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"La manera que tienen de afanar las hormigas"
Reseña a Memorias del Bardo Ciego, de Bernardo González Koppmann

Por Diego Alfaro Palma


Nunca se equivocaron sobre el sufrimiento
Los Viejos Maestros; qué bien entendieron
su lugar en lo humano; cómo sucede
mientras otros por ahí abren una ventana, comen
o en algún lado caminan sin fijarse.

Wystan Hugh Auden, “Musée de Beaux Arts”

 

Pensar sobre el “detalle” podría abrir unas treinta o cuarenta ventanas hacia recodos insospechados, más allá de la historia o la filosofía. Sin embargo, este aspecto, fundamental en poesía, guarda en sí la capacidad de un autor de hacer esplender ciertos aspectos de la realidad o de difuminarla, deshacerla, de convertirla en una niebla pesada e indistinta. No deja de ser significativo que un poeta como un Giuseppe Ungaretti, luego de volver de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, haya jugado todas sus cartas en deslavar el lenguaje y de sostener cada palabra como un grito invadido de silencio. Sus versos quedan clavados por el espacio entre uno y otro, donde cada objeto o idea parecieran naufragar con una identidad separada al conjunto que componen. Ahí, la experiencia se abre como un fruto al sol, y el dolor, o la alegría, o más bien la vita d’un uomo, se confía en que el lector se compenetre en el peso que contiene el nombrar o enmudecer ante lo particular y cotidiano.

En Memorias del Bardo Ciego de Bernardo González, publicado por Ediciones Inubicalistas, podemos presenciar una vivencia similar de la poesía, donde “el río surcará eternamnete/ por el silencio de los gestos / por largas miradas que no quieren / irse de las cosas, de las formas”. Quien escribe no deja de apuntar la relevancia de lo ordinario y de lo natural, de abrirnos a la humanidad de cada detalle. Los lugares, las cosas, los animales y quienes los rodean forman una situación o más bien una dialéctica en donde lo sutil y lo tosco, lo digno y lo injusto, establecen una calle y luego vida a su alrededor, una ciudad, su memoria y una ética. Es decir, el bardo, en su selección de instantes e imágenes, pretende algo mayor que la creación de un poemario, y eso es, ni más ni menos, que plantear una forma de habitar y de convivir. Esto es lo que hace que esta poesía, tan localizada en el Maule, con sus toponímicos y sus oficios, pueda trascender, cotejar su realidad, y abrirse hacia un aspecto general: el viejo proverbio “habla de tu aldea y serás universal”.

En esos aspectos localistas, uno podría trazar una teoría del surgimiento de la poesía o responder a la pregunta del por qué tantos poetas de esa zona han logrado esa apertura. Quizás, lo primero estaría en una recuperación del sentido profundo de un lugar mediante el rescate de las palabras. El campo chileno, como el campo esloveno (por mencionar otro cualquiera), está repleto de arcaísmos o nombradías extrañas a las de la urbanidad. González se hace cargo de utilizar el “silbo”, el “afanar”, las “galegas”, para restituir el habla popular y un lenguaje coloquial que sea transparente. Así viene la entonación y la forma de unir un vocablo junto a otro; se restituye esa manera de decir, que siempre a los citadinos nos descoloca, a través de frases u oraciones armadas e imbuidas de tradición: “Insisto en las palabras que alguna vez usamos / cuando todo cabía en un simple refrán” […] Las sombras esta noche tantean las costumbres / se sientan en el suelo y empiezan a cantar” (“Carta al silencio”). Nunca dejará de ser curiosa la expresión de la ruralidad, esa forma de sentir y estar en el lenguaje como algo prestado y anónimo, de establecer la comunicación a partir de esos refranes que, claramente, dan para todo y para explicarlo todo. He ahí, creo, una causa sintomática que puede ser rastreada tanto en De Rokha como en Neruda o en Violeta y Nicanor Parra, todos vecinos de González Koppman, el cual, con naturalidad, y no por esto con menos responsabilidad y compromiso, despliega en su obra.

Esta poética concuerda con aquello que mencionó en alguna ocasión Jorge Teillier, refiriéndose a que en Chile, más que el “peso de la noche” es el peso de la tierra el que nos apresa y en donde “el hombre antes de lanzarse al mundo de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a trueque de convertirse en un desarraigado”. El poeta, por lo tanto,

“No se siente solo, sino siempre rodeado de un mundo físico al cual pertenece y que le pertenece, y de antepasados que lo acompañan en su tránsito terrestre, así como se sabe que uno acompañará en venideros tránsitos a sus descendientes. Poesía genealógica, en el buen sentido de la palabra”[1].

Esto, el autor de Crónicas del forastero, lo establece con respecto a la poesía lárica, de la cual González no está lejos, y menos gran parte de la poesía latinoamericana. Por esto, en la relación del bardo con la palabra, el hablante de las Memorias logra compararse con el artesano, con aquel que está en completo contacto con los materiales terrestres y en cuyos objetos perdura el aura y el aliento de una existencia pasajera. Esto es evidente y alegórico en un poema como “Lanchón de mañío”, perteneciente a “La hermosura de ser”, primera parte del libro, en donde hombres “golpe a golpe, a orillas del tiempo” construyen la embarcación “al amparo de un árbol milenario”.

Una vez dentro de los poemas, pareciera que los versos se alargan al entrar en la vida civil, en la ciudad, en el domicilio. El verso se extiende a sus anchas de una manera inusitada, y así también el poema, cuando el juego con la palabra se vuelve personal. Al otro lado, en la montaña, ante la inmensidad, ante el “azul que rodeas/ las cosas”, la voz se encoge como un anciano campesino que, luego de largas tardes sembrando y cosechando, no puede sino sentirse cada vez más tierra. La segunda parte de este libro, bautizada como “Intemperies”, desplaza una voz mitad roca, mitad cielo, guiada por un observador que pareciera amontonarlas para formar un monolito o quizás, algo más simple, una animita, una huella en el sendero. Y es en esa instancia en donde quien nos habla se permite un manifiesto: “los que cogen, al fin / silencio de las cosas / como una cicatriz / acaso sean poetas”; propuesta que se condice con los “Versos del jardinero”:

Estuve ya no sé cuanto
sentado en el paradero
soplando dientes de león…
Y todavía te espero.

Por lo tanto, lo que se estila en la poesía de González Koppman, es otra ética e incluso una remembranza al viejo significado de la palabra comercio, que los griegos utilizaban para señalar el encuentro entre dos personas. Tomar la palabra del jardinero, observar a la tejedora de Rari, hacer hablar a un fiofío, a la laguna o al huerquén, tiene más que ver con la vieja y siempre nueva comunión del hombre con lo que lo sobrepasa por edad y por lenguaje: el ceder a la naturaleza y al ancestro la palabra, como si la cordillera, los árboles o la mano que sostiene el crin fueran palabras fosilizadas de un idioma ya desaparecido y olvidado. La intemperie permite la siga de esos causes, como también, en la ciudad los objetos y los encuentros dejan entrever un tiempo que se va y que ya no es nuestro, el aparecimiento del ubi sunt y una palmada en la espalda que celebra, más allá de la nostalgia, el hecho de estar vivo y dejar pasar.

Habla las cenizas después del día / Hablan los muros / habla el pan…”, se nos dice en uno de los poemas que componen la tercera parte, “La hija de Ukki”, estancia más bien confesional, en donde se relata el viaje de una mujer lapona que “sólo dejó silencio en torno a los carpinteros / y un candil encendido en la casa natal”. Estos 17 intentos aparecen cubiertos entre paréntesis, en una apuesta por nombrar a contraluz, bajando el tono, como dice un título “(Las cosas importantes se dicen en voz baja)”. Es como si el poeta se hubiera tomado a pecho aquel verso que T.S. Eliot le dedicó a su esposa: “But this dedication is for others to read. / These are private words adressed to you in public”. Y es por eso quizás que los paréntesis acunan todo lo que se pueda decir acerca de la confidencialidad: “Me acostumbré a sentir tu respiración / inclinada sobre cachorros dormidos / sobre mapas, sobre fotos, sobre cachureos / sacando las cosas de su lugar para que / cobren vida”.

“La hija de Ukki” y ciertos poemas de “El lento trajinar de los que amamos” son algunas de las partes más interesantes del libro; lejos de caídas, de encabalgamientos que muchas veces no nos suenan y de una selección que debió ser más acuciosa, “Pichanga”, elemento clave de las Memorias, se yergue no sólo como ineludible a cualquier antología del futbol en Chile (o de cualquier parte) sino también de una debida selección de la poesía política o histórica. Lo que se juega en “Pichanga” es el testimonio o, mejor dicho, la narración de la ruina, de lo que quedó luego de la dictadura: el marcador en contra. Aquí, la desaparición de unos tantos se hace evidente al recordar los días de entretención detrás de una pelota, en donde la vida civil se recrea y que, una vez interrumpida, cobra un sentido histórico:

Todos corrimos raudos detrás de la victoria
pero aún nos duele la derrota:
al mejor del barrio sur lo fusilaron…
Ni la pelota nos devolvió la infancia.

Es notable que al comienzo de este poema un verso acuse que “Todos jugamos fútbol en la calle / con amigos que parecían pájaros”, como si se quisiera dar cuenta del sentido cíclico del juego y su punto de unión, es decir, del ser “reflexivo” de la cotidianidad, en palabras de Humberto Giannini. En su obra La “reflexión” cotidiana: Hacia una arqueología de la experiencia el filósofo nos completa esta observación:

“Pues bien, nuestra plaza -o lo que más se le asemeja en el pasado: el ágora, la platea, el foro, la cancha- es ‘reflexiva’ por el hecho de estar en la línea circunferencial de lo cotidiano. Ya sólo por eso. Pero, por el hecho de estar en un punto determinado de esa línea diremos que tiene una función eminentemente ‘reflexiva’”[2].

La definición de lo “reflexivo” de Gianinni se conjuga perfectamente con lo que González deja entrever en sus Memorias, entendido esto como “el lugar de retorno y, en cierta medida, de restauración de un ‘pasajero’ que continuamente vuelve a partir”. La cancha, así como otras zonas de encuentro en la geografía de esta propuesta poética, es parte esencial de un entorno en donde el tiempo de la rutina escapa y en donde la memoria se instaura. Ya sean las grandes jugadas de antaño o la aparición de aquel matrimonio anónimo que siempre anda tomado de la mano (en el poema “Los vecinos”), los elementos de esta poesía residen en lo eternamente humano y su suceder, en la cotidianidad de lo que unos y luego otros vivirán, como también de las interrupciones que quebraron el acontecer y que deben ser puestas en la mesa para no olvidar el dolor y la herida. Nostalgia, dirían algunos, cosa en parte cierta, pero también algo más profundo. Lo cierto es que narraciones conforman nuestro imaginario e identidad, fracasos más que épicas, pero narraciones al fin, palabras prestadas: “Algún día, cansado, necesitaré refranes / que me lleven de regreso al viejo hogar”.






NOTAS

[1] Teillier, Jorge “Los poetas de los lares”, Boletín de la Universidad de Chile, n° 56, mayo de 1965, Pág. 50.
[2] Giannini, Humberto La “reflexión” cotidiana: Hacia una arqueología del pensamiento, Editorial Universitaria, Santiago, 2005. Pág. 68.

 



 

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