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La inevitable soledad: sobre Tordo, de Diego Alfaro Palma

Por Jorge Cabrera Labbé



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Tordo (2014, ed. Cuneta), recientemente publicado en Bs. As. por Ediciones del Dock, es un libro que proyecta un lenguaje maduro, plenamente consciente de sus posibilidades expresivas. Dividido en dos secciones definidas según sus propósitos, la obra proyecta al lector una visión personal y crítica de los valores que constituyen e integran la visión de mundo occidental, y del vacío dejado por la ausencia pública de la poesía en semejante derrumbe. Al respecto, será el tordo la figura que encarna tanto la desesperación ante un escenario carente de una significación humana como la búsqueda de un espacio, siempre inhóspito, excepto en ciertos momentos de lucidez y luz, desde el cual emitir un trino fundante, poético.

El tordo, como dice un proemio importantísimo, es un pájaro de agüeros en la cultura mapuche, lo cual, en primer lugar, abre una dimensión mítica en el poema. Ello quiere decir que lo sagrado, en tanto “modalidad existencial” al decir del profesor de origen rumano Mircea Eliade, es el plano propicio para el vuelo del ave. En segundo lugar, el tordo tributa a la tradición de la poesía occidental (el albatros de Baudelaire, los pájaros de Saint John Perse, el propio tordo de Trakl) que ve en el pájaro un símbolo de la virtud y desgracia del poeta. Virtud, pues, desde el “Ion” de Platón se ha descrito al poeta como un “ser alado”, “entusiasmado” (habitado por los dioses), y que, por ello, no es plenamente consciente del logos que canta; desgracia, pues la videncia, o el trabajo de sacerdocio que hace el poeta entre comunidad y dioses, se paga, según el mismo Platón, con el exilio del orden solar estatuido por la polis.

La primera sección del libro es un paseo por una galería trepidante de lugares y personajes con los cuales dialoga el tordo. La voz de este pájaro es la voz de un insomne, de alguien que escribe porque no puede dormir. Ya desde el primer poema, “Ballenero”, aparece el lugar propio del pájaro, un afuera peligroso y nocturno, un espacio sagrado; en este caso, los mares gélidos del sur a la caza de ballenas: “Toda profundidad es sólo geografía inhóspita”. En esos parajes, aparece el hombre rústico enfrentado a la naturaleza, rasgo típico de la literatura norteamericana, desde Mobby Dick y Walden a El viejo y el mar; también de la chilena, como en las páginas de Coloane, Baldomero Lillo, algunos momentos de Miguel Serrano, acaso Manuel Rojas. En palabras del tordo: “La delicadeza se abandona en este escenario, coreografía de sangre, su tira y afloja: la cultura de arrancar robles de raíz gritando al cielo ¡soy un hombre!”

En otro poema, este afuera es una “casa” a la cual “han llegado todos los huérfanos” (nueva imagen del outsider, del vagabundo: máscaras que asume el tordo), quienes declaran: “El amor ya no es lo que habita entre medio, sino el dolor que nos une a otros”. El dolor convocante puede ser interpretado como imposibilidad de adaptación del poeta y su vocación sagrada en el mundo profano y cotidiano. En otro poema (“Tordo”), los pájaros son descritos como una especie que puede ser sorprendida bebiendo en algún bar (otra imagen que repite el tema del “afuera” y que alude a los grandes bebedores que tiene la tradición poética occidental, desde Dylan Thomas a Bukowski y Jorge Teillier), “botando su sueldo miserable”, para volver sobre las imágenes que aluden al tema del vagabundeo al cual están confinados los poetas: estos pájaros “desaparecen en los jardines de la noche / silban algo triste al aire y tornean / como un bus fuera de recorrido”. En otro poema, “Stéphane”, el afuera es el “vértigo de la página en blanco” de Mallarmé, llevado el espacio sagrado, heterogéneo, a la textura misma del poema: “He desaprendido la música de estas marchas, trina la enfermedad y sólo se abre el vacío en esta hoja y en la que sigue”.

Las alusiones a la tradición poética, desde el símbolo del afuera poético, peligroso, inubicable, son recurrentes. “El corazón una granada sin seguro / mientras los mejores de tu generación / caen como caracolas en la arena”. He aquí el horror, signo de la desadaptación del pájaro, incapaz de caminar sin tropezarse entre los hombres. Horror semejante al “aullido” de Ginsberg, (“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientos histéricos desnudos”), cuyo célebre poema está dedicado a la inadaptabilidad de una generación de jóvenes norteamericanos que vieron en la poesía una forma de protesta cultural, mediante una vida frenética en torno al jazz de los 40’s y 50’s y mediante una permanente búsqueda espiritual, también frenética y contracultural, en tradiciones orientales.

En Tordo, la búsqueda tiene por fin hallar un lugar propio, aunque sea al amparo del anonimato: “el viento quiso esconderme entre fiordos para cambiar mi nombre” o al amparo de la soledad, donde se hacen nidos por amor “a la luz que emiten los faros”. Todas imágenes construyen, en definitiva, un espacio “otro” desde el cual el tordo pueda cantar su agüero.

Este afuera poético se puebla de los outsiders por derecho propio: los desheredados, los últimos, los que integran la base piramidal. En un poema satírico, “Relatividad general”, tiempo y espacio son pensados menos como categorías físicas que como ángulos de interpretación de la realidad: un niño oculto en un puente mira su rostro en el río -Heráclito­­ y la dialéctica como constitución esencial de lo real- que va “hacia el dominio de lo que pudo o debió ser”. Hallamos aquí otra imposibilidad, ya no sólo poética, sino social. El poeta, el tordo, es el gran solidario de los condenados. “El resto, es un plato vacío y sin fondo, girando, los bordes sucios, donde la luz se echa a dormir”. Los elementos físicos son pensados en el contexto del hambre, simbolizada por el plato vacío.

En general, estos poemas se construyen en torno a objetos concretos (semáforos, libros, botas, bolsitas de alpiste, ampolletas y un largo etc.), lo cual recuerda el modo de composición que proponía Elliot: “no digas que estás triste, busca un correlato objetivo”. Sírvannos de ilustración un ejemplo. Hablando de un difunto, declara un poema (“Ciénaga”): “Él se difuminó en el vacío que dejan las cosas, el piano descansado de sus hijos, la sábana de su mujer estirada, sus notas resguardadas en un cajón sin cerradura”. El vacío, elemento al cual hacen referencia varios poemas, elemento propiamente metafísico, es proyectado a partir de objetos concretos, estableciendo una continuidad entre realidad y nada o, en este caso, entre vida y muerte. El trino del pájaro, cantado desde afuera, nos salva de una muerte entendida como olvido o como negación de la vida. Nos permite esta perspectiva poética, en definitiva, revisar los valores sobre los cuáles construimos cultura. He ahí una de las fortalezas de este libro.

En cuanto a la segunda sección, nos salen al camino textos que refuerzan el ritmo prosaico insinuado en las postales de la primera sección; los versos se estiran hasta la textura propia del versículo y permiten la entrada de la primera persona que proyecta un talante confesionalista, elegiaco, cercano al tono sentencioso de Lihn, y cuyo referente es la amada, Jeanne de Montreal. A ella se habla, a ella se invoca, y probablemente sea ella la única esperanza, imposible como toda genuina esperanza, de establecer algún lazo significativo frente a la soledad del trino y ante la debacle de la civilización moderna. Ilústrese esta idea con los versos iniciales del primer poema: “Pequeña Jeanne de Montreal / este comienzo nunca fue bueno / ¿Qué hacer? ¿Cómo devolver la marcha de las cosas?” Al respecto, es imposible no tener en cuenta, permeada como está nuestra generación por la poesía del ya mencionado Enrique Lihn, el comienzo de ese poema dedicado también a una muchacha, Franci: “Te quiero, qué comienzo, / peor es tragar saliva…”

Este tipo de escritura, radicalmente distinta a la trabajada en la primera sección, proyecta un pathos de la pérdida, como si el tordo, en esta etapa de la búsqueda, ya no cantara desde espacios inhóspitos, sino desde la atribulada condición de ciudadano del mundo, volando a ras de suelo, recolectando fragmentos, midiendo el vacío como un agrimensor: “Lo que debí o no hacer / o lo que pudimos o debimos está en el vagón de un tren…” o bien: “Trabajar los domingos y perder la luz de los parques”; o bien: “Nos faltó cuerpo para entrar a esas dimensiones”; o bien: “Los nombres que admirábamos estaban muertos”.

Aquel tono, aquel pathos se intensifica hasta llegar a la dureza de lo real: una bala, un cadáver, un profesor que ha perdido el entusiasmo por su labor, el mejor alumno en un empleo triste o bien: “Mi mejor alumna se suicidó / escribía poemas obras de teatro enormes / terminaba antes que todos / nunca entré en su mundo / la excusa de las cuarenta y cuatro horas no es suficiente”. La poesía es un compromiso con la verdad, con el horror que nos circunda agazapado, omnipresente; por ello, tiene el poeta el deber de prestar voz a todo aquello -personas, lugares, cosas- que no poseen un lugar propio. Si la poesía no es la voz de los rezagados, de los postergados, entonces… ¿qué? ¿Un juego estético, un lenguaje de iniciados? Incluso si fuese así, la belleza siempre oculta su lado oscuro: un ethos que la transfigura en compromiso con la verdad. De ahí que resuene con singular fuerza la pregunta, retórica, del tordo: “¿Seremos capaces de realizar un Sacrificio?” La belleza también es un sacrificio; el poeta, no importa el lenguaje, hace un sacrificio por los dormidos, los indiferentes, los que no juegan el juego del mundo.

Mas al final… Montreal era sólo un sueño, las ciudades crecen y se deforman a un ritmo vertiginoso, y la despedida es inevitable. El juego estaba perdido, diríamos, de antemano, y hemos de aprender el oficio imperativo de la soledad y “robar el dinero al dinero que debíamos”, para protegernos del derrumbe final, al menos, con un buen insulto.

Este tordo, muy probablemente, será un ejemplar ineludible a la hora de investigar los innumerables pájaros que pueblan la poesía chilena.



 


 

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