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CRIATURAS ALADAS
Publicado en la revista Granta 11 dedicada a los mejores narradores jóvenes en español.

Carlos Yushimito


1

Al otro lado del río, un muchacho negro agita los brazos. Es un día azul y las aguas verdosas, compactas, del Ene, se arrugan como si fueran el espinazo nervioso de una bestia. La veo rozar el esqueleto de la balsa cautiva; bajo los tablones ocultos fluye, con ligeras agitaciones, una corriente que se prolonga en el gritito nervioso que una compañera itinerante ha dejado correr, incapaz de guardarse en el cogote, impresionada, quizá abatida, una porción de su miedo. Éste será el primer recuerdo que tendré de Fátima. Y éste será el segundo. Una pareja de adolescentes riéndose sin intención de ofenderla: simplemente riendo porque son felices y jóvenes y porque se dejan llevar por sus estados de ánimo. ¿Cómo censurar a la juventud?, me pregunto. Sigo derecho el dedo índice de la adolescente y, al otro lado de su dirección punitiva, encuentro a la mujer trepando la rampa de metal. En el desarreglo de esa media tarde yo también la veo: vulnerable, ansiosa de vida, amarrada como una enredadera del brazo de un joven indio de Padre Biedma. Conmigo Kunigami, apuntándola con su cámara de fotos, también la ve. Y es así como yo también la veo yo ahora.
Ninguno la recordaría si no fuera por la imagen que conservamos de ella, la imagen que le robamos en ese rápido escamoteo fotomecánico. Una memoria que la encapsula en la oscuridad artificial del artefacto que el japonés dispara y que la convierte en el pequeño ser inválido y nervioso que vacila para siempre quieta en ese puente tendido entre la tierra y la plataforma flotante.
Hay otro recuerdo.
Ayudada por el joven nativo, Fátima nos mira y sonríe; quizá busca condescendencia, antes de desviar los ojos para trepar a la embarcación. Dije antes que había gritado. Pues bien, su voz se pliega y acaba perdida entre el revuelo de la multitud. Ahora me parece que grita para que yo la oiga. Voces de mujeres y hombres habituados al transporte fluvial hacen, sin embargo, que ese piadoso miedo sea algo incompleto: la cubren con el tráfico cotidiano e indiferente de sus mercados. Pero lo curioso es que ahora ya no me parece absurdo. Hay después de todo algo más que la intimida y que no es sólo esa fuerza subterránea de masa turbia que se agita con el propio reflujo clandestino que circula bajo sus pies. Pienso sobre todo en ello. En los pies indefensos negados a la transparencia. En el indescifrable abismo de sedimentos que se arrastran bajo la seguridad del hombre, ahora amenazada por su propio descontrol. Caer al agua debe de ser como ser tragado por la tierra: pienso en la voracidad de aquella tierra líquida, y viendo a la muchacha, que antes gritaba, presiento similar desconcierto; el color de aquel sólido espacio fluvial licuado; su inaudita capacidad transparente hecha ahora carga de tierra. Cierro los ojos a un nuevo recuerdo. La mujer que poco antes miraba con miedo la lustrosa capa del río sonríe ahora con los pies seguros en el balance de la armazón. Ahora pisa fuerte el madero y se refugia en los pretiles de la balsa, mirando al antiguo enemigo que flota, silencioso, a la espera de ser vencido.

Oswaldo Quinchori, el cobrador de la balsa cautiva, tiene una gorra de basquetbolista y una camisa abierta hasta el tercer botón. Lo conozco desde que mi hijo, Arturo Claussen, hiciera el primer viaje al caserío de Padre Biedma; yo lo acompañé para conocer el terreno; y yo mismo lo ayudé a amansarlo, pero eso pasó hace mucho tiempo. Me reconoce, aun así, cuando llego a su fila. Sigue viejo y canoso y algo en los ojos, que quizá solamente yo, que a estas alturas en que estoy ya viejo y tengo llenos de años los ojos, soy capaz de reconocer, me dice que se alegra de verme. Siempre se alegra cuando me ve llegar a la orilla fangosa del Ene. Y esta vez no es la excepción: yo le creo. No demora en arrebatarme los billetes de la mano cuando se los abro delan te, como si no tuviera tiempo, o el tiempo fuera a treparse también al río.
–¿Qué me traes hoy? –dice.
Señalo al japonés que me espera al interior de la camioneta y hago un leve gesto de desencanto.
–¿Uno solo?
Levanto mi gorra y me seco el pelo.
–No anda bien el negocio –me justifico.
Quinchori sacude la cabeza:
–Ningún negocio anda bien, gringo. Pero al paso que tú le das, vamos a terminar todos en la ruina.
El río agita su lomo como si estuviera de acuerdo. Hace más de diez años que vivimos en la ruina. Pero Quinchori, que lo sabe mejor que nadie, tiene ya mis billetes; hace una seña, y su mirada, automatizada en el gesto, sigue distraída en el remoje del dedo que desgarra el talonario. Al rato grita: «Van a subir la camioneta, oye». Y un muchacho con el torso desnudo recibe el mensaje.
–Derecha –dice Quinchori.
Antes que la mía, una furgoneta con el capote abarrotado de canastos de plástico ha ocupado parte de la balsa.
–¿Vamos? –dice Kunigami.
–Así es.
Escucho el sonido de la puerta y luego el motor que despierta en el estómago de la camioneta. Avanzo y la balsa cautiva late, de arriba abajo. Tres minutos después estoy encima de los tablones que han crujido antes mientras yo los ocupaba, haciendo equilibrio sobre las rampas. Oigo esta vez el motor que remueve el agua torrentosa del río, empezando a arremangar las cuerdas que lo atraviesan con las poleas.
–¿Es la primera vez que cruza el río en una camioneta? –le digo.
–Sí –responde el japonés, filmando el revuelo de personas a través de los cristales. Duda un momento–: ¿Puedo bajar?
Yo muevo la cabeza.
El japonés abre la puerta.
A través del cristal lo veo arrimarse junto a la baranda y hacerse un campo entre el grupo de gente que se apiña en los márgenes. Asomo la cabeza por la ventanilla y hablo, como para que me oiga:
–No se vaya a caer, Kunigami.
Unas jovencitas le dicen algo y poco después él les está sacando fotografías contra el fondo verde de Mazamari.
Escucho el roce de unas sandalias sobre la plataforma. Y al rato alguien me toca el hombro, junto a la clavícula.
–¿Adónde lo lleva? –me pregunta un indio viejo.
Lo conozco: le llaman Salazar.
–A ver mariposas.
El cable se tensa y la polea, caldeada por el combustible, empieza a enrollar el camino: una recta sólida que corta el cielo en dos y luego se deshincha como si tomara un descanso y dejara el traslado a la potencia del cauce. A su suave fuerza natural le siguen quince minutos. Quince minutos en los que veo el cielo azul, ensuciado por mi parabrisas.
Luego, nada.

2

Me dijeron que aquí encontraría a La Soberana. En Río Negro. Me lo dijo por primera vez un nativo de Padre Biedma, cuando el Prudencio y yo tomábamos una cerveza, allá por San Ramón, y no teníamos ni un solo cobre para ir a meternos a tirar troncos al río con la gente del campamento. Fue cosa de vernos el bolsillo ocioso para llamar al infortunio. Verlo, nada más. Eso creo. De otro modo, qué hacía aquel nativo asháninka sonriéndonos con la bocaza abierta y como si supiera, en secreto, mucho más de lo que aparentaba saber. Ese gesto suyo, medio idiota o iluminado, podía significar para nosotros sólo cualquiera de las dos cosas. Yo me pregunto ahora por qué lo encontraron los ojos del Prudencio, justito ahí, perdido, entre la gente. Qué sabía o no sabía. Quién sabe. Quizá por eso se esté muriendo ahora mi compadre Prudencio, porque no se perdió también el indio y, en cambio, se quedó flotando delante de la mesa, con su risita idiota o iluminada, o porque cuando Prudencio levantó la mano el indio viejo se nos acercó y no se marchó cuando la dejó caer abajo, tendría la mala suerte rondándole los ojos; y, esa tarde, sencillamente, mirándola de cerca, se le habrá metido en el cuerpo. Quién sabe. Quizá fuera ya inevitable que esto acabara así: la tarde que escuchó hablar al japonés sobre La Soberana, en Río Negro, o el día en que el japonés abrió la boca y dijo: Claussen. Es verdad que ya casi nadie visita el museo; pero da el caso que mi compadre, que lo había llevado precisamente hasta ahí esa tarde, en su mototaxi, recordaba el nombre y la forma y hasta los colores que el japonés le había descrito, enseñándole la lámina que finalmente consiguió quitarle poco antes de que desapareciera. Sí, esa misma. La que yo le abrí al asháninka en San Ramón mientras bebíamos las cervezas. La misma que no tuvo necesidad de mirar cuando mi compadre Prudencio le pidió que la viera. Qué carajo. Inocente, el chino. Cuando le dijo cuánto podía costar él sólo abrió los ojos. Y cuando a mí me lo dijo, a su vez, ahí mismito se me despertó la codicia; peores animales hemos visto adentro, le dije para convencerle. Y ya convencido, él respondió: Igual acabaríamos adentro, compadre, ¿a que sí? Y sí. En eso, en las circunstancias, estuvimos los dos de acuerdo. Los dos habíamos visto cosas peores e imaginamos que íbamos a terminar enfangados hasta el ombligo, igual que si no lo hubiéramos hecho. Anda, me dijo el Prudencio. Sacó la lámina del japonés y yo la desdoblé encima de la mesa para que el chico pudiera verla y el chico la miró, pero sus ojos resbalaron por ella. ¿Tiene las alas amarillas? Sí. ¿Lunares verdes? Sí. ¿El cuerpito morado? Sí. ¿Estás seguro? Ni siquiera hizo falta que mirara otra vez. La tenía en su cabeza. Metida. Le daba vueltas. Por eso digo que fue la miseria la que nos trajo hasta aquí y no el nativo de Biedma ni la balsa de Río Negro ni la curiosidad de mi compadre Prudencio, que ahora agoniza, metido en su cuerpo. A nosotros, en realidad, nos trajo la mala suerte; nos trajo, si quiere que se lo diga, no por tener nada en los bolsillos sino por tenerlos todito llenos de un viaje que era imposible a Madre de Dios para talar caoba en mayo, y echarla al río, en junio, cuando la lluvia hincha el caudal de Las Piedras y los troncos pueden viajar, río abajo, con nosotros, hacia el aserradero. Quién sabe si no estaríamos ahora acampando en una selva distinta. Bebiendo aguardientes a orillas de Las Piedras. Durmiendo en un campamento caliente, con peores animales e igualmente adentro. Quién sabe. Con dos zafras, mi compadre y yo habíamos comprado las mototaxis dos años antes. Con una más hasta podría haberme casado con Melba a mi regreso. Por Dios que sí, Prudencio, me hubiera casado esta vez con la gorda, compadre. Me hubiera casado, y no estaría yo aquí, perdido, ni estaría él metiéndose en su cuerpo, ya medio muerto.

Pero ¿cuándo se perdió?, dijo el capitán. Recuerdo que esa noche Olinda tuvo un sueño nervioso y que yo aparté la frazada, creyendo que era un pedazo de tela el que se nos había metido entre los dos. Y no; era la nena. Quizá entonces, dijo Prudencio. Despertó dos veces y a la tercera sentí su brazo sacudiendo mi hombro, la niña quiere ver la procesión, cholo, no seas malito. No estaba seguro. Fue un mes entero en que tuvo sueños, sueños, oficial: sí, quizá había sido entonces. Dos semanas atrás, Olinda había soñado con una araña de seis ojos que la miraba metida en una vasija de cristal y en su sueño ella se tocaba la boca y ya no tenía dientes. Se anduvo hurgando y yo la sentí en la oscuridad, inquieta, riñendo con ese vacío que le había dejado el sueño, empujando la sábana, cholito, no seas así, pues. ¿No tengo que cocinar? ¿No tengo que coser las cortinas? ¿No tengo que cuidar a tu madre? Colabora, pues. Hasta que se quedó dormida la sentí moverse, y cuando por fin se quedó quieta, yo supe que dormiría poco. Olinda se tocaba la boca y yo la podía sentir. Tampoco pude yo dormir esa noche ni la noche siguiente. Me inquietaba su sueño. Me decía: Prudencio, llama a tu mujer; no sabe. Pero a la noche siguiente volvió a suceder. Esta vez la escuché llorar bajito, y cuando le pregunté qué pasaba, hipó, como tragándose el llanto y los mocos, y luego se me quedó callada y tiesa, arrimándose al borde, como si quisiera caerse. Supe que se había dormido. Pero esta tarde, insistió el capitán, impaciente: ¿cuándo se perdió la niña? El sueño se repitió todavía dos semanas después y cuando ya nos íbamos, esa tarde Olinda me apretó la mano fuerte, me la apretó fuerte y a mí me entró no sé qué calor nada más verle la carita hundida, ven aquí, Melissa, como si ya se le hubiera muerto alguien y tuviera los ojos secos, vamos a ver a la virgencita, y sus ojos se iluminaron, como si no me volvieran a ver, se colgó de mi cuello, me apretó fuerte la mano y cuando salí con Nazareno, todavía me dijo, espera, Prudencio, la ropita de la nena, no te olvides de llevarla, por si suda. Sí, oficial: quizá entonces. Recuerdo que la tarde casi se había acabado. Me decía: llámala, Prudencio, es tu responsabilidad. ¿Y si te dice que está con ella? ¿Y si la encontró la Melba? ¿Por qué no empezar por la parte que puede solucionar tu angustia, Prudencio? Era lo único que me daba esperanzas y ella insistió tanto que yo le dije, al fin, cansado, porque está de camino, y porque Nazareno y la gorda van para el pueblo, no quería perder esa última excusa para no enloquecer. Olinda me dio un beso; dijo, gracias, cholito, eres un cielo; y yo le cogí la mano y la tenía helada. ¿Y si no está? ¿Y si se había perdido durante la procesión? Carajo, pues, colabore, dijo el capitán. Ahora temo que de verdad fuese así, quiero decir que me lloró de enantes, en realidad, todititas esas noches como si yo ya me le hubiera muerto en los dientes y ella me hubiera visto perdido, en este infierno, a través de su sueño. ¡Oh, Melissa! ¡Melissa! ¡Melissa! Sí. Eso era todo, oficial. Pero yo tuve que escuchar todavía: Melissa Bardales Yamunaque de doce años, pelo negro, ojos marrones, vestido verde, doce años. Como si al decirlo, nada más se hubiera convertido en eso. Nombre, edad, colores, dirección. Ay, cholito, no me digas eso. Recuerdo que yo tenía el teléfono pegado a la oreja, tenía el timbre alargando mi esperanza, y mientras tanto veía las camionetas llenándose de gente junto al coliseo, y me decía, en voz baja: que responda ella. Pero fue Olinda la que respondió: no quiero que te preocupes, cholita. ¿Nombre? ¿Edad? ¿Estatura? Lloraba, yo lo sabía, se tapaba la boca. ¿La hora?, dijo el capitán. Tanta gente que empujaba. ¿Cómo quiere que sepa la hora, oficial? Yo tenía su manita en la mía; apretaba, yo lo sabía, apretaba fuerte el teléfono contra su oído, eso nomás sé, oficial. ¿Pero en la procesión? ¿Cuándo? ¿Antes, después? Su mano estaba fría y Olinda, respirando como si estuviera bajo el agua, tapándose la boca llena de dientes, sin responderme, un metro veinte, me dije: Así será el infierno, Prudencio. Metro veinte. Pequeñita, así, de este tamaño, ya sin fuerzas, oficial. Por eso yo no veo nada, yo no escucho nada, yo no siento nada, sólo recuerdo que no dormí. Qué iba a dormir si la sentí moverse a mi lado esa noche y me decía: ¿Por qué no me dices nada, cholita? ¿Por qué no me odias por haber perdido a nuestra hija? Pero ella se tocaba los dientes, se tocaba los dientes que no estaban, llorando bajito.

Ahora, si yo me encontrara con la Melba, no sabría decirle cómo se murió su hermano. Quizá ella sí sepa. Ella lo sabe todo con sólo verte la cara. Sabe lo que le dices y lo que dejas de decirle. Tiene ese don, pues. ¿Él? ¿Mi compadre dice? Él sólo empezó a morirse, a morirse nomás, sin saberlo. Hace tres días que comenzó. Primero fue su boca. Se puso negra en los labios. Se le puso negra, nomás, porque sí; porque es una manera que tiene el cuerpo para caerse, como hacen las hojas. Me dijo, compadre, me duele la pierna, creo que me resbalé al subir la grama fangosa de la cascada. Al principio había sido un calorcito. Con él, tapado por el pantalón, llevado a cuestas, caminamos ocho kilómetros hasta que oímos la catarata que caía. Elegimos ahí mismo un terreno descubierto y ahí mismo bajamos las bolsas y armamos la carpa. Al principio, digo, era sólo un calorcito. Eso me dije. Cholo, quince minutos más y paro, diez minutos más y paro, ocho minutos más y ¡cuándo vamos a parar, carajo!, pero igual seguimos, pues, por algo eres macho, cholo, y caminamos hasta dar con la cascada y entonces le miré, sudando como estaba, parecía que fuera a derretirse, y me dijo descansemos, compadre. Quiero verme la pierna, creo que me resbalé al subir la grama fangosa de la cascada. Pero verlo fue otra cosa. El pellejo se había enrollado completito abajo, pegado al algodón del buzo. Y la carne blandita, no le miento: se veía que había estado sufriendo, echando sangre, sufriendo mientras caminábamos porque había una costra que el roce del algodón había removido al menos un par de veces. Y la sangre saltaba, no sé decirle cuánta. Yo le dije a mi compadre, esto se ha puesto serio. Y él me dijo, compadre, es verdad que esto se ha puesto serio. Y luego no dijo más. El Prudencio algo ha leído: fue profesor en Tarma, pero yo sé que la vio fea ahí mismo. Necesito un desinfectante urgente. Esto hay que tratarlo así y asá. Pero ya ve, muerto está mi compadre desde hace dos horas. Muerto, quizá desde que me dijo eso. Esto hay que tratarlo así y asá. Bien muerto. Le moví el brazo por ver si se levantaba, pero no se levantó. Y de eso hace tres horas por lo menos. Me imagino que estará bien muerto porque yo en su lugar también lo estaría. Me hubiera metido como él en su cuerpo y no le estuviera hablando, hablando, será por eso que no me he muerto: porque sigo hablando con usted. Y usted tampoco se habrá muerto porque hay muchas razones todavía para quedarse vivo en mitad de esta selva. Eso pienso. Ahora mi cabeza está dura; sólo sirvo para meterme al monte, conducir mi mototaxi, tener hijos. Pero Prudencio me animó y me puse a pensar, eché a andar esa cabeza dura que Dios me ha dado: vamos, cholo, me dijo, vamos a meternos al monte. Su mujer, la Olinda, vende artesanías. Vende mariposas también, metidas en cajitas de vidrio. Y él sabe, él las atrapaba, él mismo las ensarta con sus alfileritos. Él las vende. ¿Se lo dije? Pero cómo iba a saber. Ya ve, señor. Sería la mala suerte que le andaba siguiendo y que se le metió en el cuerpo el día que encontramos al indio viejo con la boca abierta, allá en Río Negro. Será así, pues. Eso creo. Si no, dígame ¿por qué nos hizo venir a buscar nuestra propia muerte, metidos en el monte, como estamos? ¿Por qué? Yo se lo dije, se lo dije a mi compadre, carajo. ¿Se lo dije? Que las mariposas son almitas en pena, señor. Eso mismo le dije. Almitas en pena son, Prudencio. Y nosotros, dentro de poco, también almitas en pena seremos, eso es todo.

 


* * *

Escritor peruano de ascendencia japonesa, Carlos Yushimito del Valle nació en Lima en 1977. Sus cuentos circularon por primera vez en revistas universitarias, y posteriormente, en una edición limitada de Sarita Cartonera, titulada El mago (2004). Dos años después, su segundo libro de cuentos, Las islas, recibió una cálida acogida. Sus historias, localizadas en favelas y sertones, se inspiran en Brasil, aunque nunca lo ha visitado. Huyendo de su país natal, como lo hiciera antes su abuelo paterno, se mudó en 2008 a Estados Unidos para estudiar en la Universidad de Villanova, Pennsylvania. Actualmente reside en Providence, donde cursa un doctorado gracias a una beca de la Universidad de Brown. Allí mismo, entre bibliotecas y seminarios, termina de escribir su primera novela, de la que «Criaturas aladas» es un fragmento. Otros libros, Equis (2009) y Madureira sabe (2007) han recogido más relatos, algunos de ellos traducidos al francés y al portugués.


 

 

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