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DAVID BUSTOS LEE EL MUNDO DESDE UN JARDÍN
Prólogo a Jardines imaginarios,
(Alquimia Ediciones, 2010)

Por José Kozer



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David Bustos está en el parque de los venados, es y no es Buda, nos recuenta (poéticamente) la experiencia (humana) del Buda antes de llegar a serlo: y con lenguaje transparente, que transparenta la experiencia de la conversión, el paso de la ignorancia a la iluminación, participa: la poesía de David Bustos participa, y hace de la experiencia real (mental) de una situación del mundo, algo interior, una intimidad que se desplaza siempre hacia los demás: Sakyamuni es Buda, es para todos; un poema de David Bustos es un poema propio, para todos.

“Apago mis palabras” (así comienza un verso hacia el final del poema titulado El parque de los venados) con lo cual el libro retorna a la blancura de la página que aún no ha sido inscrita, cual Buda aún no se ha iluminado (aunque todo eso ocurrirá): Buda alcanzará su condición verdadera, y el libro, inmaculado y virgen recuperará, en transparencia, su verdadera condición de escritura, hecha de lucidez, titubeo, desconocimiento, con manchas y desgarrones, chapones entrecruzándose desde la tachadura, con zonas límpidas de escritura serenada: y con estructuras normativas, por un lado, y arriesgadas, renovadoras, por otro lado, todo para fundamentar el flujo de la vida que la poesía tiene la función de acoger y recoger, transformándola en belleza, en cifra abierta en continuo movimiento, oficio y alteración del oficio para la renovación interminable del texto en su fluir hacia el Libro.

Estamos ante el libro abierto, la página en blanco, la mano en vilo del poeta que va a comenzar a correr el riesgo de la inscripción: temblamos, en cuanto lectores, y por seguro la mano del tintorero que es la mano del poeta también ha temblado antes de acercar la punta del buril a la página en blanco, y ponerse a rasgar (arriesgar): libro abierto en todo su esplendor virgen que relumbra (asusta) antes de ser inscrito, y que remite al cuerpo abierto del propio poeta que acaba de entrar al parque de los venados, a mirar (“Abro los ojos”): que es comprender: que es apaciguar la mente para la mejor absorción de la verdad del mundo, ese mundo representado por un parque compuesto de floresta, grácil forma animal, flora, camino (arduo) a la serenidad. Libro abierto, cuerpo abierto, el poeta comienza, poema a poema, a descifrar, invitándonos, en cuanto lectores, a transitar de su mano, con la yema de sus dedos (lo digital a lo universal) del exterior (parque de los venados) al interior (los poemas) (las sílabas inscritas) de ese nuevo libro de David Bustos que se titula El lenguaje de las flores.

El jardín (imaginario) de Bustos centra su necesidad de transparentar en un personaje solo que se rapa la cabeza, se desnuda, barre, desciende al fondo de los mares, a contemplar arrecifes, peces, flora submarina, eco vivo de la flora y la piedra del jardín Zen que recurre, sutil, someramente, en el derrotero poético de este libro. Establecido el paralelo, la formas pierde su rigidez, se abre y difumina, suavizando la terrible experiencia de la existencia: en vez de carne sólida participamos de un cuerpo parecido a “La sombra del castaño (que) transcribe/complejas escalas” (El jardín de al lado), escalas musicales y pictóricas, peces que mutan, palabras que obligan, desde una devoción, a juntar pies y manos, detener el flujo desordenado del pensamiento para alcanzar el estado de concentración que hace florecer los jardines (aquí y allá pespunteados por flores chilenas, y por una flora universal, incluso tradicional) para que religiosidad y creación poética se imbriquen, conformen una mudra o gesto, namasté.

El lenguaje de las flores de David Bustos es un gran libro en el que “Los pies son una voluta de raíces azules,” (el libro en cuanto cuerpo) y el propio libro (en cuanto corpus) es “libro de aguas (que) abre sus islotes,” (El templo ha abierto sus puertas): es decir, estamos ante un libro que respira disolución, aspira a la disolución, quiere ser inscripción abierta a su propia disolución, claro está, después del registro, la huella, el trazo (la escritura): aspira a replegarse dentro del cuerpo o corpus de escritura, a fin de evitar el caos de la maleza, la intranquilidad del crecimiento desaforado, la falta de equilibrio y serenidad ante la compleja realidad, no necesariamente vitalidad, del mundo en que está incrustado el poeta moderno. Libro que por encima de todo procura hallar su camino de perfección.

¿Por qué no aspirar, en tiempos modernos, a la clásica perfección a que aspiraron, y que enseñaron, nuestros clásicos? Bustos reconoce, y es magnífico que lo reconozca, que “El deseo de perfección es un espacio limitado”, un espacio donde pueden proliferar el sapo y la culebra reales, así como el grifo quimérico compuesto del sapo injertado a la culebra, todo ello, hecho palpable y constatable al mismo tiempo que ensoñación proteica de mudanzas y transformaciones, reunido en un libro de poemas escueto, sobrio, sabio, que hace de la escritura interioridad (más que subterfugio) y que no necesita para lucir el Ego: hace de la paleta de un Monet descomposición de colores para que resplandezca un nuevo color (¿indistinto; incoloro?) de serenidad ante el angustiado ojo del lector moderno, ese lector de infectas ciudades y sociedades a quien no vendría mal pasearse del brazo del poeta David Bustos por sus jardines de compasión y, a través del “rizo de la tinta” inscribirse con nuestro poeta en esa búsqueda amorosa de perfección.



 

 

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