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El otro tiempo, de Daniela Acosta.
La Calabaza del Diablo, 2016. 106 páginas

Por Eduardo Bustamante
Publicado en La Pulenta, 19 de Octubre de 2017


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El otro tiempo es el título de la primera novela de la escritora chilena Daniela Acosta (1982). Tras una primera lectura, o, si se quiere, una lectura un tanto superficial, podría decirse que el libro se presta exactamente para ello: una lectura pasajera, idónea de llevar a cabo entre idas en el metro, y que, por tanto, no exige demasiada atención. Esto debido a más de una razón: el género escogido por la autora y el tratamiento a él dado, esto es, el epistolar, constituido a base de correos electrónicos que envía la protagonista a Ana, una gran amistad que, en el presente de la narración, parece disolverse ineludiblemente. De dichos correos jamás veremos respuestas –aunque, en ocasiones, las intuiremos-, perdiéndose las mismas en determinado momento y convirtiéndose dicha correspondencia en una suerte de diario de reflexiones y confesiones, de “cable a tierra” que permite (en apariencia, al menos) situar y asir la experiencia cotidiana. Sumado a la fragmentariedad que supone el email, la lectura se vuelve aún más ágil gracias al estilo de Acosta: fluido, de frases breves y un tono coloquial que no suena impostado, sino íntimo, cercano y neutro, en cuanto al uso de chilenismos, por dar un ejemplo concreto (puesto que dichas valoraciones de carácter subjetivo, las más de las veces, pueden parecer vagas).

Decía, entonces, que el libro podría facilitar dichas apreciaciones en tanto su estilo y, también, su aparente sencillez argumental; la correspondencia se inicia cuando nuestra protagonista, una chilena de treinta y tantos, decide “recomenzar” su vida en Buenos Aires, lejos de la familia, los amigos, en fin; todo gesto reconocible. Así, somos partícipes de su nuevo día a día, de su manera de crear lazos, de enfrentarse a ritmos laborales y de estudio desconocidos, reconocer los lugares en los que comienza a desenvolverse, y, claro, también de extrañar. Y es en su manera de interiorizar estas experiencias donde debiésemos detenernos, releer si es posible. Pues si bien se siente falta de un “decodificador del mundo” (52) y recela hasta de su propio nombre (que no llegamos a saber), o más bien debido a ello, cada acontecer desencadena reflexiones bellas, a veces crudas, las más de las veces de doble filo, que versan sobre la posibilidad de conocerse y conocer a otros (“¿Se habría formulado el antiguo mandamiento “conócete a ti mismo” si esto fuera inevitable o siquiera fácil de lograr?”, escribe Carla Cordua en  Apuntes al margen), la necesidad y gajes de la independencia, las pulsiones del instinto maternal y las verdaderas razones por las que la gente decide tener hijos, la hegemonía de lo masculino en prácticamente todos los aspectos de la vida, y el cómo enfrentarse a un medio nuevo, donde inclusive las motivaciones de la gente parecen distintas, sin más apoyo que el mantener contacto a la distancia con una amiga que fue la primera gran amiga, que es la patria (32), pero que contesta tarde, mal y nunca (entre varias otras temáticas que se me escapan).

Así, y a riesgo de cliché, es fácil recordar aquel “infierno que son los otros” de Sartre; las relaciones son inevitables en el proceso de constituir (o reconstituir, en este caso) la identidad, mas en el ajetreo que estas implican, la misma termina perdiéndose un poco. Sobre todo para alguien como “ella”, que piensa demasiado las cosas, que no puede desenvolverse sin ignorar la sombra de la mirada ajena en la nuca (aunque lo intenta), que quiere ver y leer a los otros, pero también saber cómo aquellos otros ven, comprender caracteres al punto de ver aflorar el riesgo de que todos pasen a ser personajes, mezclándose así ficción y realidad (al respecto, creo pertinente hacer hincapié en la facilidad narrativa de Acosta para retratar personalidades, como cuando se refiere a una compañera de trabajo, La cineasta: “Tal vez me incomoda su extrema seguridad, como si llevara un pequeño tiburón dentro de su bondad” (44)).

En tal proceso de autoconocimiento, se vuelven importantes también sensaciones y reflexiones que por lo general suelen esconderse en el trato social, relegadas al “pensar leseras”; lo que “siente” la mente y lo que “piensa” el cuerpo, sin ir más lejos. Este último cobra gran protagonismo en la novela, y se vuelve vértice de uno de los puntos más sólidos de la misma; la exploración de la femineidad y las sensaciones corporales a través del erotismo. La importancia de las temperaturas (exteriores e interiores), las texturas, las pulsiones, los gestos (no es para nada casual que los hombres, en la novela, no tengan nombre y sean recordados por sus maneras de desenvolverse; El Hombre Tímido, El de formas suaves, El joven de hablar tranquilo pero nervioso en el fondo, etcétera), conforman una rica gama de elementos desde los que Acosta hilvana cuestiones memorables; ¿cómo es que el cuerpo tiene otras formas de recordar sobre las que, al parecer, no tenemos control?, ¿qué connotaciones espirituales y emocionales puede alcanzar la masturbación en la cumbre de un orgasmo?, ¿hasta qué punto una mirada es la génesis de la complicidad erótica?

De encontrar un punto flaco en la novela, me parece que hacia al final la intensidad in crescendo que recorre la narración, al alcanzar su clímax, nos deja caer demasiado rápido, con un final que si bien es congruente y cierra bien la peregrinación de la protagonista en la capital trasandina, me parece algo abrupto. En todo caso, abrupto y todo, y a riesgo de sonar poco “riguroso”, se me hace un desenlace, literaria y espiritualmente hablando, reconfortante.

Personalmente, me parece que  El otro tiempo se distancia en cierta medida de los tópicos abordados últimamente por autoras de la generación de Acosta (queriendo referirme a esta no más que en el sentido etario), como lo son Paulina Flores, Romina Reyes, Constanza Gutiérrez o Arelis Uribe, por mencionar a algunas (quizás con ésta última podría verse un nexo en cuanto al protagonismo de la femineidad, pero los enfoques narrativos son bastante distintos). Por supuesto, ello no quiere decir mucho, no implica un punto a favor o en contra, pero en cuanto se presenta como una primera novela de grandes atributos, me parece pertinente mencionarlo. También podría realizarse una comparación, en tanto formato, con Oro (2013), la primera novela de Ileana Elordi, que aborda a su vez el género epistolar a través del correo electrónico, pero vale decir que la incidencia de las nuevas formas de comunicación en la literatura ya no es una originalidad ni una extravagancia, sino más bien una consecuencia esperable, que en la narrativa chilena reciente cada vez más autores se atreven a utilizar (Álvaro Bley, Rojas Pachas, o la dupla Viera-Gallo / Pérez, por mencionar unos pocos).

“O quizás es así siempre, porque cómo saberse seguro de todo, cómo enfrentar el mundo a puras certezas, cómo dejar de aprender. Y esa cuestión de que desconocer te inseguriza y blablabla” (73).


 

 

 

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La Calabaza del Diablo, 2016. 106 páginas
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