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Un Jardín que disloca sus transiciones
Guido Arroyo González
-Texto leído en la presentación de Jardines Imaginarios (Alquimia ediciones, 2010. 56 p)
en el marco del Encuentro A cielo abierto. Realizada el Sábado 27 de Noviembre en Casa-Museo La Sebastiana, Valparaíso-
Hace algunos años, cuando emigré de Valdivia hacia Santiago, una actitud capitalina que llamó mucho mi atención fue la ausencia de transeúntes en los parques, plazas, bancos y jardines. Pareciera que un fantasma en plena transición ocupara toda la zona pública, pues esos espacios eran ocupados sólo donde el hacinamiento muestra su filo asfixiante. Recuerdo que incluso, un año tras la llegada, escribí un poema que refería a la desazón que causaba la ausencia de vitalidad urbana o civismo público, y lo leí en un bar con nombre de isla. Entre los asistentes se encontraba David Bustos, quien recién había publicado Peces de Colores. No invoco este recuerdo con ánimo de auto-referencia, de hecho, ninguno de los allí presentes realizó alguna crítica o comentario, asunto que quizá sea el destino más triste para un texto poético. Lo invoco porque existe cierta relación entra ésa sensación y la del sujeto poético de Jardines Imaginarios, que tras mirar la ventana afirma que “cada banco está seguro/ de su significado” (p 17), desplegando así una alegoría sobre su propia condición de época, en la cual el vacío de las zonas públicas se naturaliza como norma. Pero también alude con cierta ironía al carácter homónimo de la palabra banco, pues todos sabemos cuáles son los bancos que se llenan.
Ése tipo de procedimientos son recurrentes en este libro de poesía que viene a ser el quinto publicado por David Bustos. Se trata de hebras textuales, crípticas y punzantes como ramaje por podar, que proliferan fragmentando a la vez que amplificando el sentido de los versos. Si bien, una lectura anclada a la superficie estética de los textos, podría atisbar que se trata de un libro disímil dentro de la producción de Bustos, existen diversos cruces con sus obras anteriores que confirman una poética que procura abolir toda posibilidad de asentar una tesitura acomodaticia. En vez de profundizar en aquel llano, lo que se intenta es agotar los recursos del lenguaje con el fin de cavar un mismo descampado, bucear en el fondo marítimo o rastrear en las excavaciones profundas alguna explicación para esta “sociedad troquelada por sus jardines” (p18), como la describe David en un verso de este libro. El autor entonces, tiende a aparecer continuamente como un gesto que contempla desde la penumbra del poema su propia concreción, fundiéndose en una serie de procedimientos textuales e intertextuales que machacan profundidades ancladas a la realidad material.
En el poema que inicia este libro titulado “El parque de los Venados”, en directa alusión al sitio donde Buda recibe su iluminación, el autor descubre un sin numero de acciones pretéritas que corresponde a la biografía del propio Buda. Estas acciones anteceden, en tanto agotamiento de una senda, la propia apertura de los ojos, instante de aparición de un sujeto cuya iluminación se funde con el dictamen del poeta que afirma “Apagar sus palabras como si se tratara de una vela”. La propia categoría del lenguaje se sitúa como un suspenso, pues se plantea la certeza de su deterioro, su continua pérdida, allí es donde emerge el gesto de procurar disolver la huella textual yendo allende la arenisca.
En esas zonas de huertos baldíos, radica también la tensión con la realidad material que atisba José Kozer como síntoma de la condición del poeta moderno. Aunque en este libro aparentemente extemporáneo, los escaparates y su presentización están cruzados por el acontecer histórico. Si en su última publicación Ejercicios de Enlace, el poeta aludía a cómo los desaparecidos se tornaban (para este país) metal anclado al fondo marítimo, en Jardines visualiza esa zona como un Megamercado donde “Hembras químicamente puras/ depositan lo mejor de su vida en los corales” (23). En este sentido pareciera que el trauma de un acontecimiento reciente, cruza la conjugación de todo nuestro pretérito, hallándose encriptado en el sujeto poético que se disuelve en su inscripción escribiendo, dando cuenta que un Jardín “no es más que el huerto/ del que el hombre lee su dieta/ desde ahí se lee al mundo” (45).
Por otra parte, la erosión del paisaje graficada en las pesqueras, producida por los actuales mecanismos productivos, parecen imantarse en las breves zonas donde emerge la cotidianidad del sujeto. Hay un co-relato que se atisba, siempre en tensión y a ratos dialéctico, que posiciona imágenes donde la modernidad es puesta en tela de juicio por su intervención a la experiencia: “Las cuentas debajo de la puerta, la aspiradora/ como un oso hormiguero peina la alfombra gastada” (41). Aparece allí la angustia, el más radical de los sentidos que gatilla un arrinconamiento desde el cual el poeta construye un Jardín sin la ingenuidad de un preciosista. En ese sentido, y quizá porque el montaje de Jardines está repleto de nudos internos, la obra se adscribe a un sutil tono menor que en su complitud cobra sentido pues no abundan poemas memorables, sino engranajes de una poética que hacia el final revela la derrota que consiste buscar una sensibilidad alterna pues: “Pensé en un manual de jardinería/ una fantasía abierta a la historia/ lugar para corregir malos pensamientos// un manuscrito para observar inclinado/ desde un puente japonés/ las sílabas de un haikú”.
Desconozco si el haikú sería de Bashoo o Issa, o si la alusión a Zurita y los malos pensamientos tiene incidencia con otro verso del libro que afirma: “La poesía latinoamericana como un jardín de sombras” (27). Lo que sí me parece tener claro es que Jardines Imaginarios logra conjugar la intención de rozar la nervadura del lenguaje, sin caer en el mitema o en lo sublime, sin olvidar como diría Eduardo Milán que los poetas no tienen identidad, salvo cuando su escritura intenta resistir.
Noviembre 2010