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Una 
Lectura de "Peces de colores" de David Bustos.
Por 
Alexis Figueroa
  
I
Reflexiones 
sobre un epígrafe.
La primera impresión que me viene 
a la mente, tras leer estos poemas, es la de fragilidad. La segunda es que esta 
fragilidad tiene algo que ver con el marco espiritual en que el autor ubica su 
 escritura. Una fragilidad 
con algo búdico, que desde sus trabajos anteriores, se revela en el epígrafe 
de "Peces": para el que escribe, todo es real, mas la realidad misma, 
como fondo, es velada, cambiante, múltiple, un asunto visto, presentado, 
sólo a manos de la percepción. Y la percepción, por el mismo 
hecho de su subjetividad, admite acaso tan sólo la probabilidad de su certeza 
en forma de un discurso de claves colectivas, en el que el juicio, el enunciado, 
el predicado del sujeto sobre su misma percepción, abre un juego sin centro, 
como no sea su presencia en discurso, letra, fantasmagoría. Todo es real, 
dice el escritor, pero al "decir", tan sólo enunciamos apariencia 
y ésta, es fundamentalmente dudosa, un "parecer". Una lucha estética 
es esta lucha, en el viejo sentido griego de lo que denominamos "sensación". 
Recuerdo una metáfora de piedra: el templo-laberinto de Borabadur. En él, 
los últimos niveles pétreos -aquellos más cerca del cielo 
terrestre, la última stupa (esas especies de campanas de piedra que encierran 
al buda, el cual pude ser visible y tocable por los fieles a través de 
caladas celosías) está cerrada. Adentro, vive un buda de piedra, 
pero a medio terminar. Es la imagen - pienso- precisa al epígrafe del libro: 
"Quizás nada sea cierto. Pero todo es real": la alegoría 
muestra al buda viajando siempre más allá, incompleto pues tras 
el develado radical de su último nirvana -y con esto designamos la fijación 
como certeza de un "talvez" de lo real-, no cede y se encarama más 
allá. En la danza cósmica de espejos en que lo real se esconde más 
allá de lo real.
escritura. Una fragilidad 
con algo búdico, que desde sus trabajos anteriores, se revela en el epígrafe 
de "Peces": para el que escribe, todo es real, mas la realidad misma, 
como fondo, es velada, cambiante, múltiple, un asunto visto, presentado, 
sólo a manos de la percepción. Y la percepción, por el mismo 
hecho de su subjetividad, admite acaso tan sólo la probabilidad de su certeza 
en forma de un discurso de claves colectivas, en el que el juicio, el enunciado, 
el predicado del sujeto sobre su misma percepción, abre un juego sin centro, 
como no sea su presencia en discurso, letra, fantasmagoría. Todo es real, 
dice el escritor, pero al "decir", tan sólo enunciamos apariencia 
y ésta, es fundamentalmente dudosa, un "parecer". Una lucha estética 
es esta lucha, en el viejo sentido griego de lo que denominamos "sensación". 
Recuerdo una metáfora de piedra: el templo-laberinto de Borabadur. En él, 
los últimos niveles pétreos -aquellos más cerca del cielo 
terrestre, la última stupa (esas especies de campanas de piedra que encierran 
al buda, el cual pude ser visible y tocable por los fieles a través de 
caladas celosías) está cerrada. Adentro, vive un buda de piedra, 
pero a medio terminar. Es la imagen - pienso- precisa al epígrafe del libro: 
"Quizás nada sea cierto. Pero todo es real": la alegoría 
muestra al buda viajando siempre más allá, incompleto pues tras 
el develado radical de su último nirvana -y con esto designamos la fijación 
como certeza de un "talvez" de lo real-, no cede y se encarama más 
allá. En la danza cósmica de espejos en que lo real se esconde más 
allá de lo real. 
II
Sobre 
el texto.
Construido en base a una percepción impresionista, 
-esto es, siempre, en todas sus líneas se construye en base a un sujeto 
que duda de su lírica, aceptándole a la misma no las revelaciones 
de un yo poderoso, seguro, que se sabe y habla desde la integridad, sino más 
bien desde los pocos fragmentos de impresiones que este yo atónito puede, 
en su vocación de hacer literatura, asir, captar. Así, se nos entregan 
fragmentos líricos cuya esencia es luz. La luz producida por el iluminar 
de un espejo interno, que gira y gira -como una esfera de salón de baile, 
revelándonos fragmentos -la apariencia- de lo que toca el reflejo de la 
luz. Si tuviese que fijarme en otros textos para confrontarlos al autor, diría 
que es en algunos textos de Jesús Sepúlveda - los más dudosos 
y angustiados, los menos beat y los menos "militantes" en la esperanza 
de un contenido moral- donde encuentro resonancias. Recuerdo como ejemplo el poema 
de Jesús sobre los elefantes blancos que tienen el secreto de la realidad. 
Sin embargo, en los textos de David hay más impureza, duda de "estilo". 
Se contempla un escritor que carga el peso pedestre de su des-asida realidad. 
Es tan fuerte la seducción de la palabra, ordenada, clara, herencia y tradición, 
que el autor vuelve una y otra vez sobre si mismo para advertirse -y acaso se 
manifieste también esta advertencia en lo prosaico de algunas líneas 
que invaden sus poemas- que "entre la forma y la forma vive un murciélago 
batiendo sus alas en la opacidad". Y qué hay en esto? La advertencia 
que hace sí mismo alguien que puesto el epígrafe antes dicho, sobre 
el libro. La necesidad de un escritor, también, que fiel a sí mismo 
construye una imagen con la palabra opacidad. Construir imágenes, metáforas, 
con adjetivos-sustantivos abstractos implica un riesgo excepcional: hacer muy 
buena poesía o quedar preso de una historia literaria en la que desde la 
grandilocuencia decimonónica hasta el surrealismo trasnochado, este recurso 
se revela como insuficiencia de la voz. Como un grito final, que invoca los fantasmas 
para dejarse ver. Más, creo que al contrario, el sentido de este libro 
es no invocar sino ser fantasma, para dejarse ver. Pálidas texturas 
del sujeto, entrevistas a "pantallazos de lucidez"- son iluminadas fugazmente 
por la fuerte luz de los espejos del yo y su devenir. Constantemente la "luz", 
el "ver", la "ondulación", la "mirada", la 
"sombra", el "centelleo", amén de los sujetos "agua", 
"vidrio""- aparecen en el léxico que escribe. Como bien 
corresponde a alguien que nunca ha salido del horroroso yo. De esa primera persona 
del singular que se arde, con la conjugación del otro.
III
Sobre 
una metáfora de una conducta cerebral.
Pez. Color. Pecera. 
Deformación de lo contenido en la pecera. Tal como en la antigua adivinanza 
latina -en versión libre-: ¿Qué es lo que se mueve y habita 
en su casa que también se mueve?. ¿Qué es el color para que 
de él tengamos noticia? El color, el color, es por esencia movimiento adosándose 
al cerebro como una escritura de la percepción. Y un pez de color, doble 
movimiento, exige el ojo para ver. Poesía la de Bustos, agenciada al ojo, 
no como factor del intelecto es decir "ojo para la interpretación"*, 
sino como el rastro que la luz deja como estela o sensación. Creo entonces, 
que si yo hubiese de denotar, señalar una poética, es decir, una 
metáfora de una conducta cerebral que designe al autor entre sus textos 
-y que señale la voluntad de creación de su discurso- diría: 
en el poema "Cajas negras" está toda su verdad. Esquiva, negra: 
en base a la duda de la luz, aunque la use para confeccionar la realidad.
 
*Carlos 
Decap en el epígrafe de su libro "Asunto de ojo" dice "Asunto 
de ojo: todo consiste en mirar y ser mirado". Es éste un relativismo 
de lo real que si bien roza los motivos de estas reflexiones, se constituye desde 
la intelectualidad, más que desde la "sensación" espiritual.