A medio camino entre un chiste y un guiño cómplice a la literatura chilena, dice Soledad Bianchi que se le ocurrió el juego de palabras, la voz, neobarrocho, para referirse a las particularidades de la escritura de Pedro Lemebel (Lemebel 114). Un chiste, pues la designación surge como una suerte de derivado plebeyo del neobarroco cubano, que además y de paso, reescribe y reubica el neobarroso de Néstor Perlongher, es decir, pasa de la elocuente amplitud del Río de la Plata al Mapocho, esa “inocente hebra de barro que cruza la capital” chilena (De perlas 115). Pero el chiste también funciona como resistencia a una significación acabada, pues no se trata de elevar al neobarrocho a las cumbres categoriales de la crítica literaria, antes bien, se busca con ello traficar una serie de sentidos posibles en aras de aproximarse a los procedimientos escriturales y al contexto social en donde se desarrollan las crónicas de Lemebel. Más aún, dicha aproximación se realiza a través de la literatura chilena –no exclusivamente capitalina, pues el trazado y la misma historia del río, anota Bianchi, fluctúan entre lo local y el país– y, por ende, se propone como una posibilidad de recorrer su tradición literaria instigados por el sesgo que abre el neobarrocho. En suma, se trata de una noción que es al mismo tiempo un chiste y una estrategia para releer el pasado, el presente y el futuro de la literatura chilena.
Ahora bien, ¿y si mediante ese gesto que reúne humor y perspectiva histórica intentáramos caracterizar algunos de los procedimientos que hacen a la práctica crítica de Soledad Bianchi? Quizá a un costado de esta pregunta se podría anotar otra, acaso la mejor respuesta a esa misma inquietud: ¿cómo congeniar el humor con la crítica literaria, tantas veces desdeñada o incluso ignorada, porque se la supone fría, críptica, o mortalmente seria?
El lugar del humor en la obra crítica de Bianchi es permanente y está al servicio de la modulación de las lecturas, ya sea por su insistencia en cortar, inventar o intervenir palabras para dotarlas de nuevos sentidos o, en el mismo registro, por el uso permanente del argot chileno para connotar sentidos en conflicto, pero también por el gesto crítico que hace tambalear y pone en duda el propio discurso en vistas de pensar con esos tropezones, de reescribirlos, ya sea porque su escritura se nutre de la mezcla y superposición de sentidos, del montaje como una metodología crítica, o bien, porque desde esos lugares se despliegan los distintas formas fragmentarias que pueblan sus lecturas.
De todos modos, vale la pena aclarar que el humor no es más que una entrada posible para acercarse a la práctica crítica de Bianchi, cuyas estrategias de lectura procuran transformarse a cada paso. Tal vez el hecho de subrayar la posibilidad de encontrar vetas cómicas en la crítica literaria no sea más que una respuesta a ciertos halos solemnes que, en ocasiones, se toman la ciudad letrada. Para ello, es necesario pensar que en el reverso del chiste hay una idea sobre la literatura chilena que se intenta combatir. Una ocurrencia de Raúl Ruiz –Bianchi escribió algunas líneas fundamentales sobre Ruiz en los años noventa (Pliegues 33-40)– puede servir para precisar el punto: “los chilenos tenemos sobre todo miedo de la risa, y veo en este miedo el origen de los terremotos” (Ruiz 95).
Y si el humor no es más que una entrada entre otras esto se debe, principalmente, a que sus efectos críticos pueden pesquisarse en otros lugares, de la mano de una vocación por resistirse a la fijeza de las lecturas, al cierre de los sentidos, a la conclusión preformateada. Sin ir más lejos, “desmitificar y relativizar” son dos banderas del quehacer literario de Bianchi (La memoria 11), una y otra podrían a su vez ser endilgadas a las agudezas propias del humor. Más importante aún, y más allá de ciertas evidencias cómicas, se trata, en definitiva, de ponderar la heterogeneidad de gestos críticos con los que Bianchi despliega su manera inquieta de leer la literatura[2] .
De hecho, esta resistencia ya se hacía notar en el compendio de poetas con que conformó su primer libro, su primera antología, Entre la lluvia y el arcoíris. Algunos jóvenes poetas (1983), pues la selección partía de varias ideas contrarias a las que circulaban en ese entonces sobre la poesía chilena. Esta antología no fue, como en otros casos, la certificación de una carrera literaria precedente, fue, en cambio, una apuesta por dar espacio a nuevas voces, casi todas menores de treinta años, incluso inéditas, y por esa vía buscaba quebrar tanto con la dispersión geográfica de los autores forzada por la dictadura militar, como con el descrédito de la juventud de la que eran objeto las nuevas plumas en el país. Frente a esta coyuntura, en la que Bianchi buscaba intervenir desde su exilio en Francia, resulta decisiva la necesidad de demostrar que los autores antologados “no nacían de la nada: tenían y tienen un pasado (literario) universal y, muy especialmente, chileno” (Entre la lluvia 8). Vale decir, el interés por poner a circular una muestra de poesía joven va de la mano de una decisión crítica estratégica: mostrar su inscripción en una tradición literaria específica entrelazada con su valor poético. En literatura el valor se mide en la reescritura, acaso en la invención, de la propia tradición, pero para dar cuenta de ello es preciso desprenderse de la fijeza que imponen los manuales de literatura. En este sentido, la anécdota que cuenta Bianchi en esta entrevista sobre su participación en la primera reunión de la Revista Araucaria de Chile –órgano cultural del Partido Comunista chileno en el exilio– es notable por los mismos motivos, porque enseña una perspectiva que se desarrollará a lo largo de toda su trayectoria crítica, de plena vigencia en la actualidad. Allí una joven mujer, en medio de una reunión entre miembros de un partido político de marcado régimen patriarcal, toma la palabra para prevenir a los compañeros de la tendencia a reproducir en la crítica de poesía la lógica de la propiedad privada, la que era ostentada por ciertos críticos chilenos de izquierda sobre los vates más renombrados del país. Apostar por la poesía de los jóvenes, exiliados o en Chile, también era una manera de evitar los lugares comunes de la crítica literaria, una estrategia para buscar otras zonas desde donde leer y, a la vez, para mostrar, en plena dictadura militar, un panorama tentativo del futuro de la poesía chilena, es decir, para afirmar que pese a todo había futuro.
La tarea antológica de Bianchi comienza con su trabajo como integrante del Consejo de Redacción de Araucaria, desde donde fue construyendo un vasto archivo de manifestaciones poéticas que le permitió, en distintas entregas, desarrollar, pensar y extender sus formas críticas. Tal vez desde allí surge una intuición central que recorre sus trabajos de los años venideros, a saber, que la antología podía ser no sólo una selección de nombres, sino también una estrategia crítica clave para llevar adelante una permanente reflexión sobre las formas de la crítica literaria. En este sentido, La memoria: modelo para armar. Grupos literarios de la década del sesenta en Chile (1995) es un libro central para entender su trayectoria intelectual. En primer lugar, porque transforma la antología de nombres en una antología de voces, pues a partir de una enorme cantidad de entrevistas personales Bianchi superpone y reordena los dichos de los protagonistas en vistas de ofrecer una historia de la poesía chilena reciente (la crítica como montaje de fragmentos). En segundo lugar, porque entra a la historia de la poesía chilena a través de un sesgo que pone en primer plano el relato oral, las anécdotas, de sus momentos de formación (la crítica como pedazos de una conversación inconclusa). En tercer lugar, porque orienta sus búsquedas desde los grupos literarios de provincia, en contra del centralismo capitalino con el que se suele organizar el campo literario chileno (la crítica como invención de los márgenes). Por añadidura, este papel central de la forma antológica invita a reconsiderar la amistad epistolar que Bianchi sostuvo con Roberto Bolaño desde fines de los años setenta hasta bien entrados los noventa, en la medida que La memoria: modelo para armar funciona como un precursor clave de Los detectives salvajes (1998), donde también se cuenta la historia de un grupo de poetas a partir de un montaje de las voces de sus protagonistas.
Por extensión, el interés que adquiere la antología como forma crítica dialoga con la atención que Bianchi le prodiga tanto a los medios de comunicación –la televisión, la radio y la prensa periódica son protagonistas de sus textos–, como a otras expresiones estéticas –la canción, el cine, las artes visuales–, donde también caben otras experiencias más allá de la lectura –el mall o las calles de Santiago, la práctica del zapping y del hojeo de revistas de farándula, en fin, todo eso que llama la “escenografía móvil” de la cultura chilena (Pliegues 15). Entonces, el ímpetu antológico dialoga con la presencia de esta multiplicidad de elementos en sus textos porque desde allí va tomando, rescatando, antologando, objetos parciales que le permiten desplegar sus pasiones críticas. Por lo mismo, quizá Soledad Bianchi sea una de las voces de la crítica literaria chilena que de manera más insistente y aguda ha vinculado su trabajo de lectura con una reflexión permanente sobre las formas de su propia escritura, ya sea porque a lo largo de sus textos ha demostrado las potencialidades críticas de la forma antológica, o bien, porque eso le ha permitido transitar sin rodeos entre el análisis de la poesía y el de narrativa, tal y como es capaz de trasladarse desde una publicidad hasta un aspecto recóndito de la literatura colonial, o incluso, porque su constante vaivén ofrece siempre una nueva ocasión para modular esa voz insidiosa, esa primera persona del singular con que puntúa sus letras.
En definitiva, estas notas subrayan una serie de filiaciones que son parte del recorrido vital de Soledad Bianchi hasta la fecha; por su parte, la entrevista que transcribo a continuación prolonga algunas de ellas y ofrece otros aspectos de ese mismo recorrido. La conversación va desde sus estudios y primeros trabajos en el Pedagógico hasta su retorno al país luego del exilio, y entrega por esa vía una serie de episodios que amplían y detallan lo dicho hasta aquí. Amplían, pues ofrece un panorama general que resulta un valioso testimonio para la historia de la crítica literaria chilena; detallan, puesto que se detiene en ciertos momentos decisivos de su formación como crítica para desde allí sopesar las particularidades de sus textos pasados y de aquellos por venir.
Finalmente, llegados a este punto creo conveniente ofrecer una breve síntesis cronológica de lo hecho por Bianchi hasta la fecha, en vistas de entregar información que complemente lo que sigue, a saber, la transcripción de una entrevista pública realizada el jueves 6 de octubre de 2023 en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile, una actividad que fue parte del ciclo “Conversaciones con la crítica literaria chilena”. Entonces, Soledad Bianchi nació en Antofagasta en 1948. Se tituló de Profesora de Castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile (hoy UMCE), se doctoró en Literatura por la Universidad de París. En 1975 se exilió en Francia, y entre 1978 y 1982 escribió y formó parte del Consejo de Redacción de la Revista Araucaria de Chile. A su regreso a Chile enseñó literatura chilena e hispanoamericana en la Universidad de Chile por más de veinte años. Publicó, entre otros, los siguientes libros Entre la lluvia y el arcoíris. Algunos jóvenes poetas chilenos (1983); Poesía Chilena (miradas, enfoques, apuntes) (1990); La memoria: modelo para armar. Grupos literarios de la década del 60 en Chile (1995, 2019); Lecturas Críticas / Lecturas Posibles (relatos y narraciones) (2012); Libro de lectura(s). Poesía Poetas Poéticas (2013, 2023), Pliegues. Chile: cultura y memoria (1990-2013) (2014); Lemebel (2018).
Carlos Walker: Parto por un antecedente que quizá pueda servirnos para empezar a conversar del panorama universitario y cultural en el que empezaste a desarrollar tus quehaceres como crítica literaria. A partir de 1968 trabajaste como ayudante de la cátedra de Literatura Hispanoamericana y Chilena en el Pedagógico, dos preguntas muy puntuales para luego empezar a abrir la conversación hacia otros aspectos: ¿quién era el titular de esa cátedra? ¿Cómo se enseñaba la literatura?
Soledad Bianchi: La verdad, yo creo que había varios titulares. En ese momento Goic estaba en Estados Unidos (no sé, pero imagino que también tenía su nombramiento acá), pero el que aparecía, digamos, a cargo de la cátedra, me parece que era Mario Rodríguez. De todos modos, yo creo que había dos o tres profesores que deben haber tenido el mismo rango. Recuerdo, por ejemplo, que Fernando Alegría venía desde Stanford, donde enseñaba, y hacía aquí un curso de dos meses (durante los veranos de Estados Unidos), que a los alumnos les valía por un curso completo, de un año o un semestre. Incluso dirigía seminarios de grado, lo que era bastante injusto frente a los otros alumnos que seguían cursos “normales”, creo que anuales, aunque no era una pillería de los alumnos pues las autoridades lo aceptaban. A ver, no recuerdo bien, pero al parecer nosotros teníamos notas anuales y las asignaturas en cuanto a “temática” eran semestrales. Si no me equivoco, se nos guardaba la nota del primer semestre y después se promediaba con la del segundo. Cuando yo estudié no había sistema de créditos, entonces no se podía elegir con quien hacer tal o cual ramo, uno tenía que seguir la malla completa de lo que se ofrecía (los seminarios de grado eran distintos porque había una oferta más variada, y podíamos elegir el profesor y/o la materia).
Respecto a los cursos de Fernando Alegría, me imagino que ese “arreglín” se lo permitían por su prestigio. Justamente, era ese tipo de “abusos” con los que se quería terminar con la Reforma Universitaria. En la Universidad de Chile se implementó a partir de 1968, pero la primera universidad chilena que la inició fue la Católica. Con ella se acabó el catedrático que hacía y deshacía, según su voluntad, y los profesores se multiplicaron, es decir, empezaron a haber varios profes del mismo rango, pero no puedo afirmar si burocráticamente, antes de la Reforma, esos varios profes que, para nosotros los alumnos aparecían como los “catedráticos” tenían el mismo rango, el mismo sueldo, etc. En todo caso, en ese tiempo, las jerarquías eran muy diferentes a las actuales, que son copiadas de Estados Unidos.
Otro cambio importante que hubo con la Reforma fue que los Centros de Investigación –que tenían mucha autonomía, aunque seguramente dependían de un Departamento, en este caso, el de Castellano– tuvieron, obligadamente, que integrarse “físicamente” a ellos, quiero decir que sus investigadores tuvieron que comenzar a hacer clases porque –al igual que hoy– todo académico tenía la obligación de realizar las tres actividades: docencia, investigación y extensión. Parece que había tres Centros de Investigación: uno de Filología o algo así, pero no estoy segura. Yo me acuerdo con nitidez de dos –todo esto fue el año 68, un momento de muchos cambios–, estaba el Centro de investigación de Literatura Comparada, dirigido por Roque Esteban Scarpa, y el de Literatura Chilena, que lo dirigía César Bunster, un señor muy mayor a quien yo veía como un viejito chuñusco. Seguro que debe haber sido un pozo de sabiduría, pero... Parece que daba clases de Literatura General, tal vez me equivoco. Él había publicado un Silabario, que fue bastante usado: El niño chileno (si un Silabario se acogía como texto en la Educación Pública era grito y plata). Don César (como se le decía) pertenecía a una familia que era una suerte de casta en la U. Pueden haber sido muy notables, como su hijo, Patricio Bunster, el bailarín, o Álvaro, Secretario General de la universidad por muchos años. De todos modos, no me refiero a ellos en específico, lo que quiero decir es que antes de la Reforma no siempre había concursos para llenar cargos, etc., y esto era uno de los problemas e irregularidades con el que se pretendía terminar o, por lo menos, “administrar” en vistas de que hubiera normas que se respetaran. Bueno, con la Reforma esos centros tienen que haber perdido poder, en buena medida porque ya no podían hacer el juego de ser independientes y tomar decisiones por su cuenta, de modo casi autónomo, sin considerar demasiado a los Departamentos de los que dependían (y lo digo en plural porque estoy casi segura que había otros Departamentos; en Historia creo que también tenían Centros de Investigación). Esos Centros, entonces, se volvieron más dependientes de los Departamentos, del de Castellano, en el caso de estos dos que mencionaba. Fue así como esos investigadores llegaron al Departamento con la obligación de hacer clases, esto porque después de la reforma se comenzó a exigir, como es ahora, por lo general, que cada académico debía realizar actividades de investigación, docencia y extensión. Entonces, esos investigadores no estaban acostumbrados a dar clases, y por lo mismo su incorporación fue algo problemática.
Me preguntas cómo se enseñaba la Literatura, seguro que irá apareciendo después, pero puedo decirte que en primer año había Gramática, Estilística, Latín, Composición y creo que un curso optativo en que se podía elegir: Literatura General u otra materia, o sea: casi nada de Literatura. La General la hacían varios profes: yo elegí a Scarpa, que nos pasó algo de Thomas Mann (él había escrito un libro sobre este autor), y puedo equivocarme, pero parece que las clases eran bastante anecdóticas, además que éramos más de cien alumnos, así que mucho diálogo no podía haber.
—¿Y cómo era esta figura del investigador que en Chile cayó en desuso?
—Se dedicaban exclusivamente a la investigación y, aunque no estaban físicamente en el Pedagógico, creo que dependían del Departamento, aunque al parecer tenían poca relación con lo que allí pasaba. Se me figura a mí que era Scarpa el que iba a las reuniones de Departamento. De todos modos, ellos se dedicaban a investigar (pienso que hoy, en la Chile, no existe esa figura para personas que se dediquen a las Humanidades y las Artes. A las Ciencias, sí, por supuesto). En el Centro de investigaciones de Literatura Comparada tenían una línea de libros de investigación, que incluía ensayos y estudios. Muy modestamente, en la tapa decía: “El espejo de papel” (como toda marca de imprenta) y adentro, se repetía con una explicación abajo: “Cuadernos del Centro de Investigaciones de Literatura Comparada, Universidad de Chile”. En la solapa del “Pound” (de Armando Uribe Arce, que yo tengo), aparece una lista de cerca de una decena de publicaciones de varios de los investigadores: La Comedia del Arte, de María de la Luz Uribe; uno sobre Lorca de Scarpa; otros sobre Schiller, Musil, Truman Capote, etc., de distintos autores. Entre ellos destaca Eliot el hombre, no el viejo gato, de Esperanza Aguilar (no la conocí), por haber sido Premio Municipal de Ensayo en 1962 y, para mí, los de Armando Uribe, que siempre son tan aportadores y diferentes: el que mencioné y Una experiencia de la poesía: Eugenio Montale. La verdad es que yo no sé si Uribe pertenecía oficialmente al Centro porque él estudiaba Leyes, pero había sido del grupo de estudiantes-escritores dirigido por Scarpa, los “Jóvenes Laureles” del Colegio Saint George´s. Entre ellos, también estaba José Miguel Ibáñez Langlois, el que después firmaría como Ignacio Valente, el Cura Valente.
También el Instituto de Literatura Chilena tenía una publicación, el Boletín de Literatura Chilena, con formato de una revista grande. No sé la frecuencia que tenía. Las Bibliografías que daba a conocer eran bastante fundamentales y útiles.
Con la Reforma cambió mucho el panorama y, además, empezó a hacerse presente otra generación, me refiero a los que nos hicieron clases a nosotros, a los de mi edad: Jorge Guzmán, Cedomil Goic, entre otros, empezaron a tener voz autorizada. Antes de ellos los profesores anteriores eran feroces, las cátedras eran propiedad privada: Literatura Española, por ejemplo, poco menos que era del profesor Antonio Doddis y él podía hacer lo que se le ocurría. Me acuerdo que no le gustaba tomar exámenes y dejaba para marzo a casi todos los alumnos que no estaban eximidos, y eso era un poco “a dedo”, según cómo le caían. Entonces, con la reforma llegaron profesores nuevos y, creo, no estoy 100% segura, empezó también el sistema de elegir cursos, además, todo debía ser más transparente y democrático, no podía continuarse con el autoritarismo y personalismo a la escala anterior (me refiero a la carrera académica), aunque las injusticias y rigideces la trascendían, y me temo que en ocasiones continúan.
—¿Dejaron de haber cátedras propias?
—Dejaron de haber cátedras que eran unipersonales, y llegaron otros profesores: de Valdivia, Carlos Santander; Hernán Loyola, el nerudólogo number one; la Eugenia Neves. Creo que ahí también llegaron Pedro Lastra y Alfonso Calderón, que eran investigadores del Instituto de Literatura Chilena. Entonces, el área de hispanoamericana y chilena creció bastante y ahí cada profesor hacía el curso que quería, de acuerdo con una programación colectiva, por supuesto.
—¿Y tú como ayudante, qué exigencias pedagógicas tenías?
—Yo fui ayudante, en especial, de Goic, que a lo mejor ustedes han oído nombrar porque hizo clases aquí, en la Católica, me parece que creó la revista Anales de literatura chilena, y con posterioridad, la dirigió. Goic era muy estricto, además tenía su método, rígido, que hoy nos puede resultar simplista, mecanicista, diría yo, porque usaba la teoría de las generaciones (cuyos teóricos habían sido alemanes, con posterioridad, Ortega y Gasset también la usó). Según ellos, cada generación “duraría” quince años y se supone que después de esa etapa, la literatura cambiaba (hablo del caso nuestro –literatura–, pero, supuestamente sería aplicable a muchas áreas). Otro asunto discutible es que dentro de una misma generación entraban los autores que habían nacido en esa década y media, entre esas fechas, sin considerar particularidades, como clase social, estudios, etcétera.
Y respecto a mi trabajo como ayudante, recuerdo que lo que me pedía Goic era que hiciera fichas, en particular, sobre lecturas teóricas. Posiblemente, alguna vez puede que me haya pedido revisar algún texto con los alumnos, de los que estaban en la bibliografía para abordar poesía (recuerdo uno de Pfeiffer), pero no mucho más. Lo importante eran las fichas (una buena manera de aprender un texto, por lo demás). Suelo hacer una broma cruel y decir que lo único positivo que tuvo el Golpe de Estado, en mi caso [risas], fue que tuve que romper esa actitud tiesa e inflexible (o eso creo yo, por lo menos). Yo terminé la carrera en el 70 y entonces Goic me dijo: si quiere quedar como académica en la universidad, usted tiene que hacer un doctorado, lo que en ese tiempo no eran tan frecuente. Para hacerlo, lo habitual era irse a Estados Unidos, pero yo no quería irme porque el momento político era fascinante, yo era militante comunista, y por eso quise hacer el doctorado acá. Es gracioso, porque el plan de doctorado que nos pedían era tres veces más difícil que el de cualquier universidad alemana: había que saber alemán, había que saber latín, griego, no sé, ¡era una locura! En ese mismo momento, Goic también me dijo, usted tiene que escribir, tiene que empezar a escribir, a publicar, y empecé a escribir sobre un soneto de Neruda –no tengo idea por qué lo elegí o si lo elegí yo- que está en Crepusculario, y empieza así: “Esta iglesia no tiene lampadarios votivos, / no tiene candelabros ni ceras amarillas”. Hasta ahí me lo sé no más, el asunto es que yo le presentaba a Goic lo que había escrito y no le gustaba y yo re-empezaba y no le gustaba, etc., por eso digo que si no hubiera habido Golpe yo seguiría escribiendo el artículo que me había pedido Goic. Y, bueno, él era muy estricto, lo que por un lado era fantástico, porque yo soy muy dispersa, como se habrán dado cuenta, pero, por otro, era un poquito cuadrado, en el sentido que te daba pocas posibilidades para que te lanzaras por tu cuenta… A ver, no era una persona absolutamente autoritaria, que te prohibiera hacer lo que querías, pero si no le interesaba... Un ejemplo, él encontraba raro que a mí me gustara la canción popular, eso para él no era literatura, por supuesto.
También fui ayudante de Rodríguez, creo que al mismo tiempo que de Goic. En esos tiempos existían tres grados de Ayudantes, yo era del más bajo porque venía entrando a la carrera académica, y además era la más chica, tenía 20 años. Para que ustedes sepan, el sistema era muy distinto, la carrera académica empezaba con ser ayudante, ahora ya no, los estudiantes son ayudantes, pero es algo simbólico porque después se van ¿no? En ese tiempo no era así, como ayudante ya estaba contratada, era funcionaria del Estado, tenía un sueldo como ayudante de tercera, había ayudantes tercero, segundo y primero. Yo pasaba textos, me acuerdo que en una Ayudantía de Rodríguez leímos, con los alumnos, algo de Mariátegui. Debe haber sido alguno de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana y, tal vez, era una ayudantía para colonial, no sé… Lo que sí sé es que era un momento muy interesante, a mi modo de ver. El Pedagógico era muy politizado, muy politizado, pero al menos en el Departamento de Castellano –en esa época se llamaba de Castellano y no de Español– había gran respeto por lo que se llamaba “libertad de cátedra”. Goic podía hacer sus clases cómo se le ocurría y pasar su método generacional y, al lado, estaba Hernán Loyola o Santander, y Pedro Lastra, y también Alfonso Calderón (aunque no me acuerdo de clases con Calderón), y cada uno tenía sus métodos de acercamiento a la literatura y nadie, ninguna autoridad –ni superior ni del Departamento– hacía problemas ni exigía un determinado enfoque.
—¿Entre todos estos nombres, podrías distinguir, tentativamente y sin perjuicio de los baches de la memoria, entre métodos de abordaje de la literatura?
—Por eso digo que es interesante, porque no había esa cosa monolítica que todos teníamos que ser, por decirte, marxistas en el abordaje de la literatura. De hecho, pocos eran marxistas, había diversos métodos, te diría. Bueno, ya había pasado un poco el enfoque tan biográfico, tipo Latcham, aunque imagino que Loyola puede haberle dado importancia a la biografía. También se había superado –o se pretendía, por lo menos– la crítica impresionista, y se intentaba hacer “ciencia de la literatura”. Esto es bien importante pensarlo hacia atrás: el año 60 se publicó La estructura de la obra literaria de Félix Martínez Bonati –es curioso porque se publica justo el 60 y le da la razón a Goic con lo de la generación pues, para él, una comenzaba en 1960. En el Pedagógico se pretendía hacer análisis “científico” de la literatura (y lo digo así porque creo que en otras universidades seguían siendo algo biografistas y/o impresionistas y muy anecdóticos). Goic, en cambio, era un estructuralista intrínseco, o sea, se quedaba en la obra, no se salía para nada, no consideraba el contexto ni del autor ni del texto. Lo he contado varias veces, y aprovecho que estamos en la sala Manuel Rojas para repetirlo, en Hijo de ladrón hay una huelga de los portuarios, creo, y nosotros lo estudiábamos como un hecho de lenguaje, pero resulta que la huelga había existido. A mi modo de ver, hubiera sido mucho más enriquecedor ver cómo se tomaba ese hecho histórico y se transformaba en literatura, qué había dejado de lado Rojas, qué tomaba, qué ensalzaba, qué lenguaje y procedimientos literarios le acomodaban, etc. Bueno, con Goic, no considerábamos nada de eso sino la estructura del narrador, los modos narrativos y poco más.
—Por lo que cuentas, se ve que había varias tendencias, incluso contrapuestas, ¿podríamos decir que la denominada ciencia de la literatura se oponía a la crítica comprometida?
—Bueno, sí, es cierto que coincidían la llamada “ciencia de la literatura” y la “crítica comprometida”, pero yo pienso que la segunda debe ser tan seria como la otra, sólo que más flexible y abarcadora. La verdad es que no creo que se opongan, aunque hoy me parece exagerado hablar de “ciencia de la literatura”. Lo que sucede es que se les daba mucha importancia a estos estudios como supuesta “ciencia” porque antes había sido el dominio absoluto y limitante, como dije, de la tendencia biográfica e impresionista de Latcham o Latorre y otros. Latcham y Mariano Latorre fueron profesores de Goic y de Jorge Guzmán. Aquí es necesario decir que si bien Jorge Guzmán no hacía Hispanoamericana ni Chilena, él fue muy importante en nuestra formación. Ellos fueron los grandes profesores cuando yo estaba en la universidad. Martínez Bonati ya no estaba en Santiago, creo que debe haber estado en la Austral, después de Alemania, no sé, pero, pero su libro era muy importante. Esta generación fue muy importante –Jorge Guzmán, Goic, Martínez y otros– para aproximarse y estudiar la literatura desde otras perspectivas. Tenía que haber cambios de enfoque e, incluso, de concepción del hecho literario, aunque ésos hoy pueden parecernos limitados, facilistas, mecanicistas, rígidos, etc.
—Detengámonos un poco en esta coyuntura, traje una cita del primer prólogo de La novela chilena de Goic, que es del 67, en donde sitúa a Martínez Bonati y a Jorge Guzmán en un lugar de privilegio. Siempre me ha llamado la atención esta mención de sus colegas, de sus contemporáneos, a quienes pone en un lugar muy importante. La voy a leer para poner en contexto la pregunta: “Este libro –dice Goic en su primera introducción a La novela Chilena– está ligado y en deuda con La estructura de la obra literaria de Félix Martínez Bonati y con la obra de Jorge Guzmán Una constante didáctico-moral del Libro del Buen Amor, que son la expresión más madura de la renovación de la teoría literaria y de la crítica en nuestro país” (Goic 22) En suma, ¿cómo leer ese gesto de Goic de poner en un lugar tan de privilegio –“Este libro está ligado y en deuda”– a sus contemporáneos?
—A ver, esto es como como una copucha, pero yo creo que la historia también se hace a partir de copuchas, en más de una ocasión hay hechos que pueden parecer mínimos, pero que, finalmente, no son intrascendentes y dejan una marca importante. Sin duda, había una pugna brutal con los profesores viejos por sus modos de concebir y abordar la literatura, entre otros asuntos, porque, como dije, también había una pugna por lo que se entendía por Universidad, por los modos de enseñar, etc. No hay que olvidar que Félix Martínez fue Rector de la Universidad Austral: ¡imagínate la importancia que le otorgaba a esos asuntos para dedicar buena parte de su tiempo a “erigir” una institución de Educación Superior, en lugar de dedicar todo su tiempo a estar estudiando o escribiendo! Hay un momento en la vida en que se siente que ya te toca actuar o, por lo menos, ciertas personas lo viven así, ¿no crees? Seguramente por eso Goic rescata a sus colegas. Yo creo, además, que ellos se acercaban entre sí porque sentían una distancia profesional y, seguramente, personal con sus mayores. A mi modo de ver, y aunque sea un poco brutal decirlo, creo (y, por supuesto, esto es una deducción mía, de acuerdo con lo que yo veía), creo que también tenían cierto desprecio por muchos de los otros profesores y por algunos que no eran profesores. Por ejemplo, Enrique Lihn… y a mí esto me da rabia hoy (tal vez en esa época yo no entendía mucho ni sabía de esas pugnas y esos mundillos), mucha gente cree que Enrique Lihn no entró al Pedagógico porque había ido a Cuba y había hablado contra Cuba, o porque era demasiado crítico ¡No! A mi modo de ver, y con el tiempo lo vi así, estos profesores no consideraban lo que era Lihn porque no tenía título universitario. Por lo demás, ninguno de esos dos profesores –Goic, Guzmán– era de izquierda, así que no se trataría de sectarismo por no apoyar a la izquierda a ojos cerrados. Se trataba de defender a la universidad de manos de gente que no había estudiado postgrado o que no tenía título. Un caso similar podría ser el de Martín Cerda, que tampoco hizo clases en el Pedagógico. Por ejemplo, Pedro Lastra era profesor primario y también Calderón, ambos son un pozo de conocimientos, pero ellos, los profesores de la “nueva era”, se oponían o no se daban cuenta de su saber porque eran muy formales. ¡Pucha, hubiera sido maravilloso que nos hubiera hecho clases Lihn, además, sus ideas no eran nada lejanas, incluso a las de hoy!
—Concentrémonos un poco en esas ideas. En una entrevista tuya leí que hablabas de una pelea entre “los antiguos y los modernos”, ponías a Goic como el líder de los modernos, quienes querían desterrar a una serie de grupos vetustos de la Facultad (Pistacchio y Alburquenque). ¿Cuál es el trasfondo literario de esa pelea? ¿Tiene algún trasfondo sobre los modos de concebir la historia de la literatura chilena o es más bien una pelea por el poder y el reconocimiento?
—Bueno, es lo que hemos hablado, yo creo que tiene un trasfondo, no sé si de la literatura chilena en su conjunto, pero sí de la manera de enfocar la literatura, ¿te fijas?, de cómo me acerco yo a la literatura y qué me va a decir la literatura. En el caso de ellos no había salida de borde, ¿me entiendes? La literatura estaba ahí, ese libro estaba ahí y te daba lo que tú buscabas: la estructura del narrador, los modos narrativos, pero esa “pelea entre antiguos y modernos” (el nombre es un chiste, claro) es más que una diferencia de concepción de la literatura pues, también, entre ellos hay grandes diferencias respecto a lo que entendían por universidad, ¡nada menos!, también por cátedra, por enseñanza. Las rencillas por el poder y el reconocimiento tampoco deben haber estado ausentes.
—Y, por ejemplo, ¿reivindicaban algún autor contemporáneo?, ¿cuáles eran los autores que defendían? En este tipo de enfrentamientos, de reestructuraciones del campo cultural, suelen renovarse los nombres preferidos y desdeñados, ¿no?
—Mira, yo me acuerdo que cuando Guzmán hacía un curso de estética literaria en tercer año de castellano, en la primera clase nos dijo, con su voz impostada, ustedes van a ser críticos literarios (lo que era un error, nosotros íbamos a ser profesores de castellano). Él dijo, ustedes van a ser investigadores y críticos literarios y, por lo tanto, tienen que haber leído mucho, y empezó a enumerar novelas y relatos de todas las épocas y de autores de muchos países. Si no me equivoco, desde la llamada “novela bizantina” en adelante. Todo el mundo estaba aterrado, nadie había leído casi nada de lo que él mencionaba, estábamos en tercer año. Entre paréntesis, recuerda una cosa importante que ya señalé, que en primer y segundo año casi no teníamos literatura, en segundo sólo teníamos literatura española medieval y en primero una literatura general. Entonces, Guzmán seguía y seguía enumerando, recuerdo que mencionó La metamorfosis, de Kafka, y muchas más y llegó hasta el boom, porque el boom era lo que pasaba en ese momento, o sea 1967, justo el año en que se publicó Cien años de soledad. Volviendo a la pregunta, te diría que leímos algunos contemporáneos.
Ahora bien, más allá de la ficción era muy importante Wolfgang Kayser, “Interpretación y análisis de la obra literaria”, Wellek y Warren, Amado Alonso, Dámaso Alonso, Jakobson, algunos textos de estilística, etc. Ese mismo año 1967, o sea en tercer año de Castellano, en el ramo de “Estética”, Guzmán nos hizo un curso de un año sobre Sartre y leímos novelas, ensayos y creo que hasta teatro de él. ¡Fue increíble! Recuerdo, además, un curso anual muy importante sobre el Quijote, también de Guzmán.
—¿Los contemporáneos no se leían en el marco de la enseñanza universitaria?
—No, no tanto, aunque de todas formas algo se veía. Se leían, en especial, en los seminarios de grado: Cortázar, Carpentier, Rulfo, etc., pero algo vimos también en ayudantías: Skármeta fue ayudante mío, la Lucía Invernizzi, José Promis. Leímos a Sábato. Lucia Invernizzi, que era ayudante, nos hizo leer La hojarasca de García Márquez, sobre la que ella había hecho su memoria de grado para ser profesora.
Agrego algo que me parece importante: en esa época casi todos los diarios tenían suplementos de cultura, ¡y buenos suplementos! Muchos de nuestros profes escribían en los suplementos de “El Siglo”, “La Nación”, etc. (acuérdate que, entonces, había muchos más diarios que ahora). Las disputas sobre los distintos acercamientos a la literatura pasaban mucho más, creo, por esos artículos que por la universidad. Si bien en la universidad había pugnas, de las que ya hablamos, eran conflictos que no trascendían el Pedagógico.
—¿Pero los escritores sí estaban en la universidad o tenían vínculos con la universidad?
—Claro, eran profesores Antonio Skármeta, Ariel Dorfman, el mismo Jorge Guzmán era escritor… Hay una cosa bien entretenida que dice Álvaro Bisama: ¿qué hubiera pasado – dice– si en lugar del método de Goic se hubiera optado por enfocar la literatura desde los planteamientos de Para leer el Pato Donald?, de Dorfman y Armand Mattelart, ¿se imaginan ustedes? ¡Y es verdad! ¿Qué hubiera pasado con la crítica literaria chilena? Hubiera sido totalmente distinta.
Bueno entonces, lo que pasa es que, como dije, con la Reforma llegan profesores nuevos, además, se crea un Vespertino (tal vez, éste comenzó en 1970, durante la UP, no recuerdo bien). En el Vespertino estaba Luis Vaisman, Lucho Íñigo Madrigal y otros. Iñigo hacía leer Lucien Goldmann. Coincidían, entonces, también con Dorfman que hacía un seminario sobre historietas, sobre todo las de Disney. Bernardo Subercaseaux, en el momento del Golpe, dirigía un seminario sobre Violeta Parra. Entonces, ahí se van mezclando no sólo los profesores, después de la Reforma llega otra gente y con otras perspectivas, y eso tiene mucha más trascendencia. ¿Por qué? Porque muchos eran militantes políticos, además de muy comprometidos con la literatura. Además, se creó un programa de televisión que dependía del Departamento de Castellano, el Canal 9 era de la Universidad de Chile y era cultural. Había un programa, me acuerdo, en el que participaba Ariel Dorfman, miembros del MAPU en general: Ariel, Manuel Jofré (que era de mi generación y después del Golpe enseñaba Teoría Literaria, y que murió hace unos pocos años), y Skármeta. Y ahí sí había mucho más debate. Varios de los profesores de Castellano tenían relación, asimismo, con Quimantú, la editorial del Estado, y Loyola dirigía una Colección “popular” y masiva en Nascimento.
También habría que referirse a la Revista Chilena de Literatura, creada, al parecer, por Goic, como en 1971, 1972, que continúa hasta ahora. En uno de los primeros números, Ariel Dorfman escribió un artículo que me parece extraordinario hasta hoy, se llama: “El ‘Patas de Perro’ no es tranquilidad para el mañana”: que toma como punto de partida la novela de Carlos Droguett. Parece que el Comité de Redacción discutió muchos si se publicaba o no porque tenía un punto de vista anti-oligárquico, anti-imperialista, y muy político y “sin pelos en la lengua”, etc., y es tan creativo que yo creo que a los profes más tradicionales los llegaba a asustar.
Goic y Guzmán eran elitistas, como señalé, de Martinez Bonati no puedo hablar, aunque sí supe de las facilidades que les dio a los poetas en Valdivia, cuando fue Rector.
Ahora, aquí hay que recordar que el 72 se abre el Instituto de Estudios Humanísticos y aparece otra manera de enfocar las cosas. Yo me recibí en 1970, aproximadamente, entonces Goic me dijo: tiene que hacer un doctorado, ya, yo estaba haciendo el doctorado y tomaba cursos, fundamentalmente en el Pedagógico, de historia, de filosofía, de montones de cosas, pero como estaba tan álgida la situación política hubo profesores que se empezaron a ir del Pedagógico y algunos se fueron a Estudios Humanísticos. El mismo Goic se fue, yo no estoy segura si se fue del todo, Guzmán sí, Guzmán renunció al Pedagógico, estuvo un tiempo fuera y después apareció en Estudios Humanísticos. Y en Estudios Humanísticos, nosotros teníamos unos seminarios fascinantes, con todos los profesores, que eran como diez.
—¿Nicanor Parra hacia clases?
—Nicanor no iba nunca, yo creo. Nunca fui muy seguidora de Nicanor porque no me gustó cómo se excusaba con los alumnos cuando tomó té con la señora Nixon: se sentaba frente al Departamento de Castellano y los alumnos, de todas las carreras, poco menos que hacían cola para enrostrarle su metida de pata (¿habrá sido una metida de pata?). Todavía menos me gustó su actitud posterior al Golpe cuando aceptó dirigir el Departamento de Física cuando el Pedagógico estaba intervenido. Nicanor era el rey. Otros profes eran: Enrique Lihn; Patricio Marchant, que era de filosofía y había estudiado con Derrida; Cristián Huneeus, que también era novelista; Felipe Alliende, que en el Pedagógico había sido ayudante mío de Latín; Ronald Kay, Jorge Guzmán. En Historia estaba Mario Góngora, entre otros. Los lunes teníamos un seminario con todos esos profesores, se discutía un texto y todos opinaban, era interesantísimo, ese ejercicio sí que era enriquecedor.
—¿Te acuerdas qué leían ahí?
—Ronald venía llegando de Alemania, había ido a estudiar a Konstanz, él fue el que “trajo” a Walter Benjamin. Me acuerdo que leímos “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”(pdf) (todavía tengo la fotocopia, por lo que ven soy muy cachurera).
—Y eso tal vez marcó la entrada de Benjamin en Chile, ¿no?
—Yo creo que debe haber sido de los primeros. Mira, Leónidas Morales escribió algo sobre la recepción de Benjamin en Chile para un seminario en Argentina, habría que revisar su artículo. Sí, yo creo que debe haber sido de los primeros, si no el primero. Por otro lado, además, no había “compartimentos estancos”: literatura, pintura, historia, filosofía, era todo muy poroso. Ronald presentó la obra de Vostell y de Joseph Beuys, dos importantísimos artistas visuales alemanes. Sin duda, Ronald produce mucho impacto en lo que más tarde será la “Escena de avanzada”, fundamentalmente en artes visuales, aunque en literatura también, la Diamela Eltit fue su alumna, y es posible que la Eugenia Brito también lo haya sido.
Recuerdo que cuando en 1975 llegué a Francia, no me creían que había leído y estudiado los Escritos de Lacan, (pdf) y era efectivo porque había seguido un curso con Marchant sobre esos libros.
Por otro lado, en ese seminario de los lunes se juntaban los profesores de historia, de filosofía y de literatura, entonces, era muy interesante. De todos modos, yo te diría que en el Pedagógico, en pequeño, se había estado empezando a gestar una cosa que era más de entrecruzamientos también, poco antes del Golpe el Pedagógico era como lo contrario de Estudios Humanísticos en cuanto a compromiso político y a elitismo, me parece.
Yo creo que en Chile si no hubiera... –esas estupideces que uno dice–, si no hubiera habido Golpe, hubiera habido una gran apertura. De hecho, la hubo, incluso durante la dictadura, las cosas estaban en ebullición, todo era muy, muy activo, y yo creo, por ejemplo, que no era todo militante, o sea, si uno lee hoy Para leer al Pato Donald(pdf) da un poco de risa, porque resulta un poquito ingenuo, pero hay que pensar en esa época, esos eran grandes pasos. Además, Ariel Dorfman ahí se une con Mattelart, que era un sociólogo y que era de la Católica, entonces, el espectro de lo que se estaba haciendo y pensando era mucho más amplio.
—¿Y ahí ya está circulando el estructuralismo francés?
—Sí, Barthes, la revista Communications (donde escribía el “primer” Barthes, el estructuralista convencido y muchos de ellos, que después variaron y se ampliaron metodológicamente y de enfoques, el “otro” Barthes, el posterior al estructuralista estricto, es el fascinante) y, además, muchos libros argentinos, compuestos de distintos artículos y que trataban sobre temas específicos. La apertura se daba en distintas áreas de las ciencias humanas. Bernardo Subercaseaux había estado en Cuba, y yo creo que ahí debe haber captado eso de estudiar a Violeta Parra, o sea, eso era muy único en ese momento, el año 72 o 71, y no era una cosa de una militancia burda, ¿te fijas?, no era simplismo ni mecanicismo de la superestructura y la infraestructura. Incluso Loyola, que era comunista, yo no diría que por ello haya sido un crítico literario marxista, ni tampoco hacía análisis marxista.
—¿Qué papel juega ahí Yerko Moretic?
—Yerko Moretic había estudiado en el Pedagógico, creo que fue compañero de curso de Goic, él hizo clase en la Universidad Técnica del Estado, UTE, que ya no existe, hoy es la Universidad de Santiago. La dictadura la cambió y la amplió, para que tuviera carreras humanistas, porque ellos eran fundamentalmente técnicos, había una Escuela de Artes y Oficios muy importante. Creo que ahí hacía clases Yerko, igual que Carlos Orellana, que entiendo que estaba a cargo de la editorial. No sé muy bien, pero estoy casi segura que no conocí nunca a Moretic.
—Para insistir un poco con el periodo, quiero rescatar una respuesta de Jaime Concha a una encuesta sobre la crítica que se publica en Aisthesis en 1967. Le preguntan cómo trabaja, cuál es su método, cómo concibe su labor y crítica, dice: “No he escrito sobre el problema de la crítica, para mí es la determinación de las estructuras profundas de una obra literaria, es decir, de esos constituyentes formales y de su sentido y valor como experiencia humana”. Y luego remata su respuesta agregando un sentido por entero diverso de lo ya dicho: “creo no haber hecho crítica, sino investigación literaria”, para terminar afirmando que “la crítica implica juicio de valor, cosa que yo he dado ya por supuesto en mis estudios” (Escudero 276). Así las cosas, tenemos investigación de un lado y crítica del otro, ¿cómo funcionaba eso a fines de los 60, principios de los 70?
—Un paréntesis, yo me he centrado en el Pedagógico porque es lo que conozco, pero yo creo que en provincia era mucho más abierto. En Valparaíso, por ejemplo, estaba Nelson Osorio, en la Chile de Valparaíso, (acuérdense que la Universidad de Chile estaba en todo el país, tenía muchas sedes, ¿nueve, tal vez?, desde Antofagasta hasta, no sé si hasta Punta Arenas, era Universidad de Chile de Arica, de Antofagasta, de Valparaíso, etc. La Universidad de los Lagos de hoy era la Universidad de Chile de Osorno). Entonces, creo que en provincia donde había Literatura, por ejemplo en la Austral y en la de Concepción, en Valparaíso, era muchísimo más abierto, aquí también, la Católica era importante en Literatura. Había un mayor diálogo y escucha a los jóvenes, también había más variedad. Jaime Concha, que para mí es uno de los mejores críticos chilenos, era totalmente distinto a Goic, por ejemplo, no tiene nada que ver en su metodología, en su acercamiento a la literatura. Pero tú me hablabas de una separación entre la crítica y la investigación ¿en qué sentido?
—Me llamó la atención que Concha fuera tan enfático, obviamente yo lo identifico con la crítica literaria. Entonces, poner la investigación de un lado y la crítica del otro puede ser comprendido como una maniobra de especialización, o de profesionalización, que redunda un poco sobre lo que nos contabas recién de estos problemas de parcela, que no salían a la prensa o al exterior, que no disputaban otros sentidos en el campo cultural. Como esa idea de que la crítica está en el diario y la investigación en la Universidad, creo que esa afirmación mantiene la barrera.
—Bueno, para mí es evidente que no puede haber una sin la otra. Te cuento una cosa curiosa y divertida, divertida y dramática, de esa época en que el ambiente estaba tan politizado. Quimantú, la editorial del Estado, sacaba una colección que se llamaba Nosotros los Chilenos (si van al Persa todavía los pueden encontrar). De esos libros, Jaime Concha escribió uno sobre la novela chilena y otro sobre la poesía chilena. En el de la poesía chilena... Jaime, que era bien sectario, puso que el gran poeta de ese momento era Nicanor Parra, y había otro que figura apenas como “G. Rojas”, porque Gonzalo Rojas era del MIR o era cercano al MIR. Y después del Golpe, Concha retomó ese artículo –que es bastante bueno, por lo demás, te da una idea y un panorama– y agregó un párrafo sobre Gonzalo Rojas donde lo consigna como el poeta del momento, y luego pone que otro poeta importante es Nicanor –o tal vez pone N. Parra, hermano de Violeta, y nada más. Todo esto, debido a la actitud ambigua de Nicanor Parra, que nunca se sabía si estaba a favor o en contra de la dictadura porque –como dije antes– aceptó ser Director del Departamento de Física, en el Pedagógico, justo después del Golpe, cuando estaban expulsando a muchos profesores y pasaba lo que pasaba en términos de represión, censura, matanzas.
—Avancemos hacia los 70-80, al exilio. Cuéntanos un poco del trabajo en Araucaria, donde según leí tú no eras la encargada de la sección de literatura, sino que eras parte del Consejo de Redacción. A partir del orden temático que se puede ver en la revista se podría pensar que la organización de las secciones estaba más compartimentada. ¿Cómo funcionaba ese Consejo de Redacción?
—Bueno, éramos como cinco o seis, Volodia Teitelboim era el director, pero él vivía, el pobrecito, en Moscú, digo, pobrecito, porque lo único que hubiera querido era vivir en París [risas]. Él venía más o menos una vez cada tres meses a la reunión definitoria del número que estaba por aparecer. La revista salía cuatro veces al año. También estaba Luis Bocaz, que es un profesor, parece que estaba en la Austral antes del Golpe, pero él fue agregado cultural así que se quedó en Francia... Estaba Alberto Martínez, Osvaldo Fernández, que era profesor de filosofía, entiendo que vive todavía y creo que hacía clases en Valparaíso, y Carlos Orellana, que era el editor de la revista y a mi modo de ver, el verdadero director, y yo. Creo que en algún momento estuvo Eugenia Neves también, pero pronto se retiró, tal vez porque vivía en provincia.
¿Cómo trabajábamos? Te doy un ejemplo: los artículos de economía los leía Alberto Martínez, que era un economista bien importante que había estado en Cuba al comienzo de la Revolución y aquí había jugado un papel muy importante durante la Unidad Popular. Por supuesto, esos materiales circulaban y si yo quería los leía, en realidad, no estábamos divididos ni en temas ni en áreas. Bueno, llegaban sacos y sacos de poemas, cuentos y posibles colaboraciones literarias, era como para asustar a cualquiera.
—¿Cómo circulaba Araucaria?
—Circulaba a través del partido, el Partido Comunista era magnífico, no sé si todavía sigue siendo así, pero en esa época era todo muy ordenado y organizado. Una anécdota: en cada número se incluían reproducciones de obras de los pintores más importantes, por lo general, un artista ocupaba todo el número, aunque en algunos números se combinaban firmas. Una vez a Guillermo Núñez –un pintor, digamos, no figurativo, no sé si lo ubican, es Premio Nacional de Artes– le llegaron de vuelta en un sobre (anónimo, por supuesto) todas las imágenes de sus reproducciones que habían sido publicadas en la revista, creo que para el número cuatro.
Bueno, también había algunos jefes políticos que le decían a los militantes que era obligación comprar la revista, y eso era un error ..., entonces, los compañeros de muy distintas profesiones y actividades la compraban, sin que les interesara y hubo más de alguna discusión porque la consideraban elitista.
De a poco, yo me fui como apropiando de la parte de literatura y, como les dije, nadie tenía cargos y nadie tenía a su cargo ninguna sección. Yo tomaba los textos que llegaban, los leía, y claro, llegaban muchísimos, de todo tipo. Lo único que no llegaban eran novelas. Las novelas llegaban impresas, pero para otras secciones. De poesía llegaban muchísimos manuscritos. Entonces, yo me fui haciendo un poco cargo de eso, y cuando me interesaba un autor, aunque esto era por mi cuenta, sin que nadie me lo hubiera dicho, yo le escribía. Así fue como contacté, por ejemplo, a Bolaño, a Mauricio Redolés, a varios autores, a varios poetas que después se dieron a conocer y, en parte por eso, hice una antología, porque tenía mucho material y los compañeros me permitían que lo usara.
Fueron unos cabros de la Jota [las Juventudes Comunistas] los que me pidieron que hiciera una antología de poesía chilena actual. Y yo pensé que era bueno hacer un trabajo que uniera los autores del exilio y los de acá, porque la dictadura se empeñaba en hacer una diferencia entre los que estaban afuera, que éramos los malos chilenos, y los de acá. Entonces, se me ocurrió que era bueno quebrar con eso. Y nació esa antología, que me la pidieron, el prólogo está firmado el 80 o el 81, no sé. El problema fue que cuando la terminé, ya no había plata, y ahí tuve que empezar a moverme para intentar publicarla porque tenía el trabajo hecho y era interesantísimo, o sea, hay ahí gente bien buena, casi todos siguieron escribiendo.
—Cuéntanos un poco de ese trabajo de armar una antología, ¿cómo lo pensaste, cómo fuiste eligiendo los nombres, diseñaste un plan, hubo alguna idea sobre el quehacer de la crítica que te sirviera para pensar la antología? En suma, ¿cómo fue todo ese proceso?
—Para mí, el motor en esos años era fundamentalmente político, inseparable de lo cultural, por supuesto. Entonces, además del criterio anterior, de unir exilio e interior, me importaba muchísimo mostrar poesía que valiera como tal y no panfletos o poesía de lenguaje anquilosado y lugares comunes, como insultos al dictador o cosas por el estilo. Pensé en poner poetas que estuvieran empezando, pero me di cuenta que había que establecer un lazo con el pasado y consideré que ese lazo era Gonzalo Millán. Además, había algunos poetas de su edad o mayores que habían escrito y hasta publicado antes, pero que casi no se les conocía, así que comencé con ellos. También quise que cada uno redactara una especie de poética: les entregué un cuestionario, pero era totalmente abierto, no tenían que seguirlo y menos con preguntas-respuestas; en general, son muy buena esas poéticas.
—¿Ya habías hecho tu tesis?
—Mi tesis se demoró mucho, porque ser doctorada me importaba un comino. Yo era muy militante y lo único que pensaba era que cayera Pinochet. Empecé la tesis con Saúl Yurkievich, que –desgraciadamente, ya murió– es un gran escritor y crítico. Yo quería hacer mi tesis sobre Víctor Jara, sobre la canción de Víctor Jara. El título era: “La Canción de Víctor Jara: literatura comprometida del proceso chileno”, yo creo que hubiera sido bien buena, aunque seguramente no me hubieran recontratado en la Chile (en el momento que lo hicieron que fue casi apenas terminada la dictadura). A Saúl nunca lo convenció, me decía: “no, este corpus es muy chico”, qué sé yo. Y yo porfiaba y porfiaba. En ese entonces fue Fernando Moreno quien me dijo: “oye, ya está bueno, ¿hasta cuándo vas a pelear con tu profesor de tesis? ¿hasta cuándo vas a tratar de convencerlo?”.
Yo en Chile quería hacer una tesis sobre Puig, porque me interesaba mucho el asunto de las capas medias en La traición de Rita Hayworth, (pdf) así que retomé lo de Puig. Además, Yurkievich era argentino. Creo que fue una lesera perdérmelo como crítico de poesía, porque él era excelente. De todos modos, creo que Saúl me enseñó un poquito a escribir también. Cuando decidí cambiar de tema empecé a hacer la tesis, pero escribía una línea al año, me demoré ocho años, no repitan esto, no lo repitan ustedes [risas].
—¿De qué años estamos hablando?
—Yo creo que todo esto comenzó, más o menos, en 1976.
—Te lo pregunto sobre todo para que nos cuentes cómo se mezclaron, si es que se mezclaron, tu papel de tesista, tu trabajo en Araucaria, y tus labores de antologadora.
—Bueno, además yo hacía clases en la universidad, en París 13, Paris-Nord, en Villetaneuse, así que entre hacer clases y militar, la tesis quedaba en décimo grado (esto no lo debería decir delante de ustedes). Entonces, cuando a Guillermo Núñez, mi marido, lo dejaron volver el año 83 me puse de cabeza con la tesis y la terminé, quería volver con la tesis defendida a Chile. Para mí eran dos mundos, o sea, no tenía nada que ver mi tesis ni mis clases con el trabajo de Araucaria, que además me empezó a absorber, era fascinante. Seguramente Saúl, que era muy abierto, hubiera aceptado esa antología como tesis, pero a mí ni se me ocurrió decírselo. En fin, como les decía, a Araucaria llegaba mucho material, yo seleccionaba y se lo pasaba a los compañeros, no era yo la única que decidía... yo creo que fue un bonito trabajo. Después, en 1981, me marginé del Partido y me salí de la revista.
Araucaria fue una revista muy amplia, muy interesante, pero desde el punto de vista político no era tan abierta, porque una revista de partido no puede ser amplia. Era una revista hecha por el Partido Comunista, pero no era una revista comunista, salvo los artículos más políticos. En ese momento estaban empezando las discusiones y debates sobre la renovación socialista y ahí empezaron los conflictos. Además, fue el cambio de línea y el PC optó por la vía armada, y yo no estaba de acuerdo, así que felizmente, me tuve que ir a vivir a provincia y aproveché ese momento para salirme de Araucaria y del Partido sin ningún aspaviento, o sea, diciendo que me iba porque me costaba ir a París, ni carta, ni nada, porque no tenía sentido. Además, hacíamos mucha actividad, no solo los comunistas, los chilenos, en general. Yo he oído que había ocho mil chilenos, aunque nunca he sabido si eso era en París o en Francia, tal vez ocho mil en París es mucho, ¿no? No sé. Yo llegué allá en 1975 y había muchos encuentros, por ejemplo, de poesía, había gente fascinante: Gustavo Mujica, que es un poeta que a mí me gusta muchísimo, ¿lo ubican?, es buenísimo, también tenía una editorial muy precaria, pero que sacaba –y continúa publicando– libros, le dicen el Grillo, el Grillo Mujica, y dirigía ediciones GrilloM. Así, nos íbamos juntando. Cuando hice la antología, el Grillo sacaba una revista que se llamaba Canto Libre, que también era de la Jota, y que se dedicaba, fundamentalmente, a la música, a la canción más bien, y el Grillo la empezó a dar vuelta y fue metiendo cosas más literarias, no solo se hablaba de una canción (bueno, las canciones también son literatura) sino que había poemas, gráfica, etc. Teníamos muchas actividades, por otra parte, como yo hacía clases estaba muy ligada con la gente universitaria, así que iba a encuentros en Poitiers, seminarios, coloquios. En la revista, cuando yo decía, ponte tú, propongo que para el número siguiente publiquemos tal cosa, por ejemplo, de Jorge Montealegre, que publicó con seudónimo, o Redolés, que también publicó con seudónimo, porque era fregado publicar en una revista comunista si después querías volver a Chile..., los compañeros la leían, si querían, y así nos íbamos conociendo. Antonio Arévalo escribía desde Italia, Waldo Rojas y Miguel Vicuña y Armando Uribe estaban en Francia, etc., así nos íbamos expandiendo. Eran redes, sin la tecnología de hoy, redes por carta, eso era una gracia, porque una carta demoraba dos semanas en llegar donde fuera y otras dos semanas en volver.
—Avancemos un poco en el tiempo, cuando empiezas a hacer La memoria: modelo para armar, (pdf) ¿cómo piensas tu labor crítica? O, si se quiere, antes y de modo más personal, ¿cuándo te empiezas a pensar como crítica literaria?
—Bueno, yo seguía haciendo “esta iglesia no tiene lampadarios votivos” cuando llegó el Golpe, también hacía clases, entonces, en la Católica de Valparaíso. Del Pedagógico me exoneraron el mismo día del Golpe. Curiosamente, me pagaron hasta marzo, cuando hubo unos concursos “truchos”. De Valparaíso me echaron después, hacía literatura chilena allá y Promis era el profesor. Yo creo que para mí el exilio... o el Golpe, entre sus varios golpes, me mostró lo absurda que era la crítica que yo hacía, o sea, yo era comunista, yo era comprometida socialmente y hacía una crítica totalmente desligada de lo social, incluso casi, casi de lo cultural... de lo histórico, de lo político, etcétera. Entonces, creo que cuando llegué a Francia, muy pronto, me di cuenta que tenía que ampliar mi campo. José Joaquín Brunner fue muy generoso y, por carta y sin conocerme, ya en el exilio, me mostró vías para hacer una crítica más “enjundiosa” y más profunda. Por lo demás, en Francia yo veía que tenían intereses distintos. Por ejemplo, en la universidad donde yo enseñaba –una universidad un poco secundaria, que no estaba en la misma ciudad de París, sino un poquito más lejos– había una colega francesa que enseñaba la Segunda Declaración de La Habana, el discurso de Fidel Castro, en un curso de literatura. O bien, en Francia enseñaban literaturas autóctonas latinoamericanas cuando nosotros nunca las habíamos estudiado en el Pedagógico porque empezábamos con Colón. También enseñaban portugués y literatura brasilera, un poco se me iba abriendo el mundo así, pero sobre todo me chocó mucho la cosa política, o sea, cómo yo podía estar enseñando de un modo tan simplista y que parecía en las nubes, cuando evidentemente estaba ligado con la estructura social, económica, política, cultural. Bueno, yo empecé a pensarme como investigadora desde el momento en que empecé a ser ayudante en la universidad, y puesto que había que difundir lo que se estudiaba y las conclusiones a las que llegabas, era casi simultáneo que uno se transformara en crítica literaria.
—Se amplía tu campo.
—Sí, se amplía el campo. Después hice otra antología. Yo no sé si será un desmérito o algo negativo, pero a veces pienso que soy demasiado panorámica en mi crítica, y esto creo que en parte es así porque yo estaba en Francia. Bueno, el exilio es una locura, es una esquizofrenia, yo estaba allá, pero quería intervenir acá, y lo que yo quería era mostrar allá lo que se hacía acá, y mostrar acá lo que se hacía allá, ¿me entiendes? De ahí surge la antología Entre la lluvia y del arcoíris, (pdf) y “Viajes de ida y vuelta. Poetas chilenos en Europa”.
—A propósito de esto pensaba en el primer número de Berthe Trépat (1983), la revista tipo fanzine que hizo Roberto Bolaño con Bruno Montané en Barcelona, donde te piden que escribas sobre la poesía chilena para una revista hecha en Barcelona, pero completamente dedicada a la poesía chilena, o sea, que también ellos eran parte de esa idea de mostrar lo que estaba sucediendo.
—Lo que pasa que todos estábamos, incluso Bolaño, que después se volvió un pisa callo insoportable, muy preocupados de la literatura chilena. En sus cartas me dice algo así como “cuéntame sobre la literatura chilena, ¿qué pasa con la literatura chilena?” Pero ¡ojo!, en todos los países había revistas. Araucaria era una, Araucaria se publicó siempre en España, pero el Consejo de redacción estaba en París. Está LAR, la revista de Omar Lara. Había una revista que se llamó Palimpsesto, que sacó Antonio Arévalo, en Italia. Y además había talleres literarios, por ejemplo, en Italia Hernán Castellano Girón, no sé si les suena, era un buen escritor. Bueno, él junto con Eugenio Llona y con Antonio Arévalo hacían un taller, creo que en Roma. Antonio Arévalo es poeta y es un caso especialísimo porque llegó de 16 años, solo, al exilio, y se quedó allá. En el último gobierno de la Bachelet fue agregado cultural, es alguien muy activo en cuanto a la literatura chilena y a las artes visuales. Había cosas pasando en todas partes, por ejemplo, en Rotterdam estaba el Instituto para el Nuevo Chile, que dirigía Jorge Arrate, y gracias a él se pudo publicar mi antología, entre las decenas y decenas de actividades que Jorge y el Instituto hacían, eran infatigables y abarcaban mucho porque había seminarios, debates, charlas, etc., sobre política, cultura, feminismo, arte, etc., etc.
—En Rotterdam fue el famoso Encuentro de Poesía Chilena en el 83.
—El encuentro del 83, sí, pero siempre había encuentros, había cursos de verano, que terminaban en recitales. Así se iban creando todos estos ambientes. En Suecia para qué decir. En los países nórdicos que ayudaron tanto económicamente, había revistas, publicaban libros. En suma, era algo general que se debía a la solidaridad con Chile, que trascendía partidos y grupos. En Alemania, igual, y en los países que en esa época llamábamos socialistas también, por ejemplo, en la RDA [República Democrática Alemana] se publicaron antologías. Bueno, la antología mía también tenía el objetivo del que te hablé, y que era recoger, para plantearlo en afirmativo, textos que yo consideraba que eran valiosos como poesía, desde mi punto de vista, claro, ¿por qué? Porque se habían publicado antologías anteriores que eran muy de puño en alto, qué sé yo, “Muera Pinochet y me tomaré un café...”.
—Por lo demás, uno podría decir que la historia de la literatura chilena del siglo 20, es una historia contada por distintas antologías, como si la antología fuera una forma crítica privilegiada de nuestra historia literaria ¿Pensabas en eso cuando hacías la antología?, ¿pensabas en hacer una antología que fuera una intervención en el campo literario?
—Sí, sí, yo pensé el trabajo siempre como un dar a conocer y en ese sentido hacer presente a gente que no se conocía y hacerlos dialogar de cierta manera. Bueno, había miles de problemas, por ejemplo, yo me acuerdo que quería poner a Rodrigo Lira, pero nunca me conseguí su dirección, porque yo dependía de terceros, de cuartos, de quintos. En Chile también había asociaciones, estaba la Unión de escritores jóvenes, estaba la revista La Bicicleta, estaba la ACU, la Agrupación Cultural Universitaria, en ese entonces, yo me dirigí mucho a ellos, y así se iban entablando los contactos.
—Para ir terminando quiero volver sobre una de las cosas que hablamos, al momento cuándo te empezaste a pensar como crítica y cuándo eso se tradujo en un proyecto. Te lo planteo también para traerte hasta el presente (redundancia evidente pues es donde estamos hablando). En fin, ¿cómo es tu relación con un proyecto de trabajo?, o bien, ¿tienes un proyecto como crítica?, ¿cómo lo fuiste pensando a lo largo de los años?
—Bueno, lo primero es lo que te dije antes, que me di cuenta de la importancia de abrir el campo. Después, a partir del material que me fue llegando me empecé a dar cuenta de lo rico que era el material al que tenía acceso, que era una joya, un tesoro, y pensé que podía hacer algo para que se conociera. Desde luego, era también una cosa muy política. De todos modos, yo me concebí como crítica cuando entré a la carrera académica, aunque allá, yo me acuerdo, que trataba de absorber... curiosamente, no tanto de los franceses, porque el exilio es, como decía Armando Uribe, es no estar ni aquí ni allá, es no estar en ninguna parte. Por supuesto, yo leía críticos franceses, pero nunca me interesó, por ejemplo, aunque es algo más secundario, ir a ver a Barthes o a la Kristeva, ¡hubiera sido fascinante! Lo encontraba tan esnob, porque yo sabía que había grupos que se juntaban para ir a verlos. Bueno, lo que te decía, yo me concebí como crítica sobre todo en el aspecto de dar a conocer, y por eso yo creo que, a veces, y me repito, puedo ser un poco panorámica, porque yo estaba hablándole a gente que no sabía, que no sabía nada. Yo no escribía en francés, casi nada, quiero decir, escribía, pero muy mal, pero yo le estaba dando a conocer la poesía chilena a los franceses, de cierta manera, a los pocos franceses que seguían la cosa chilena, y también a los otros chilenos, de otros países, de otros lugares, la revista de Estados Unidos, Literatura chilena del exilio, y también en América Latina, en México, en todas partes donde había chilenos y había que dar a conocer todo este potencial, era inmenso y era fascinante. En ese sentido, yo me sentía asumiendo mi papel de transmisora y de crítica.
Ya más tarde, con mi proyecto que derivó en La memoria: modelo para armar me ubicaba en otro punto, quizá más relacionado con una historia que se había dado, que era poco conocida: se hablaba mucho que existían los “grupos literarios”, pero se sabía poco cómo se habían ido constituyendo, etc., y cómo desde ellos habían surgido casi todos los poetas de la década del 60. Era otra forma de dar a conocer y construir o re-construir un momento del pasado.
—Para terminar, te quería preguntar por dos temas generales. Uno, sobre la crítica y su relación con el nacionalismo, ¿cómo se transformó tu mirada sobre lo chileno en tu recorrido crítico? Por otro lado, ¿cómo repercutió el hecho de ser mujer a lo largo de tu trayectoria, desde la universidad a fines de los 60, el exilio, el regreso, etc.?
—Bueno a fines los 60, yo no tenía ningún peso, imagínate, tenía 20, para el Golpe tenía 25, así que yo todavía estaba escribiendo el artículo que me había encargado Goic [risas]. Bueno, más en serio, a pesar del Golpe y todo lo que siguió, yo nunca he concebido mi trabajo como un “yo hago crítica chilena”, no creo que exista eso. Ahora bien, en el exilio, yo no sé si por primera vez, me di cuenta que era latinoamericana y eso amplió mi perspectiva, y eso que decía hace un rato que en la universidad se enseñara el discurso de Fidel era algo casi inexplicable para mí. Creo que aquí en Chile ni durante la UP se hubiera podido hacer eso. No lo consideraban literatura. En definitiva, no fue un problema, no es algo que me preocupara eso de ser crítica chilena. A pesar de que le tenía, le tengo todavía mucha envidia a las argentinas, sobre todo a la Beatriz Sarlo (es una broma, las admiro, no las envidio y he aprendido mucho de ellas, de Beatriz, Sylvia Molloy, Josefina Ludmer y podría seguir, Piglia, etc.), pero tampoco creo que ellas hagan crítica argentina o que Juan Gelpí o Alberto Sandoval hagan crítica puertorriqueña. Un aspecto es qué estudias y otro identificarse “nacionalmente” con el asunto, es decir, casi todo lo que yo he escrito es sobre literatura chilena, pero no significa que desvalorice las tantas otras literaturas. Por el contrario, en la medida que pudiera, si supiera más, haría el máximo de relaciones con otras literaturas, con otras escrituras.
Y sobre ser mujer, fíjate que curiosamente yo no me siento tan castigada, o sea, a todas las mujeres nos costaba, era un mundo machista en el sentido que te decían piropos y esas leseras y, muchas veces, miraban en menos tu opinión, pero si te fijas, en la universidad fui ayudante, siendo bastante joven. En Araucaria, el Partido Comunista era bastante machista y también estaba muy preocupado de las edades y las trayectorias, pero yo era joven, tenía como 28 años cuando entré al Consejo de Redacción. Nunca me he explicado por qué me eligieron, nunca, porque no era ni buena militante, ni era dirigenta, ni nada. No sé, creo que alguien me debe haber mencionado, tampoco conocía a Volodia... La primera reunión de Araucaria, antes de que apareciera la revista, la tuvimos en la casa de la Eugenia Neves, me acuerdo, y empezaron a preguntar a quiénes veíamos como posibles colaboradores. Entonces, alguien dijo: bueno, para escribir sobre Neruda hay que pedirle el compañero Loyola, y yo pedí la palabra y dije que creía que uno de las cuidados que teníamos que tener en Araucaria era romper con los críticos que son dueños de autores, y dicen que Volodia le dijo a la persona que tenía al lado “¿quién es esta jovencita?” En fin, es verdad que nosotras como mujeres teníamos que hacer el doble de pega para que nos consideraran, nos cotizaran, es cierto, pero bueno, dentro de todo yo no tuve tan mala suerte.
______________________________
NOTAS
[1] Este trabajo es parte del proyecto Fondecyt de Iniciación no 11220991, radicado en la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile.
[2] La inquietud de la crítica literaria, esa inquietante extrañeza de los “roces lingüísticos” que conmueven las lecturas de Bianchi (Lemebel 114), podría, a su vez, ser pensada desde la gaya ciencia inquieta que a Didi Huberman (2011) le permitió extender sus reflexiones sobre el montaje como procedimiento clave de la imaginación crítica.
_______________________________
BIBLIOGRAFÍA
-Bianchi, Soledad (comp.). Entre la lluvia y el arcoíris. Algunos jóvenes poetas chilenos. Rotterdam: Instituto para el nuevo Chile, 1983.
----------------------------La memoria: modelo para armar. Grupos literarios de la década del 60 en Chile. Santiago: Alquimia, 2019.
----------------------------Lemebel. Santiago: Montacerdos, 2018.
----------------------------Pliegues. Chile: cultura y memoria (1990-2013). Santiago: Montacerdos, 2014.
-Escudero, Alfonso. “Los críticos chilenos opinan”. Aisthesis N° 2 (1967): 237-276.
-Didi Huberman, Georges. Atlas ou le gai savoir inquiet. L’œil de l’histoire 3. París: Minuit, 2011.
-Goic, Cedomil. La novela chilena. Los mitos degradados. Santiago: Universitaria, 1992.
-Lemebel, Pedro. De perlas y cicatrices. Crónicas radiales. Santiago: LOM, 1998.
-Pistacchio, Romina y Alburquenque, Gabriela. “Mapear la heterogeneidad de las escrituras chilenas. Entrevista a Soledad Bianchi”. Palabra Pública, 2021. https://palabrapublica.uchile.cl/mapear-la-heterogeneidad-de-las-escrituras-chilenas-entrevista-a-soledad-bianchi-parte-i/
-Ruiz, Raúl. “Una incontrolable risa falsa”. Escritos repartidos. Trad. Mauricio Electorat. Santiago: UDP, 2014: 94-95.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Imágenes parciales de la crítica literaria chilena. Una conversación con Soledad Bianchi.
Por Carlos Walker.
Publicado en Anales de Literatura Chilena, diciembre 2023.