo Cánovas instan a revisar la prolongación de sus intereses y de sus métodos de trabajo en el resto de su obra, como una manera de pensar las derivas de esa nueva sensibilidad crítica, cuyo comienzo es indesligable de la vida en Chile durante la dictadura, o bien, como una entrada para desplazarse en el tiempo, hacia atrás y hacia adelante, en aras de dar cuenta de un itinerario intelectual que recupera episodios fundamentales de la historia de la crítica literaria nacional.
Ahora bien, ¿cómo se va construyendo esa renovación del enfoque crítico que se sitúa en la década de los 80?, ¿cuáles son sus antecedentes bibliográficos más inmediatos?, ¿quiénes son las figuras decisivas que prefiguraron este cambio?, ¿cuáles son las instituciones o los espacios que hicieron posible la emergencia de este tipo de discurso crítico? En definitiva, ¿cómo valorar las historias de formación de la crítica literaria chilena?
Desde luego, buena parte de estas preguntas podrían ser afrontadas mediante un recuento de las publicaciones y de las instituciones donde se desarrollaron estos procesos históricos del campo intelectual que, muy luego, encontraron su condensación virtuosa en ciertos títulos de libros. De manera alternativa también se podría apelar a los recuerdos que, en desorden, puede suscitar una conversación, tal y como lo muestra la entrevista a Rodrigo Cánovas que sigue. Si bien las elucubraciones orales pueden repetir fragmentos de esa suerte de historia oficial que se afirma mediante la datación de las publicaciones y de la descripción del contexto de circulación, ello no limita su alcance. Por lo mismo, no se trata de alternativas independientes para reconstruir la misma historia de la crítica, antes bien, se trata de perspectivas, de modos de narrar que se interpelan y se mezclan. El recurso a la anécdota es el reverso de esa historia bibliográfica y social de la literatura, de la Historia con mayúsculas de las letras, es un reverso que no sólo pone en aprietos las formas tradicionales de la historia, sino que también es el modo narrativo donde lo que puede ser juzgado accidental y accesorio encuentra su valoración y su lugar. Por supuesto, el reverso es indesligable de su otra cara.[3] En definitiva, este es el espíritu que orientó la conversación que sostuve con el profesor Rodrigo Cánovas.
La escasa atención que ha recibido en nuestro medio la historia de la crítica literaria chilena constituye un aliciente complementario para el curso de esta conversación, más aún, y dentro del mismo fenómeno, la casi nula atención que se le ha dedicado a la historia de la enseñanza de la literatura en las universidades chilenas refuerza la necesidad de conocer algunos de sus aspectos a partir de la reconstrucción que hoy pueden entregarnos sus protagonistas. El mismo Cánovas, en un texto clave y que lamentablemente ha tenido poca circulación, señala la importancia que tuvieron las universidades para la renovación de la crítica literaria chilena, y a partir de esa coyuntura propone una división entre dos generaciones de críticos universitarios: las maestros de los años 60, donde ubica a Cedomil Goic, Jorge Guzmán y Félix Martínez Bonati, quienes habrían tenido la particularidad de oponer al impresionismo crítico una manera de leer basada en métodos estrictos que partían de la base de la autonomía de la obra literaria y de la estructura del lenguaje, y quienes a su vez habrían escrito obras que se volvieron modelos para la enseñanza y el ejercicio de la crítica; en segundo lugar, los jóvenes que recibieron esa enseñanza y dialogaron creativamente con ella (Cánovas).
En contrapartida, el relato oral que nos entrega el mismo Cánovas de su paso por la Universidad de Concepción y por el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, pone de manifiesto que los nombres de los maestros no se limitan necesariamente a los tres mencionados. Por esta vía, la conversación despliega características de la enseñanza de la literatura y de las formas de la crítica literaria en las universidades chilenas durante la Unidad Popular y en los años de la dictadura. Es más, a estos años cabe remitir el interés de Cánovas por las distintas presencias de la censura en las producciones literarias, cuyo estudio se transforma en uno de los ejes centrales de sus trabajos, desde sus primeras publicaciones hasta la actualidad, es decir, desde el cuadernillo publicado en la fundamental colección Arte y Sociedad editada por el Centro de Indagación y Expresión Cultural Artística (CENECA), Texto y censura: las novelas de Enrique Lihn (1986), hasta su muy reciente Vidas y censuras. Letras chilenas e hispanoamericanas (2023).
Las historias de formación que Rodrigo Cánovas ha compartido con nosotros en esta entrevista, con la generosidad y disposición al diálogo que lo caracterizan, nos invitan a un recorrido que es al mismo tiempo personal y colectivo. Se trata, entonces, de asomarse a una trayectoria que permite conocer algunos aspectos fundantes de la crítica literaria chilena de la segunda mitad del siglo XX, ya sea porque recoge las enseñanzas de sus predecesores, ya sea porque da cuenta de la reconfiguración a la que se vio forzado el campo cultural después del golpe de Estado, ya sea porque su práctica crítica llega hasta nuestros días (siempre inquietada por los procesos sociales), ya sea porque a través de su enseñanza ha transmitido una relación a la literatura que se prolonga en quienes tuvieron la suerte de ser sus estudiantes.
Carlos Walker: Para empezar, le quería pedir a Rodrigo que nos cuente sobre sus años en la Universidad de Concepción. ¿Qué recuerda de la enseñanza de la literatura en aquel entonces? ¿Qué textos, qué críticos, qué teorías o autores eran privilegiados?, ¿qué libros leían los estudiantes?
Rodrigo Cánovas: Gracias, Carlos, por esta conversación y gracias a todos ustedes. Mi oralidad no es muy buena, estoy bastante asustado, pero como la idea es hacer un anecdotario, haremos lo que se puede. En cuanto a mis estudios en Concepción, quiero indicar que yo primero estudié Economía un par de años, ahí tomé un grupo de cursos de ciencias sociales e historia económica. Pero pronto me cambié porque noté que, si bien la economía era muy interesante, no era para mí. Desde un principio, tenía mucho interés en los estudios sociológicos de la literatura, incluso había leído muchos textos de economía social y pensé que podían leerse, en particular, desde la novela. De hecho, yo estudié literatura por el relato, no por la poesía. Un primer golpe, que creo importante, fue que cuando entré a la carrera pensaba que podría interesarme la lingüística, pero no logró interesarme mucho. Los grupos de matemáticas me parecieron más interesante en economía, aunque no era muy bueno para ello. De todas formas, en el mediano plazo, el análisis literario que comencé a practicar se basó en principios básicos de la lingüística de Benveniste, de Saussure.
De Concepción recuerdo a dos profesores. Uno, Jaime Concha, un crítico marxista que tenía un itinerario muy interesante, y que proponía hacer una historia social de la literatura a partir de esquemas marxistas más tradicionales, lukacsianos, pero como era una persona de gran sensibilidad sus análisis –donde se combinaban teorías psicoanalíticas y marxistas– a mí me motivaron mucho. Por ejemplo, sus lecturas de Martín Rivas y de Juana Lucero, para mi han sido, incluso hasta el día de hoy, la base para proponer una idea, un comienzo, de la literatura chilena. En el caso de la novela de Blest Gana –Concha escribió un texto el año 67 y yo tuve clases con él el año 71 o 72– propone que Martín Rivas, más allá de ser un provinciano que viene del norte, de las minas hacia el sur, es un burgués. ¡Martin Rivas, un burgués!... que llega a la capital y que, de alguna manera, se inscribe dentro del ámbito de la élite y del poder. En realidad, no sé si hacia 1850 podría hablarse de un burgués en la estructura socioeconómica chilena. Concha estaba pensando con esquemas de la sociedad europea, pero por esa vía planteaba algunas cosas que me parecen muy interesantes. La novela fue escrita el año 1861 y, sin embargo, los hechos narrados transcurren en 1850 ¿A qué se debe ese desplazamiento? Los críticos no lo habían explicado, de ahí que Concha interrogara esas fechas: ¿por qué motivo situar la novela, justamente, al final de la guerra civil o del motín de Urriola? Y a estas preguntas le seguían toda una serie de interrogantes que le permitían a Concha establecer un mapa, y eso a mí me interesó y me motivó mucho. El otro profesor era alguien que hacía muy pocas clases. En ese tiempo, había profesores que llegaban y anotaban en el pizarrón “entre el 18 de abril y el 9 de junio, no habrá clases”, eso se hacía con frecuencia. Me acuerdo de la letra maravillosa, caligráfica, con que Silverio Muñoz, un poeta que murió joven, anotaba que iba a hacer pocas clases.
El otro profesor, les decía, era dramaturgo y un gran actor, Gastón Von Dem Bussche, uno de los grandes mistralianos, quizá incluso antes de Luis Vargas Saavedra, escribió un libro sobre Gabriela Mistral, creo que en los años 50, que se llama Visión de una poesía.[4] Von Dem Bussche era la única persona en ese tiempo que se interesaba por la poesía de Gabriela Mistral, la conocía a Doris Dana y tenían una relación muy cercana. Hacía unos cruces extraordinarios en la lectura de la Mistral: hablaba del paisaje de cordillera, de cumbres, y lo relacionaba con un temperamento duro, absoluto, esquizoide, y además establecía conexiones con la literatura europea, con las hermanas Brontë, por ejemplo. ¡Gabriela Mistral y las hermanas Brontë! En fin, eso en un ámbito, pero también era un gran teatrista, de hecho, en un semestre en que el teatro de la Universidad de Concepción estaba en crisis, en crisis existencial, y no sabían qué hacer, un grupo de actores le pidió a Von Dem Bussche ir a su clase de teatro. Entonces, Von Dem Bussche despertó, tenía que ir a hacer la clase una vez por semana. En realidad, hizo algunas clases de teatro, no más de cinco o seis, pero que me permitieron entender lo que significa actuar. Por ejemplo, recuerdo mucho cómo efectivamente un actor se paraba y tomaba el mundo con una sola mano y lo golpeaba, toda esa gestualidad, así como las gestualidades del ballet. Él presentaba eso y a mí me sirvió para poder entrar creativamente a ese mundo…
Y hay un tercer profesor, que se me olvidaba, y que muchos aquí lo conocen, Roberto Hozven Valenzuela. Yo no lo conocía, pero conocía a su pareja, Lilianet. Hozven llegó cuando vino el golpe de Estado, justamente en septiembre de 1973, llegó luego de tres años de estadía en París con Roland Barthes. Septiembre de 1973, llega Roberto Hozven con un doctorado sobre Octavio Paz y el análisis estructural. Yo tuve un semestre con él, un semestre corto, digamos entre noviembre y enero, en el cual nos dedicamos a los cuentos de D´Halmar y también trabajamos un artículo de Roland Barthes no muy conocido, el análisis de Hechos 10 y 11 (Barthes). Aquí hay todo un método de cómo leer un relato. Me gustó mucho, quiero destacar, que en el texto había muchas ventanitas: para las acciones estaba el código de acciones, y desde ahí uno decía el código acción es tal, luego, para saber cuál era el sentido, estaba el código sígnico. Si había una alegoría, se recurría al código simbólico. De esta forma, se armaba una suerte de caja de distintas entradas con la cual uno podía cerrar esta estructura y establecer un sentido, o bien abrirla, o bien mantenerla en suspenso.
En fin, luego yo seguí entusiasmado con el análisis estructural, como mucha gente. Ahora, el problema que ocurrió con el golpe de Estado es que hubo una utopía que se derrumbó y, con ello, la historia literaria también se derrumbó. Hubo un horizonte de expectativas que desapareció y una biblioteca, una enciclopedia, un modo de mirar que se censuró, pero que a su vez quedó derruida. ¿Cómo reemplazar de nuevo esa biblioteca, cómo armarse de nuevo, con una nueva visión? ¿Cómo generar un espacio distinto? Entonces, ahí aparecen varios espacios, el espacio ordenado del análisis estructural, basado en la lingüística, que permitía predicar sobre cualquier objeto, no solamente literario. Y, por otro lado, también había un espacio más desordenado, que Roberto lo conocía pero no lo trabajaba tanto, que es el espacio del textualismo francés que incluía a su vez todo un repertorio específico. Eso era en Concepción.
—Antes de pasar al posgolpe, que me imagino va a ocupar buena parte de la charla, se me ocurría mientras te escuchaba que Concha, Von Dem Bussche y Hozven pueden servir para mostrar tres maneras de enseñanza de la literatura ligadas a la novedad: la novedad de decir algo nuevo sobre la literatura chilena, la novedad de una lectura original de una autora, Gabriela Mistral, que aún no concitaba la atención de la crítica, y la novedad que implicaba importar y apropiarse de una nueva teoría extranjera. Esta circunstancia que aproxima sus prácticas críticas, ¿era algo auto reivindicado, algo que los estudiantes percibían, o una lectura que haces hoy a posteriori?
—Lo percibían. Jaime Concha, hay que ubicarse en el tiempo, era comunista, y el comunismo tiene una idea sobre la nación, predica sobre la nación. Violeta Parra es comunista, Neruda es comunista, hay una predicación sobre la nación. El Partido Comunista del año 1920 es el primero en América Latina. Entonces, Jaime Concha está hablando junto a un grupo de economistas –Cademartori y muchos otros– que tenían una visión histórica y económica, y él estaba dentro de esa línea, desde donde defendía la idea de leer la literatura chilena con una visión marxista. Lo que se hacía en este curso era una comparación entre el sistema del profesor, Jaime Concha, y el sistema de Cedomil Goic. Uno, se presentaba como un análisis estructural de la obra que era independiente de las contradicciones sociales (no era tan independiente, pero era una lectura más cerrada). Y el otro, partía de una concepción de la obra que estaba abierta a las contradicciones sociales. Había así dos opuestos y por desgracia no había muchos elementos intermedios. En cuanto al sistema de Concha, la lectura de él, que todavía parece una lectura lukacsiana, funciona muy bien para la novela del siglo XIX y la novela realista. A mí me parece que es un modelo total y absolutamente válido, pero no para la literatura irrealista, y esto en buena medida porque la literatura realista, desde Balzac, supone que la literatura es un reflejo, es un espacio, es un teatro social, que reúne una serie de contradicciones sociales en la que los personajes, de alguna manera, entran en una escena donde quieren surgir, pero tienen que sufrir las consecuencias. En el caso de Goic, que obviamente también tenía sus méritos, el hecho de producir un esquema de principio a fin (el año 1972 salió la Historia de la novela hispanoamericana), que una persona propusiera un esquema de principio a fin, hecho de generaciones, donde lograba cuadrar el círculo. Y esto es una cosa difícil: tener en un solo texto una mirada global y panorámica para una noción continental. Además, la historia de la novela chilena había causado un inmenso impacto. En definitiva, se trataba de dos sistemas contrapuestos.
—Me gustaría preguntarte por el alcance de la postura de Goic en la sociedad chilena de esos tiempos, porque si bien es posible identificar en sus trabajos una fuerte reivindicación de un nuevo tipo de estudio de la literatura, no queda claro si los interlocutores privilegiados de esa reivindicación son exclusivamente los especialistas, o bien, buscaba un alcance más amplio. En un artículo tuyo elaboras una breve historia de la crítica literaria chilena desde los años ‘60 en adelante, y en él aludes, en línea con un trabajo previo de Subercaseaux, al lugar protagónico de las universidades dentro de este proceso: las universidades serían el espacio privilegiado para el desarrollo de las vanguardias políticas e intelectuales del período (Cánovas). Quería subrayar este uso de la noción de vanguardia (un poco menospreciada en nuestras pampas) y pedirte alguna reflexión en esta coyuntura, sobre todo en el caso de Goic, porque leído desde hoy, el método de Goic resulta un tanto rígido y, por lo mismo, poco cercano de una postura de vanguardia, ¿cabe distinguir, por decir algo, entre vanguardia científica y vanguardia crítica?
—Yo era penquista, y en realidad uno podía prescindir de Santiago porque la Universidad de Concepción tenía muchos contactos y muchas becas en los años ‘60, porque había universidades norteamericanas que habían puesto dinero en esa universidad, había un sistema de becas, y además la universidad tenía plata por la Lotería de Concepción. Entonces, la gente iba a Francia, a París, y volvía, y no era necesario pasar por Santiago. Ana Pizarro fue a Francia, estuvo en mayo de 1968 y volvió con su doctorado. Hozven en el año 1970, a través de un contacto con Gonzalo Rojas, llega a estudiar con Roland Barthes, y el año 1973 vuelve. Lo que quiero decir es que el ámbito del Pedagógico no lo tengo muy integrado. Lo que me decía una amiga, Eugenia Brito, poeta y ensayista, me decía, “Mira, Rodrigo, lo que ocurre con el caso de Goic es que él dio un golpe contra el impresionismo, y eso hay que valorarlo de esa manera, no hay que pedirle otra cosa”. En suma, Goic dio un golpe contra el impresionismo y eso fue importante. Y además, era didáctico para un estudiante que un profesor tuviera este librito tan bien ordenado. Era una persona muy puntillosa, sabía los títulos correctos de las novelas, el año correcto, tenía listas de autores, peruanos, mexicanos, etc. Yo tuve un curso con Goic, yo era muy inconstante, en el Instituto de Estudios Humanísticos, él hacia clases de novela hispanoamericana, leíamos, primero, las novelas hispanoamericanas más tradicionales, y luego las más contemporánea. Éramos como ocho o diez personas, su clase era bastante floja, pero tenía sus libros, y en cada clase se veía una novela y había que entregarle un informe, pero como yo era muy inconstante, no me daba el cuero para hacer un informe. Hice el informe número uno, el informe número dos, el informe número tres no fui, y ya el quinto fui a su oficina y le dije: mire profesor Goic estoy muy ocupado, me retiro de su clase. Me pasó dos veces. Luego, sobre La Araucana lo mismo, tenía controles de lectura –entre paréntesis, me parecen maravillosos los controles de lectura de La Araucana–, pero yo venía recién llegando a Santiago, no estaba muy motivado, no veía conexiones. En ese tiempo uno podía ir a la Secretaría y pedirle a la secretaria: bórreme de este curso y listo… Hay gente que estuvo años así, como no había que pagar, no importaba, además, si uno terminaba y era licenciado, no había trabajo (trabajo universitario, quiero decir). Así que la situación era dramática, no había gran motivación.
Bueno, ahí tú dices es vanguardia. Yo creo que en vanguardia no, yo no lo veo, no lo veo, incluso en su estilo, en su escritura, pues era difícil leerlo. Por otro lado, de Goic siempre se decía que descubrió a la Bombal con La última niebla, él fue el que la puso en el canon. Antes de Goic no estaba en el canon. Él fue también el gran censurador de toda la literatura realista chilena, del 1920 al 1938, tildándola de esquemática; sin embargo, es la literatura que más lectores ha tenido en Chile y que se mantienen, pero Goic la censuró, la censuró indicando que era esquemática e ideológica. Aquí hay, por cierto, una distancia, un alejamiento, entre sensibilidades que no se cruzaban, así como había otros sistemas de literatura social que insistían en rescatar textos que estéticamente no eran muy buenos. De ese mismo modo, Goic insistió en censurar esa línea de la literatura chilena (me parece, claro, que estaba en su derecho). Más allá, era un buen profesor.
—Cuéntanos un poco cómo era la enseñanza de la literatura en el Departamento de Estudios Humanísticos. ¿Cómo se organizaba la Licenciatura en Literatura que estudiaste ahí?
—Estudios Humanísticos pertenecía a la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile. El año 1972 tuvo un vuelco, un vuelco gracias a que Cristian Huneeus, el escritor, consiguió un presupuesto que era incluso mayor que el del Departamento de Ingeniería de Minas, de la misma Escuela de Ingeniería, y también consiguió un edificio maravilloso que había sido la Embajada de España en Chile, en la calle República y que hoy día es el Museo de la Solidaridad Salvador Allende. Era un edificio maravilloso, con parquet, con vidrios cincelados, etcétera. Siempre me acuerdo de una escalera para acceder al segundo piso que parecía sacada de una película de Hitchcock, porque nunca se llegaba al segundo piso, no sabías qué es lo que había ahí. En este contexto, el año 1972 Hunneus ideó un plan para armar una licenciatura en literatura, una en filosofía y otra en historia, todas ellas tenían varios cursos en común. En cada carrera había que hacer un tercio de los cursos ofrecidos por las otras áreas. Así fue como al ya existente Departamento de Estudios Humanísticos, que otorgaba cursos a los ingenieros de un modo complementario (una tradición de la Universidad de Chile que también estaba en medicina), se incluyeron profesores que empezaron a dar cursos que eran al mismo tiempo para los estudiantes de ingeniería y para quienes estudiaban alguna de las licenciaturas del Departamento. Para el caso de literatura, esto se armó con una planta docente proveniente del Pedagógico, pero también creo que pasó lo mismo con los profesores de filosofía e historia. Se trataba, entonces, de un grupo de gente del Pedagógico que estaba cansada de no poder trabajar e investigar tranquilos, con una situación política muy fuerte, y que decidió emigrar y aprovechar esta oportunidad para instalarse al alero de la Escuela de Ingeniería y del programa de Cristian Huneeus. Entonces, para el área de literatura llegaron Cedomil Goic y Jorge Guzmán, ¡los grandes adalides! Jorge Guzmán era un gran crítico de literatura española, muy respetado en la crítica de la literatura española de la época. También llegó Ronald Kay, profesor joven del Pedagógico, y Enrique Lihn, que no tenía ningún título ni perro que le ladre, como se dice, pero era amigo de Cristián Huneeus. Enrique decía: Cristián nos da trabajo, nos da el pan. Eran amigos además, había una relación afectiva, así que era bastante claro que Cristian le dijo a Enrique: ven para acá, yo te cuido acá, no te preocupes porque estuviste en Cuba unos años, aquí vas a estar tranquilo. Ese es el grupo de literatura. Luego estaba el grupo de Filosofía, con Juan de Dios Vial y Joaquín Barceló. El área de filosofía estaba compuesta por un grupo de profesores bastante de élite, también estaba Cástor Narvarte. Leían a Hegel, leían a los griegos, todo era bastante tradicional y muy conservador en general, al igual que los estudiantes de filosofía que asistían, estamos hablando del año 1974. En Historia estaba Mario Góngora, que yo recuerde. En Filosofía sí había un profesor que me llamó mucho la atención, con el que tomé un curso, se llamaba Marco García de la Huerta, creo que es Premio Nacional de Humanidades. Lo interesante era que en su curso bajo la máscara de Hegel trabajaba con Althusser, alguien me dio el soplo y fui. Había algo muy interesante, porque en Hegel no estaba la noción de mimesis, tampoco la de representación, sino la de producción del conocimiento, y esto Althusser lo transformaba en algo muy importante. En fin, sólo quería indicar que en el año 1974 llegan muchos profesores y estudiantes de distintos lugares. Yo llegué por casualidad, porque debido a la situación política ya no podía estar en Concepción. Leí en el diario, en enero, un llamado a estudiantes y me presenté. Yo ya tenía dos años de estudios universitarios, me hicieron un examen, luego una entrevista oral. Todas fueron situaciones súper tensas, postuló mucha gente y finalmente quedó un grupo reducido. Todos venían de distintos lugares y después, con el tiempo, uno se daba cuenta que había gente que venía de Valparaíso, del Sur, que querían cambiar de aire o eran profesores de Castellano de la Chile y querían seguir estudiando. Había un grupo muy heterogéneo de gente.
Estamos en el año 1974 en Chile, en una especie de caos interior, donde cada profesor era muy narciso y al mismo tiempo se trataba de crear una entelequia: esto es Estudios Humanísticos, aquí se estudia, aquí se piensa, y todo lo demás no existe. Además estaban aterrados, al menos un grupo, los de literatura, estaban aterrados. De a poco empieza a formarse un pequeño grupo. En Filosofía, por ejemplo, también estaba Patricio Marchant, que a mí me llamó mucho la atención, que era muy interesante. Lo que quiero decir, en resumen, es que no había una unidad en Estudios Humanísticos, sino que cada profesor era una isla, eran muy narcisos, esto les chocaba mucho a los jóvenes. Hubo un semestre en el cual Huneeus intentó reunir a todo el grupo de literatura, a todos los grupos de distintos años, en un seminario común sobre Iluminaciones de Rimbaud, que era dictado una vez por semana con una conferencia de Enrique Lihn y Ronald Kay. La traducción del francés al español del texto la hacían los mismos Ronald Kay y Enrique Lihn. Y ahí empieza una guerra, no una guerra, una batalla sobre cómo leer. Aquí se ven las dos líneas: una línea textual, creativa, disruptiva, en busca de nuevas lecturas, donde estaban Ronald Kay y Enrique Lihn, y otra línea donde de nuevo aparece Goic, a quien se le pidió que hiciera un análisis de una de las iluminaciones de Rimbaud; Goic no era una persona que le gustara discutir ni mucho menos entrar a estos terrenos. El análisis que hizo era bueno porque era de un nivel, de un nivel retórico. Trabajo el nivel retórico a partir de una especie de dedicatoria, de una carta. No sé de dónde habrá aprendido Goic esa retórica, yo creo que de la estilística de Alonso de los años ‘30 o ‘40, o de Bousoño, no sé. Y, del otro lado, Ronald Kay y Lihn, quienes de alguna manera intentaban hacer una lectura del significante, con todo lo que tenían a mano, con Lacan, no sabiendo mucho de Lacan, con Barthes, no sabiendo mucho de Barthes. En ese público habías muchos que entraban y salían. Entraba y salía Adriana Valdés. En ese momento no estaba Zurita, pero llegó más tarde. También estaba Nicanor Parra, pero en un mundo aparte, él no se mezclaba en esto, no estaba para la chacota, estaba para su chacota, pero no para esa chacota.
—En esto que cuentas aparece, muy marcado, un vínculo entre estructuralismo y creación.
—Claro. Enrique Lihn y Ronald Kay estaban buscando, trabajando, y en los seminarios que ellos daban se veía la línea del textualismo francés y del estructuralismo francés. Enrique Lihn empieza a leer a los estructuralistas, ¡un poeta!, y Adriana Valdés fue la persona que le enseñó a fichar (era super desordenado). Lihn era un pésimo profesor, pero era un gran lector: trabajaba con sus fichas, aprendía, pero no podía comunicar. De todas formas, hacía análisis muy buenos. Yo tuve un curso con él sobre cuentos, donde hacía análisis de cuentos de Edgar Allan Poe y de Borges que eran muy buenos. En ese entonces, Lihn trataba de organizar sus análisis desde las lecturas psicoanalíticas, que estaban en boga y que venían en reemplazo de las lecturas sociológicas (la sociología se fue, simplemente se tiró la cadena, no había otra alternativa). Entonces, Lihn era muy creativo y Ronald Kay también era muy creativo, y ahí es cuando empieza a aparecer un autor como Borges, que había sido bastante castigado, y se comienza a indagar cómo se podía pensar lo real de otra manera: ¡eso fue algo extraordinario! El pensamiento filosófico se empieza a leer más que los relatos, capítulos de Foucault, de Derrida, capítulos de Lacan, se leían mal porque todo estaba traducido a medias, pero los leíamos a todos. Leíamos en busca de referentes, de modelos de reemplazo, y todo esto era muy cercano a una crítica creativa. También aparece aquí el análisis estructural, pero yo noté en ese entonces que quienes practicaban el análisis estructural eran como amateurs. Kay, Dittborn, no tenían una formación, pero mi amigo Roberto Hozven sí, porque él había estudiado eso, ¡tenía como mil fichas! Cuando llegó yo me amarré y le dije: mira, Roberto, yo quiero que me des una biografía mínima para hacer mi tesis; porque una cosa era que te dijeran tienes que hacer una tesis, pero nadie te decía cómo hacerlo o qué hacer, no había ningún interés. Los profesores estaban más allá de eso, era otra realidad. Hozven publicó un libro hacia el año 1979, que es muy importante y que se llama El estructuralismo literario francés,[5] que fue muy leído y casi nunca citado. Este libro incluye un glosario dedicado al análisis estructural, y una introducción en la cual se presentan los pilares del análisis estructural más tradicional. Este surge de una indicación de Barthes, quien le habría dicho a Roberto: “ya que usted no tiene idea, parta entonces por lo elemental: léase Benveniste –el gran lingüista– y descubra lo que significa enunciado y enunciación, a partir de ahí va a construir un mundo; léase Freud y Lacan, por la noción de significante; léase Lévi-Strauss, para ver de qué manera un modelo lingüístico puede ser trasladado a otra área; y léame a mí”, aunque esto no lo dijo así, porque era una persona muy benevolente, cuyo objetivo principal era establecer un análisis sobre la literatura y las artes basado en la lingüística. Entonces, yo desde ese ámbito armé un puzle, donde también fueron muy importantes los textos de la revista Comunicaciones, que trataban sobre lo verosímil, sobre el relato, sobre el cine. Esto circulaba bastante, y a partir de ahí yo, personalmente, intenté mínimamente formarme. Para la tesis de licenciatura que hice sobre Borges, primero quería tomar todo Ficciones, pero era muy amplio, luego tres relatos, y finalmente me quedé con uno, pero en los análisis de ese relato ocupé todos los modelos estructurales tradicionales para probarlos. Todos fallaron, por supuesto, porque Borges trabaja con la retroactividad y muchos modelos estructurales lógicos, como el de Bremond, por ejemplo, o el de Todorov, que trabaja con dos modelos... Era muy difícil trabajar esto en el nivel de la historia, porque había un nivel historia y un nivel discurso; el análisis estructural es muy bueno para los relatos folclóricos y abrió ese ámbito, desde Propp en adelante, pero lo que estaba en deuda era el nivel del discurso, la enunciación. Entonces, bueno para hacer la cosa más breve, yo tomé el análisis estructural tradicional, con mi amigo Roberto, mientras que con Kay y Lihn yo aprendí que la crítica debe tener un momento de subjetividad fuerte, creativo, que es muy difícil eso, yo tenía, además, una hipercorrección científica.
—Recién me acordaba de una investigación donde se establecía que Mitologías de Barthes había sido el texto clave para la recepción del estructuralismo en Argentina, en buena medida, porque era un texto que favorecía la articulación entre el análisis estructural y el análisis ideológico (Tuset Mayoral 170-181). ¿Cuál texto crees que podría jugar ese papel, en este momento de formación, dentro de la recepción del estructuralismo francés en Chile?
—Mitologías, donde estaba la relación con la ideología, pasó inadvertido, y en Estudios Humanísticos yo no recuerdo que se haya mencionado, es más, yo no lo he leído. De todos modos, en Estudios Humanísticos era muy importante el pensamiento francés porque, en primer lugar, había profesores, académicos, que se habían formado en Francia, o que habían estado en Francia. Patricio Marchant estuvo en Francia y estudió o tomó un curso con Derrida. En esa época se decía que Derrida llamó a un amigo chileno y le dijo: está aquí esta persona, Patricio Marchant, a quien no le entiendo lo que dice ni qué hace. Bromas aparte, él tomó un curso y tradujo un texto sobre la diferencia, él estuvo ahí, y leía, y tenía una biblioteca, y hablaba sobre la Universidad de Chile a partir de los discursos de Hegel sobre la universidad alemana. No había pasos intermedios. Otro ejemplo es Marco García de la Huerta, quien también estuvo en Francia, de ahí viene Althusser. Ronald Kay tuvo una estadía en Alemania, más o menos entre 1970 y 1972, y desde ahí trajo una visión en la que incluía el body art, la obra de Wolf Vostell, entre otros. Era una visión que abarcaba todo un mundo que tenía que ver con el arte y el cuerpo, que era mucho más transgresiva, e incluía toda una serie de conexiones con el arte plástico, donde no había diferencia entre literatura y arte. Vuelvo sobre lo anterior, había interés por el ámbito francés, sin ir más lejos Ronald Kay recibía las revistas Poétique y Tel quel apenas se publicaban, y eso era lo que leíamos. En algún momento, desconozco por qué, comienzan a aparecer en las librerías los libros de Foucault, Las palabras y las cosas, La arqueología del saber, aparece De la gramatología de Derrida. Y todo eso comienza a leerse, pero comienza a leerse en medio del descampado. Leer a Derrida es complicado, yo todavía no lo entiendo bien. Se me ocurre que había mucha gente que lo repetía bien, lo comprendía, o sea, era capaz de hacer una clase sobre Derrida o de Lacan –esto ocurre mucho en varios académicos chilenos de la generación mía y más antiguos–, pero al leer sus trabajos yo no veo ninguna marca de ellos. Hay una distancia entre la comprensión o hablar sobre ellos e incluirlos como práctica existencial. Aquí se intentaba, puesto que consideraban que de ese modo se abrirían caminos, y al mismo tiempo había cierta fobia a la interpretación política de la literatura, se consideraba que podía hacer daño, que había hecho mucho daño –también había habido una resistencia muy fuerte– y que el presente y el futuro eran otros, que había una escisión. Incluso dentro del Partido Comunista, entre 1974 y 1978, había muchas divergencias al respecto. Brugnoli, el artista plástico, era el artista que representaba la cara visible del comunismo, y cada vez que hablaba en algunos foros él tenía, con ruedas de carreta, que establecer relaciones obligatoriamente. Pero llegó un momento en que se rompió con eso, más allá, por supuesto, de considerar que había que tener un discurso social y estético. Si bien estas son cosas menores, quiero señalar que es en esa época cuando se empiezan a vivenciar… y entre ellos hubo casos extremos, por ejemplo, el discurso de vanguardia de Nelly Richard, en su primer momento, era una fobia a todo lo que tuviera que ver con la literatura realista, con la literatura social, y lo único que valía era la escritura de la Avanzada. Esto yo se lo indiqué una vez en un foro, porque me parecía que era un gesto de vanguardia que dejaba de lado y censuraba un montón de otros materiales pensados desde otros lugares.
—Quería volver, a propósito de esto último, a tu tesis de licenciatura sobre Borges dirigida por Lihn. ¿Cómo fue percibido por tus compañeros, por tus colegas, la apuesta por hacer un análisis estructural de un relato de Borges?
—Había que hacer una tesis y nadie la terminaba. Terminaron como dos o tres, entre ellas, la María Isabel Flisfisch, que era una persona muy metódica, muy inteligente, y que después obtuvo un magister en griego en la Universidad de Michigan. Y yo estaba a mitad de camino, pero como al cabo de dos o tres años no había sido expulsado de la universidad, y entre medio logré que me convalidarán la mitad de la carrera que había hecho en Concepción, de repente, de la noche a la mañana me encontré egresado. Entonces, había que hacer la tesis y, por supuesto, decidí trabajar con Jorge Guzmán, que era una persona metódica, que yo estimaba bastante, pero era como que vivían en otra… Ellos endiosaban la Academia, estaban ahí encerrados. Por ejemplo, él indicaba que había que leer un libro específico y que había que leer una crítica específica, ¿pero de dónde obtenerlo? Problema suyo, era la respuesta. Era complicado, por suerte mi padre trabajaba en la Universidad de Concepción, así que yo conseguía los libros de retórica del siglo XVII, del siglo XVI, el Pinciano, pero otra gente no. Esa era una situación que partía como de un mundo ideal, pero que en realidad era bastante defensivo, y había una exigencia feroz.
—¿Tu tesis la dirigió Lihn o Guzmán?
—Guzmán.
—Pero en el catálogo de la Universidad de Chile dice que Lihn fue el tutor de esa tesis.
—Sí, te lo voy a explicar brevemente. Le dije a Guzmán que quería trabajar con Borges y el estructuralismo, y él me dijo: muy bien, lea todo lo que se ha escrito sobre Borges. Pero ojo que él hacía esto en un buen sentido, tenía una formación de doctorado en Estados Unidos y se daba cuenta de que la situación de un estudiante de licenciatura tenía, de alguna manera, que ir más allá de todas las limitaciones, porque de lo contrario no iba a llegar a ninguna parte como investigador. A partir de ahí pasé unos tres meses en la Universidad Católica, que tenía una buena biblioteca, y leí mucho de y sobre Borges, hice fichas. Y cuando pasé a la parte del análisis estructural, Guzmán me pregunta qué modelo quiero trabajar, ¿el de Bremond, el de Barthes? Y a partir de ahí dediqué de nuevo otro semestre a leer ese material. Y a continuación, me dice: elija un relato, elija tres relatos. Pero yo noté que la cosa no avanzaba, me puse a trabajar solo y me apoyé en Roberto Hozven, él también era de Concepción y me ayudó. Y realicé mi trabajo, hice unos mapas a partir de la idea de cientificidad del análisis estructural, una cientificidad en la cual uno tenía que encontrar el hilo lógico de ese relato. Entonces, realicé este trabajo y justo Guzmán se estaba yendo a Estados Unidos y no mostró interés. Ahí fue que se me ocurrió hablar con Lihn, le dije: Enrique, tengo este trabajo, pero no sé qué se puede hacer con él, si sirve de algo, y él me dijo: pásamelo. Lo leyó el fin de semana y me dice esto está listo, es una tesis. Y me propuso conversarlo con Kay, quien se interesaba por todo, y Kay encontró que estaba malo, pero que era un texto complejo y enredado, y eso le pareció maravilloso, y lo apoyó. Pero el que me dirigía la tesis era Guzmán, con quien era muy difícil conversar, y eso que me tenía muy buena barra, pero era difícil, muy neurótico. Lihn tuvo que conversar al respecto con Guzmán, pero como se iba yendo a Estados Unidos firmó y no puso problema alguno. Por lo mismo, defendí con Kay y con Lihn, en la Escuela de Ingeniería ante el decano Munita, creo que se llamaba, y a quien le interesaban mucho los estudios literarios, de hecho, fue el decano quien me hizo la única pregunta que no pude contestar. Justo antes de la defensa –quiero contar esto porque tiene que ver con el espíritu de Estudios Humanísticos– vino el decano al Departamento –en ese tiempo el director era Castor Narvarte, un gran filósofo, que tuvo un curso de Hegel y que hablaba como una locomotora, tres horas seguidas– y me dice: “mire, señor Cánovas, esta tesis no me llegó, así que no la puede defender hoy, porque yo no la he leído”. Le explico que la había entregado debidamente, en todas las oficinas, hace dos semanas. Llamó por teléfono, le confirmaron que había sido entregada en tiempo, aunque no le había llegado. La falla no era mía, así que se hizo la defensa. Kay había llegado atrasado, venía en moto con su casco, siempre vestido igual, de azul, el tándem chileno con blue jean azul, un blue jean de calidad, y una chaquetita azul, con un buen corte de pelo y su moto, porque él era un creador. Enrique Lihn, creo que había trasnochado, porque la cara que tenía y el abrigo que tenía… ¡había dormido con el abrigo! Tenía una carita... Para mí era muy importante porque en ese entonces no era nada, no tenía nada, tenía 27 años, la cosa era complicada, tenía que hablar quince minutos, y además esa tesis era una tallarinata. Por lo demás, nadie en ese tiempo era capaz en Chile de hacer un análisis estructural de un relato bien hecho (quizá después se hicieron algunos). Hablé durante quince minutos, me lo aprendí de memoria, me senté y dije la tesis de memoria, hubo preguntas, habló el decano, hizo una pregunta que no pude contestarle, una pregunta muy interesante, me pedía que le explique la noción de significante en este cuento de Borges, me decía que se lo explique para alguien como él, que provenía del ámbito de la Astronomía. Finalmente, me fue muy bien, nota 7, que no significaba nada, pero había que poner una nota. Después fuimos a tomar un café en Blanco, al lado de la Escuela de ingeniería, y Enrique me dice, serio, que mi trabajo estaba muy bien, que le había gustado, pero, agrega, esto que hiciste en la defensa de repetir de memoria es del colegio, no puede pasar de nuevo, nunca más. En fin, son cosas interesantes porque dan cuenta del ambiente de Estudios Humanísticos.
Ahora bien, para volver al caso de Lihn, ocurre que yo le hice un trabajo sobre el cuento de Edgard Allan Poe “El pozo y el péndulo”, leído desde la lógica significante de Lacan, y a Lihn le gustó mucho. Por eso yo acudí a él, también hice uno sobre las relaciones entre historia y ficción en Borges, y también le gustó. Así que él me apoyó después porque consideró que ahí había algo. Si bien hay muchos mitos sobre Estudios Humanísticos, había una relación muy personal entre quienes estábamos ahí. Teníamos un grupo muy pequeño de lectura, conformado por Eugenia Brito, Diamela Eltit y yo. Nos juntábamos a leer estos textos, leíamos a Kristeva. Eugenia Brito le escribió a Kristeva para ir a estudiar con ella, Kristeva le contestó diciéndole que no le podía dirigir la tesis porque no sabía español. El caso de Diamela, ella era alguien que empezó a conectarse con los artistas plásticos, y a incluirse en ese medio, no era escritora en ese tiempo, o era algo que tenía silenciado.
—A propósito de Roberto Hozven, hay un artículo de Nelly Richard que apareció en La Época, donde propone concebir dos momentos de la crítica literaria chilena en dictadura, y lo hace a partir de dos libros, el libro de Hozven y el tuyo (Richard).
—No lo conozco, fíjate.
—Richard propone un recuento que se interesa en la emergencia y en la constitución de un nuevo discurso crítico en Chile. El libro de Hozven representaría el momento de la cientificidad, mientras que el tuyo marcaría el abandono de esa cientificidad en favor de un análisis que incluya, digamos, un rechazo al divorcio entre la teoría y la actualidad política y, por lo mismo, daría cuenta de un ejercicio crítico marcado por la violencia del aparato represivo. Esto le sirve a Richard para situar dos momentos distintos de la recepción del estructuralismo francés en Chile.
—A partir de mi tesis de licenciatura yo quería seguir trabajando sobre Borges, pero hacer una tesis doctoral sobre Borges en Estados Unidos estaba prohibido, por la bibliografía que había que manejar, además yo no era una persona que manejara ficheros de bibliografía o que tuviera una formación para esas tareas. En ese momento, también me interesó la crónica indígena peruana, en particular la de Guamán Poma, pero de nuevo la biografía era muy extensa (lo hice después, en un ámbito más reducido). Y estaba obsesionado por la relación entre literatura, dictadura y censura, creo que en ese entonces era el elemento central de mis intereses. A partir de ahí traté de combinar un análisis estructural textual –basado mucho en el psicoanálisis de la cultura, y esto se lo debo, fundamentalmente, a Lihn y a Kay– con el análisis de otros materiales, que no podían ser leídos con las restricciones del análisis textual, como el teatro de Radrigán y del Ictus. De ese modo, también buscaba ampliar el cuadro de la literatura chilena entre los años 1975 y 1985. Esto a su vez permitía que la literatura no se redujera solamente a discursos como los de Enrique Lihn en El arte de la palabra, novela que casi nadie leyó y que ya antes de que saliera fue crucificada, quizás porque salió muy pronto y no tenía lectores, era una novela para los lectores del futuro. El problema es que cuando tú escribes para el futuro, llega el futuro y ya es pasado. De Zurita, a mí me parecía extraordinario lo que él escribía cuando aún no era conocido. Y le pedí a Enrique Lihn que consiguiera materiales del Ictus y él me los mandó, porque la gente del Ictus hacía una puesta en escena en común, a la que se accedía gracias a unos mimeógrafos, que fue sobre lo que trabajé. Y para Radrigán, que a mi realmente me había gustado mucho, CENECA había publicado en un libro once obras de Juan Radrigán (Teatro de Juan Radrigán). Por ahí entró en el libro la cuestión de la ética de la pobreza, a mí me interesaba mucho esa idea que proponía encontrar la ética en la pobreza, ahí y no en otro lugar, en el espacio de los marginados, no de los proletarios estrictamente. El Ictus, por su parte, fue importante para mí porque su teatro recuperaba una tradición intelectual de las élites de las clases medias. Cuando la gente iba al Ictus en los años ‘70 era como ir a un núcleo político de la ciudad, que el Ictus animaba mediante una serie de mensajes dirigidos a esa clase media ilustrada. En este marco, me costó mucho encontrar herramientas para leer socialmente la literatura, se había perdido ese referente, así que acudí a un texto de Brunner, que había escrito sobre la literatura chilena en dictadura (era su primer texto, todavía tenía una orientación neomarxista).
—¿Y cómo fue la decisión de trabajar con teatro y al mismo tiempo con narrativa y poesía?
—Mucho mejor, claro, porque yo en ese tiempo no tenía inhibiciones. Desde niño que me gustaba el teatro, además, para el caso de Radrigán yo trabajé con su obra dramática, con las once obras de Radrigán de las que te hablaba. Me apoyaba en dos o tres esquemas fáciles que tenían detalles sobre cómo analizar una obra dramática –había uno de Juan Villegas que me sirvió mucho, que era como para escolares–, pero yo estaba, simplemente, preocupado por los contenidos, por la pregunta por un sujeto ético fuera de las normas de intelectuales. Me encantaba, tenía unas obras de teatro extraordinarias, con gente alcohólica, prostitutas que van perdiendo todo, pero que a pesar de ello se mantienen en su dignidad, muchos personajes beckettianos. Vi después un par de obras acá, son largas y durísimas y latosas, terribles. Creo incluso que funcionan mejor como obra dramática que como puesta en escena.
—Quería avanzar un poco hacia otro aspecto de tu trabajo, en particular, quiero preguntarte sobre un texto donde elaboras una historia de la crítica literaria chilena reciente (Cánovas). El artículo se cierra proponiendo dos tareas para la crítica literaria chilena.
— ¿Esto fue el año ‘90?
—Sí, en un número de Cuadernos Hispanoamericanos dedicado a la cultura chilena en dictadura. Las dos tareas que propones son, por un lado, hacer una revisión crítica de la literatura nacional a la luz de los nuevos paradigmas del conocimiento y, por otro, elaborar una reflexión sobre la función de la literatura y de la crítica literaria en una sociedad regida por los principios del mercado. A partir de estas dos tareas, ¿qué te parece el panorama actual?
—Creo que eso se ha hecho, que es lo que se está haciendo, aunque ahora la palabra es ‘neoliberalismo’. Por algún motivo, yo nunca la he mencionado, alguien me preguntó por qué nunca aludía al neoliberalismo. No lo sé, pero supongo que ahí está la idea de no ponerle una etiqueta tan fuerte y tan macro al texto literario. Alguien dice Eltit, de inmediato cualquier estudiosa gringa, dice de inmediato: “neoliberalismo en Eltit”. La etiqueta sepulta, realmente, lo que uno cree, sepulta el significante. El neoliberalismo no necesita literatura para poder denunciarlo (esa es la resistencia que uno tiene). En este sentido, la búsqueda pasa por el significante, por el cuerpo y por el cuerpo del texto y es el texto el que va iluminando lo demás. En resumen, pienso que esas dos tareas sí se han realizado.
—¿Cómo pensaste tu trabajo como crítico una vez que volviste a Chile? ¿Después de tu tesis doctoral cómo pensaste tu labor crítica? ¿Trazaste algún tipo de programa crítico para organizar tus trabajos futuros?
—Yo pienso que la noción de censura fue fundamental. Hay otra gente que dirá la lucha de clases o lo que fuera. Para mí, esto tiene que ver con el momento cuando un sujeto entiende que hay reglas y hay prohibiciones y, como en la tragedia griega, percibe que esas reglas y esas prohibiciones existen y que no puede escapar a ellas. Cuando se toma conciencia de ello a nivel individual, de las reglas colectivas, aparece la noción de autocensura y la de transgresión, esos son dos ámbitos donde opera la censura. Y como vivíamos en una sociedad en transición, en la que había mucho resentimiento, había una gran orfandad vinculada a la experiencia universitaria de los años ‘70, no había mucho dónde ampararse. En ese contexto, a mí me pareció que la categoría de censura era un lugar desde donde yo podía hablar, y desde donde también podía rescatar muchos textos. A partir de eso me junté con Danilo Santos, Magda Sepúlveda y Carolina Pizarro, y leímos como 120 novelas desde 1975 hasta 1995, hicieron una ficha para cada –las hacían Danilo, Carolina y Magda, yo no hice casi ninguna– y luego escribimos un texto didáctico, que debió haber tenido los cuatro nombres, no solamente el mío. Por diversas razones la editorial de la Católica no aceptó que se incluyeran nombres de estudiantes de posgrado como autores de su editorial. Eran otros tiempos, desde luego aparecen sus nombres en los capítulos que ellos escribieron. El trabajo con estas 120 novelas me tenía muy entusiasmado, nunca más lo he hecho, porque se trataba de elaborar un catastro. ¿Qué era lo que se había escrito en esos años? Gracias a esas lecturas me di cuenta de que el corazón de la novela chilena podía situarse, desde distintas perspectivas, alrededor de la experiencia autoritaria. Y esto me permitió elaborar un diagnóstico –tomé treinta y seis o cuarenta de esas novelas– a partir de un trabajo, no científico, pero si muy riguroso, donde apareció la idea de la orfandad y desde ahí construí un discurso. Se trata de un discurso, digamos, sospechoso, porque se retroalimenta, pero gracias a él pude leer y unir a muchos autores de distintas perspectivas. Estaban los que ansiaban una utopía que no volvía, como las novelas detectivescas de Díaz Eterovic, los que atacaban esa utopía, como Ampuero. Estaba el mundo de los veteranos de guerra, el mundo de los expósitos abandonados, como en los textos de Carlos Franz, o los textos contradictorios de Gregory Cohen.
—Y sitúas en un lugar central a los textos de Diamela Eltit, quizás de manera algo anticipada con respecto al reconocimiento posterior.
—Diamela estaba por el ámbito de las soledades, pero no sólo Diamela, también estaba Marcela Serrano. De nuevo, busqué evitar que una sola retórica marcase la noción de sujeto, porque eso deja a muchos lectores y a muchas sensibilidades fuera. Por ello, rescaté a Marcela Serrano, de quien leí todos sus textos, y a Diamela, que están en los opuestos. Esto me permitió hacer un triángulo: estaban los veteranos de guerra, por un lado, los padres que no lo son, porque no pueden serlo, y los hijos abandonados, así era la familia chilena, y luego estaba el ámbito de la mujer y las soledades, las madres que no pueden amparar a sus hijos, porque no tienen esa fuerza, sino que a la inversa. Ese triángulo forma un espacio de orfandad en estas novelas. Entiendo que es un punto de partida, no un punto de llegada, pero me sirvió para poder hacer esta lectura.
—En este libro hay un paso adelante, en el sentido de que es un trabajo sobre escritores jóvenes. De hecho, por primera vez en tus trabajos aparece el nombre de Goic que antes no había aparecido.
—Sí, cierto.
—Te quería preguntar por este texto, no sólo porque es algo nuevo con respecto a tu trabajo previo, sino también porque recupera, de alguna manera, una forma protagónica de los modos críticos de la literatura chilena, que es la forma antológica. Tal vez la antología sea una de las formas protagónicas de la crítica literaria chilena, y quería saber si pensaste en eso mientras lo preparabas, por ejemplo, si alguna antología previa te sirvió para hacer este trabajo.
—Creo que este texto, que fue pensado como texto didáctico y que hice con mucho entusiasmo, es el que más vale, por el cual soy más conocido, más citado (hubo otros textos a los que les dediqué mucho tiempo y no ocurrió nada, o menos que nada). Este texto, en cambio, fue validado porque rescaté a gente que estaba recién escribiendo, y en ese entonces la crítica chilena académica era muy tradicional y no los tomaba en cuenta. En los cursos empecé a ver, por ejemplo, a Fuguet, que, si bien no me entusiasmaba tanto, me parecía algo distinto. La idea era, efectivamente, incluir a un grupo que por algún motivo no aparecía en el mapa, se trataba de darles cabida para generar un cuadro. Otro problema que tuve fue la cuestión del enfoque, yo todavía pensaba en hacer panoramas y no sabía cómo hacer para no hablar de literatura y dictadura. Digo esto, porque en este trabajo yo quería excluir a la gente más antigua, no me interesaban, los que estaban en el exilio, los que tenían más de x años. Entonces, aquí la noción de generación me pareció útil.
—¿Y esa exclusión tiene una motivación critica?
—Porque no correspondía a mi mundo. El exilio corresponde a otro sujeto y merecía otro tipo de libro. La gente antigua, todos los que escribieron sobre la dictadura, Edwards, Skármeta, Donoso, los había leído a todos, a mí no me interesaban, no me decían nada. En otras palabras, no estaban dentro del esquema de mis vivencias, pero sí estas obras que hablaban de lo que había ocurrido al interior. Ellos tenían otros ámbitos, así que yo quería dejarlos fuera. El esquema de Goic me ayudó a eso y, además, me ordenaba. Pero esto me planteó otro problema, porque los autores estudiados se supone que eran del año 1952 en adelante, aunque de todas formas incluí a varios que habían nacido antes… ¡los metí igual! Algunos de 1948, la Ana María del Río, que es una gran autora olvidada, Darío Osses, también lo metí, era del año 1949 y así… a la Diamela también la metí. De todos modos, no sabía muy bien cómo resolverlo, de hecho, mucha gente me dijo, como Mariano Aguirre, que había dejado afuera a gente importante. Que lo hagan otros, les decía, yo no, no tenía nada que decir, o sea, a nivel individual escribí sobre cada uno de los autores, sobre la dictadura en Jorge Edwards, también escribí sobre Donoso, pero aquí no. Quería hablar de las nuevas generaciones, la gente que correspondía al grupo o al sentimiento que no sólo me embargaba a mí, sino que era algo más amplio, y así cumplí. Porque cuando me puse a escribir sobre literatura y dictadura en el año 1985, no había material, no sabía qué hacer, ¿tengo que inventarlo? Quería escribir sobre literatura y dictadura, pero yo no conocía textos, no había. Por eso tomé a Zurita, Lihn y Radrigán, porque no había más, pero en el año 1995 sí, y ahí me dije: “con esto completo mi tarea y con esto yo cumplo, yo cumplí con mi generación, cumplí mi tarea, ahora me voy a dedicar a otra cosa”.
—Una gran demostración de que la crítica es una forma velada de la autobiografía.
— Por supuesto.
_________________________________ Notas
[1] Este trabajo es parte del proyecto Fondecyt de Iniciación no 11220991, radicado en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile. Entrevista pública realizada en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile. Esta actividad fue parte del ciclo “Conversaciones con la crítica literaria chilena”. [2] Una etapa previa de esta historia podría situarse en las circunstancias presentadas por Eliseo Verón en un texto central para la historia de la recepción del estructuralismo francés en Chile (Verón). [3] “Las anécdotas no serían sino las trizas, las tiras de la Historia. (Por eso mismo, su reverso)” (Oyarzun 171). [4] Editado en 1957 como parte de la serie Roja, dedicada a la literatura, de las separatas que la revista Anales de la Universidad de Chile comenzó a publicar en 1955. [5] Publicado en 1979 por Ediciones del Departamento de Estudios Humanísticos, Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, Universidad de Chile.
____________________________________ Bibliografía
-Barthes, Roland. “El análisis estructural del relato. A propósito de Hechos, 10-11.” La aventura semiológica. Paidós, 1993, pp. 281-308.
-Cánovas, Rodrigo. “Hacia una histórica relación de la crítica literaria en estos tiempos.” Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 482-483, agosto-septiembre 1990, pp. 161-176.
-Lihn, Enrique. “Literatura y dictadura.” El circo en llamas. Una crítica de la vida, editado por Germán Marín, LOM Ediciones, 1997, pp. 495
-Oyarzun, Pablo. El dedo de Diógenes. La anécdota en filosofía. Dolmen, 1999
-Richard, Nelly. “El discurso crítico en Chile: un recuento posible.” La Época, suplemento Literatura y Libros, 11 mar. 1990, pp. 6-7.
-Teatro de Juan Radrigán. CENECA, 1984.
-Tuset Mayoral, Vicente. Los efectos del estructuralismo en la crítica literaria española y argentina. Tesis de doctorado Universidad Nacional de La Plata, 2016.
-Verón, Eliseo. “Acerca de la producción social del conocimiento: el ‘estructuralismo’ y la semiología en Argentina y Chile.” Revista LENGUAjes, núm.1, 1974, pp. 96-125.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Historias de formación de la crítica literaria chilena.
Una conversación con Rodrigo Cánovas. (10 de noviembre de 2022).
Por Carlos Walker.
Publicado en Otras Modernidades, N°30, noviembre 2023.
Universidad de Milán.