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Extractos
Fragmentos extraídos de la novela El otro tiempo de Daniela Acosta
(La Calabaza del Diablo, 2016)
Publicado en Jampster
https://jampster.cl/ 2 de mayo de 2017
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Asunto: llegar
Fecha: jueves, marzo 15, a las 15:47 horas
Mi queridísima Ana:
Hace poco más de una semana llegué a Buenos Aires.
En este tiempo ya ha habido tres tormentas. Es súper raro. Ando en hawaianas y short y al frente mío hay una pared de agua. Los truenos y relámpagos parecen mentira. Lo mismo el cielo y las nubes, que son la Belleza.
En el barrio donde vivo ahora hay de todo, como suele suceder acá según me han dicho: panadería, súper, verduras, maxikiosco, lavaseco, rotisería china, pastas frescas, librerías, tiendas de todo. Vivo en una calle que se llama Río de Janeiro y me pongo contenta solo de decir el nombre. Soy muy burra, tú sabes. Los chinos manejan los súper, que son como minimarket. No se usa el supermercado como en Santiago ni mucho menos el híper. Los bolivianos venden las verduras y a veces se asocian con los chinos (que son mafia, dura) y están justo a la entrada del súper. Los peruanos tienen maxikioscos y hay un montón de africanos que venden bisutería en las calles. No sé de dónde son con certeza, pero son bellos, muy bellos. Hay también un montón de judíos ortodoxos que caminan con sus ropas misteriosas y con sus mujeres atrás, a un metro de distancia.
Quisiera tanto verte.
Trato de dibujar, pero me ha costado soltarme. Es como que necesito estar sola y eso, por ahora, con todo lo que tengo por conocer y buscar y estudiar, no pasa tanto como me gustaría.
Hoy iba paseando por el parque Rivadavia y de lejos una chica me saludó con la mano. Me sentí extrañísima. ¿Cómo me iba a encontrar con alguien en un parque cualquiera aquí? Por un momento creí que tal vez sí conocía a la chica, que quizás ella también era chilena y me sorprendí. Devolví el gesto y me volteé para cerciorarme que fuera para mí. Y no. Por suerte no hice demasiados aspavientos y mi hola manual bien pudo pasar como un tic o un movimiento de alguien que mueve las manos a cualquier cosa, capaz hasta espantando un mosquito.
Por supuesto, sentí un poco de vergüenza.
Me alejé de la línea imaginaria que unía a esas dos desconocidas para mí de la forma más casual que pude. Encontré un lugar despejado y me tiré en el pasto a mirar las copas de los árboles, el paso de las nubes a media tarde. Justo encima de mi cabeza había un ginkgo biloba. Me quedé mirando el movimiento suave de sus amarillísimas hojas en abanico. Me puse a pensar. ¿Sabes? Es lindo que nadie me conozca. Me gusta la sensación de ir por ahí siendo una extranjera y que si alguien me saluda sea por equivocación. Aunque me dé vergüenza. Por supuesto que no conozco a todos los de nuestra ciudad, pero también es innegable que si sales de tu casa en Santiago te puedes encontrar con alguien que conoces: del colegio, del instituto, de la universidad, del trabajo, del barrio, algún vecino, algún amigo o amigo de amigos, en fin, siempre cabe la posibilidad. Y acá no. No conozco a nadie y nadie me conoce. Soy un mundo anónimo para todos y ellos en conjunto para mí. Y en cierta forma podría decir que es liberador. Todavía no sé muy bien por qué. Tal vez es el comienzo, el empezar de nuevo, el reconocerme en mí y no en la mirada de los otros, el enfrentarme al mundo absolutamente sola. Sin ti, sin amigos, sin familia, sin hermano ni abuela, sin historias ni amores. Sin lenguaje. Andar por la calle sabiéndome de otro lugar, con una identidad oculta, tal vez distinta, tal vez no tanto, mirar las cosas, las personas, los árboles.
Nada de esto es mío y me gusta que sea así.
Una especie de vértigo y aturdimiento me llena.
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Asunto: el cliché de la página en blanco
Fecha: miércoles, abril 15, a las 16:47 horas
Ay, mi belleza, no he estado muy bien de ánimo. ¡A veces me pongo tan tonta! Me agarra una cosa como de pensar puras idioteces tristes o pesimistas, me paralizo por ese sentimiento –fútil, por lo demás– y nada, me quedo como idiota.
Y así estaba, con el cursor parpadeando sobre la pantalla. Acerqué las manos una vez al teclado. Los dedos los pasé por encima, sintiéndome una pianista frustrada. Las volví a sacar. Ya era la cuarta vez que hacía lo mismo.
Escribí: un personaje representa una idea. En ese caso, yo sería, tal vez, la idea del dolor de panza. Un constante dolor de panza me atormenta. No es algo físico. Es una sensación, un sentimiento si se quiere. A veces se va para el lado de la angustia por el mundo, por las cosas que pasan, por lo que me pasa o incluso lo que no. En otras ocasiones tiene que ver con irme, moverme de donde estoy. Y no es que esté toda angustiada vacía. No, la mayoría del tiempo no. A veces también estoy tranquila, me obligo de alguna forma a estar donde estoy y no pensando en otras cosas, en las cosas que debiera estar haciendo o leyendo o estudiando o trabajan- do o investigando. Supongo que es normal que pase así.
Entonces soy el dolor de panza. Ese dolor que hace que se te apriete el estómago y tú sin poder probar bocado. Nada te apetece. Tu cuerpo no quiere nada, salvo la muerte, quizás. Entonces mi personaje desea la muerte. ¿Deseo la muerte? Deseo la muerte tanto como deseo estar acá y tomar esta copa de vino. Deseo la muerte como algo significativo, algo que desencadenaría ciertos sentimientos en personas, como una provocación, como un niño desea todos los domingos a la mañana que su familia muera en un accidente de tránsito para que la niña que le gusta venga a abrazarlo y cuidarlo, a darle el pésame, a hablar con él. No. No deseo la muerte. El dolor de panza entonces, ¿qué es? ¿Una neurosis nada más?
Mi personaje es neurótico. No saberse o saberse poco. El peligro de no conocerse. Ese camino. La inadecuación y también el desenfreno. El dolor de panza no como un impedimento, sino como una forma de vida.
He estado pensando mucho en ti como un personaje de algo que escriba un día. Discúlpame la sublimación.
Te mando un beso grande.
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Asunto: cabaio
Fecha: martes, junio 18, a las 12:33 horas
Trato de caminar lo más posible, te lo he contado. O más bien: trato de tomar la menor cantidad de transporte público, aprovechar que dispongo de tiempo para conocer nuevos caminos. Para eso, opto por agarrar calles chicas que nunca he recorrido. Una vez leí que le hace bien al cerebro eso de enfrentarse a pequeñas cosas nuevas. Dejar de seguir siempre el mismo patrón al caminar, cambiar de vereda. No sé si estimule mi cabeza o si lo estoy haciendo de la forma adecuada. También me da un cierto miedo perderme, por lo que voy haciéndolo de a poco, tratando de familiarizarme con las piedras, los árboles, las diferentes fachadas, como si todas esas cosas pasaran a formar parte de mi vida, como si yo de algún modo también pasara a ser parte de la suya.
De todas formas, a veces, casi siempre en las madrugadas, tomo algún colectivo o un taxi.
Hace un par de noches, volviendo de una reunión con las chicas del curso de cocina, el taxista, luego de que le preguntara de dónde era (su tono no parecía de Capital), me respondió: vengo de donde se le dice cabaio a lo que acá llaman cabasho.
El hombre era amable. Llegamos pronto.
Cuando subí al departamento y me senté en el living, solo con la lámpara para leer encendida, me quedé pensando en si hay caballos por ahí que corran libres, que no pertenezcan a ninguna persona. Hace muchos años había tenido el mismo pensamiento y llegué a la conclusión de que no, no había, ya no había más caballos que no estuvieran domesticados. Cuando lo pensé me puse triste.
Pero ahora, tal vez por la amabilidad del hombre, por la peculiar forma en que se presentó y pronunció las palabras, cuando eligió precisamente a un caballo para diferenciarse de los demás habitantes de esta ciudad pensé en que él era un cabaio libre.
Imagínate. Un caballo que escapó. Un caballo que corre por las noches, sintiendo el viento en sus crines, que ondulan y brillan bajo la luz de la luna en los montes.
Un caballo que no se deja domesticar.
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Asunto: ¿?
Fecha: jueves, junio 27, a las 02:43 horas
Te he escrito mucho y he recibido poco. Sé que entre nosotras el tiempo no pasa, pero por favor, si me quieres, escríbeme. Somos amigas, eres mi patria. ¿Por qué no me escribes contándome tus cosas?
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Asunto: alguien se masturba pensando en ti
Fecha: miércoles, noviembre 24, a las 02:02 horas
He seguido viendo a los chicos del call center, es más difícil coordinarnos, pero seguimos como antes con lo de juntamos a comer y conversar. Soy feliz. O bueno, estoy tranquila (¿será lo mismo? A veces se me parecen mucho, si es que no se igualan). Sigo buscando otra pega, pero no ha pasado nada todavía. Recién van unas semanas desde el día glorioso de la renuncia, así que todavía no estoy desesperada. Me he forzado a dibujar más y aunque me falta disciplina, creo que lograré crearme una rutina o algo parecido, hacerme caso cuando tengo una idea y no dejar que el miedo me paralice ante el cliché de la página en blanco, que verdaderamente a veces me da terror. Ahora no tengo ninguna excusa, así que nada, enfrentarme al tema.
Eso me ha puesto contenta. No el hecho de pensarlo, sino de hacerlo. Es raro, como que se me olvida el placer y la satisfacción que me provoca dibujar, estar en ese lugar que solo a mí me pertenece, estar también ahí para los demás, entregarme.
Sobre tu asunto: no sé a ciencia cierta si la persona en la que se piensa mientras te masturbas siente algo cuando acabas. Supongo que así debería ser. Es mucha la energía, la concentración, la explosión. La otra persona debería sentir algo, que algo le pasara. Debiera haber un dicho como ese que dice que se te ponen rojas las orejas si alguien habla de ti… Cuando me masturbo me viene una cosa: que estoy completamente segura de la conexión con la persona en la que pienso, que algo de toda esa energía y calentura debe transmitirse, ¿no? Cuando me explota la cabeza, cuando mi cuerpo completo explota y soy pura energía tiene que poder llegarle algo de todo eso.
Por otro lado, si yo no siento nada, ¿es que acaso nadie se masturba pensando en mí? No creo que sea así. Me parece muy poco probable. Me masturbo pensando en tantas personas diferentes, ¿cómo ninguna se va a masturbar de vuelta conmigo? Quizás pasa que alguien se masturba pensando en mí y yo me acuerdo de esa persona en ese momento. O algo así que tal vez no estoy leyendo. Debe haber un signo.
¿Y si estoy masturbándome pensando en alguien y esa persona reacciona y a su vez se masturba en ese instante pensando en mí? Si fuera así, puedo decir tranquila que son varias las personas que lo hacen.
Me gustaría saber qué se imaginan, qué hago cuando me piensan, que pudieran contarme, poder saber. ¿A ti no te intriga? Tal vez una forma de saber es ese momento bello de la confesión cuando le dices a alguien que te fijaste en el roce de los dedos, cuando recordaste el hombro, su textura, un diente torcido que brillaba más, y que eso te hizo masturbarte en varias ocasiones. ¿Se usa eso de la confesión o me estoy pasando?
Te mando un beso muy grande, por favor sigue preguntándome cosas.
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Asunto: adentro
Fecha: domingo, abril 20, a las 21:21 horas
Sé que no me lees y me parece sensato.
Y voy a contarte cosas solo porque sé que no las vas a leer. Esta confianza es con nadie. Tal vez fue contigo en algún momento, pero ya no creo que sea así.
Como sea. Ayer vi a El de ademanes suaves. Hoy, 24 horas después, todavía puedo sentir en mi aliento su boca en la mía.
Me había olvidado del olor de su boca y ahora lo tengo en la mía.
Fui al departamento donde se está quedando. Quería verlo antes que se fuera del continente. Excusas que una usa para no cuidarse tal vez. O para agarrar coraje. También era algo así como un estado de excepción, un carnaval en mi cabeza que permitía y sobre todo justificaba que hiciera lo que estaba a punto de hacer.
Me fui caminando rápido. Había salido el sol y yo estaba un poco abrigada además. Llegué sudando. En el camino pensaba solo en besarlo. Pero llegué y quería agua. Me dio un jugo rojo, no recuerdo de qué fruta. Terminé el jugo, que era demasiado dulce. Sudaba. Pensé en todas las cosas que había pensado los días anteriores mientras me masturbaba pensando en él. Dejé el vaso. Nos besamos en el comedor, caminando hacia su pieza.
Nos sacamos la ropa, rápido. Me comió la concha. Hacía tanto tiempo, años, que no estábamos juntos que no me acordaba demasiado. Pero lo mismo fue diferente a lo de antes. Seguro había aprendido en todo ese tiempo, aunque no sabía aún lo de los dedos adentro mientras lo hacía. Tuve que guiarlo.
Nos separamos luego de bajarnos del taxi. Nos volvimos a besar un rato. Volví a casa caminando. Estaba fresco, pero la caminata me hizo sudar de nuevo. Cuando hacía el camino pensé feliz que lo había sacado de mi sistema, como me dijiste una vez que se podía hacer. El Hombre Tímido, en ese preciso momento, no me importó. Solo era mi cuerpo y las endorfinas y el recuerdo de todo. Y los besos.
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Asunto: certeza de una hija
Fecha: martes, octubre 23, a las 12:56 horas
Iba caminando por una calle, iba en dirección a tomar el colectivo. Era una calle por la que ya he pasado varias veces. La temperatura había bajado y se sentía bien luego de tantos días de calor desesperante. No sé bien qué pasaba por mi cabeza. Qué conexión hizo mi cerebro o qué se había removido en mi cuerpo. Simplemente en un momento tuve la certeza de una hija. No una guagua. Una hija de diez u once años. Una hija a la que le crecieran los pechos de a poco. Recordé cuando me sucedió a mí, lo extraño que me parecía, las ganas que tenía de que todo fuera más rápido y más grande en mi cuerpo, para no envidiar a mis compañeras del colegio, para no esperar mi sostén de entrenamiento en vano. A medida que pensaba más y más en mi adolescencia, creí que tal vez para eso quería a una hija, a mi hija: para darle lo que no tuvo.
Me puse triste por pensar que tal vez esa era la razón para tener a los hijos. Como si hubiera alguna, como si racionalmente se pudiera explicar ese deseo. Si había explicación solo era a través del egoísmo, de la necesidad emocional, del yo quiero. No me venía en gana, pero ahí estaba mi certeza, diciéndome estás más vieja, tal vez sí funciona tu reloj biológico, tal vez sería bueno tener a esa compañera más chica que tú.
Me fui fantaseando en lo que podríamos hacer, mi hija preadolescente y yo, juntas por la calle. En lo emocionante que sería conversar con alguien tan menor y tan ligada a mí. De nuevo el ego, de nuevo el yo ante todo. Pero de alguna forma no me importó: tuve la certeza de una hija.
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DANIELA ACOSTA (Santiago, 1982) El otro tiempo es su primera novela.