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El peregrinaje súbito
(acerca de Jardines imaginarios, de David Bustos)

Por Fernando Gaspar



La voie que j’ai prise est la plus ardue. La plus longue. –La plus hardie.
Elle part de la difficulté –de la difficulté d’être et d’écrire– et aboutit à la difficulté.
[…]
« La douleur et la joie sont des couples terribles, disait Reb Lernia. Dans tout joie, il y a un étang d’amertume ; dans tout douleur, il y a un coin de jardin de joie.
Mais le malheur est plus droit que le dattier et plus mortel que la flèche. »
Et Reb Liar : « Le malheur nous sauve et nous brise, car il est la clé dont nous sommes les héritiers. »

La vía que tomé es la más ardua. La más larga. –La más audaz.
Comienza en la dificultad –la dificultad de ser y de escribir– y termina en la dificultad.
[…]
« El dolor y la felicidad son parejas terribles, decía Reb Lernia. En toda felicidad, existe un estanque de amargura ; en todo dolor, existe un pedazo de jardín de la felicidad.
Pero el sufrimiento es más recto que el tronco de una palma y más mortal que la flecha. »
Y Reb Liar : « El sufrimiento nos salva y nos triza, pues es la llave que hemos heredado ».

Edmond Jabès, Le livre des questions.

 

Hay tres reiteraciones en esta lectura de Jardines imaginarios de Davis Bustos en las cuales quiero detenerme. Esa triada me parece indisoluble y maniquea, reduccionista, pero abriendo paso a una larga fila de ventanas desbocadas. Son tres intentos de limpiar con el antebrazo la capa tenue que siempre comienza a cubrir la poesía rumbo al silencio. Son reverberaciones, ecos que ahora resuenan en las paredes de mi memoria, de mi infeliz condición de hermeneuta. El intérprete siempre está poblado de efigies, de golpes de gong de los maestros que sin pudor quiebran huesos y dejan el oído rumbo a la sordera. Estas tres desviaciones hablan de mi experiencia perdido en los jardines de Bustos, de la ceguera después de algunas imágenes cavalísticas, de mi vuelta a la serenidad y preguntarme por las razones del poeta. Las tres lunas por las que tropieza insistentemente esta lectura son el sujeto, el tránsito y el texto.

Ya no hay tiempo para el silencio. Para el vacío, para el dolor auténtico. La exageración margina lo sublime y lo pedestre. Por eso, la primera esquirla que deja en la lectura este libro, se aloja en los camping instalados alrededor de lo sagrado. Divisando un lago que no pueden tocar los profanos o mostrando las plantas de los pies quemadas por las brazas del desierto. En un inicio, el sujeto poético es sometido a una prueba de iniciación en los oscuros y grasientos senderos de la mística, sometido a imágenes de presunción, de impacto furibundo contenido en las pupilas de animales o bajo los códigos de la costumbre oriental.

Después, parece respirarse debajo de los templos. Pisadas cautelosas como el felino se desplaza por los pastos que crecen en las alturas de las torres de la poesía sacra. Hasta allá se presenta el sujeto acompañado de perfiles sutiles, Vírgenes, herederos budistas. Y con las páginas y los vocablos, el tránsito es sólo una ilusión que parece llevar al inicio del cuerpo y al nacimiento de la conciencia, a la añeja enciclopedia de preguntas que nos habitan. Por eso, aquellos jardines donde los profetas pastorean las conciencias ajenas me recuerdan esa expresión que utilizan los franceses con tanto esmero; ese depositario de la condición humana, el “jardín secreto”, el habitáculo interior en donde caben todas las degradaciones y las alegrías individuales. Eso que nadie sabe más que uno mismo y en ese resguardo parece permitirse lo insólito.

Después, el sujeto se vuelve recorrido. La búsqueda con los ojos inquietos hacia los andrajos que visten las figuras inmortales es también el tino por deletrear con suma pausa el ascensor mental que nadie se atreve a reparar y siempre está a punto de dejarnos en caída libre. En estos jardines crecen esas caídas al vacío, esas preguntas que no tenemos ni siquiera coraje para recordar. Hay música tibia, de cuerpos lanzados al vacío bajo el silencio de la vegetación en arrumacos con el viento. Ser pausa, ser trayectoria, ser la mirada perdida ante el pasar incesante de detalles mientras la máquina acelera en la cabeza del tren existencial.

Por eso lo sacro es el camino y el recorrido es el responso de los libros. El túnel sin salida cuya luz debe iluminar los deseos de esperanza y de fin. Por eso el recuerdo del viejo escritor judío que renegaba de los lectores oficiales y de los maestros de la sinagoga, porque conocía mejor que nadie las incógnitas del pueblo, nadie había escuchado con tanta devoción lo que el libro quería decirle. Porque sabía del gusto insano por desear la alegría cuando se conoce el transitar colmado de asperezas. Por eso Jabès escribe una y otra vez de preguntas y lamentos, de reconocerse en el odio y el destierro; por eso Bustos va de los templos a las poblaciones, del ruido sordo del delirio a la paz de una página iluminada.

Vuelvo entonces a recordar la búsqueda incesante por rodearse de silencios, de barroquismos meditativos. Entonces los cuerpos celestes se repliegan, se aglutinan, intentan dar con búsquedas prometidas en un mero ejercicio de exploración de campo. No hay expresiones definitivas, pero sí un catastrófico peregrinaje de las grandes naves de la religiosidad o el misticismo a la parcialidad inaudita del individuo, del ojo disperso recortando en tajadas paulatinas. Somos uno en cada infinita religión, parece aconsejar Bustos; seguimos siendo uno, poco más que nada.

Al reparar en ciertas reiteraciones: como la figura de Monet, los cinco disparos marinos, la sobrepoblación de flores de estos jardines, resulta notorio el esfuerzo del jornalero por no esparcir su campo con exageradas semillas de resultados impredecibles. Este riego de provocaciones apuntan en otra dirección, al nacimiento de un invernadero de pasadizos incontinentes, como las bibliotecas del ciego de letras solemnes. Espacios circunscritos que se envuelven en pliegues sin límites. Metáforas reuniéndose en grupos, no partiendo en desbandada buscando el vacío como si la nada fuese un sinónimo de la soltura. Apretadas, dándose calor con las manos, numerándose unas a otras incesantemente, sin ánimo de dispersarse en medio de la travesía.

No hay pirotecnia en la poesía de estos Jardines imaginarios, no hay sonidos de metralletas en versos que buscan dar a todas y cada una de las necesidades existenciales del poeta que no se siente cómodo con su tiempo. Hay respiración, cálculo en los golpes. Bustos no es un poeta que sobreviva luchando con sombras ni ensayando juegos de piernas ante hipotéticos detractores. Se recluye en los caminos que monjes silenciosos transitan hacia las cumbres de los monasterios. Dibuja, a su manera, el lento transitar del viento entre los pasadizos de la angustia. Ahí donde parece desahogarse detrás de un poema en clave oceánica también reconoce el vértigo del metal, de los aforismos con galones de pureza.

La poesía de Bustos no va con el cierre abierto a ver qué árbol se acomoda a sus jadeos, algo que fascina a los pendejos sin lecturas ni memoria. Se trata más bien del minucioso trayecto de los avatares que habitan el santoral hinduista, transformaciones y reinvenciones sostenidas. Nadie puede hablar con mayor propiedad de los peregrinajes que los ancianos nómades. Acá hay un poeta que no salta de caminos o de presas por darse un gustito en el currículo poético, hay una apuesta que palpita en clave sanguínea, un sentido del riesgo que no se condice con su época, un temerario parpadeo cuando se tiene la pistola en la frente de la reiteración y la fórmula que resultó aplaudida. Celebro el riesgo, celebro el salto hacia el otro; recuerdo imágenes violentas como un hilo curado que liberan poemas y los mandan hacia las quebradas, los cielos pétreos, la memoria que lo olvida todo.


 

 

 

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