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David Bustos, Peces de colores
LOM Ediciones, 2006, 79 páginas

Por Claudio Guerrero Valenzuela
cmguerre@uc.cl
Publicado en Anales de Literatura Chilena. N°8, diciembre de 2007


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Ronda en librerías un nuevo trabajo poético de David Bustos Muñoz. Nacido en Santiago en enero de 1972, ha publicado anteriormente dos poemarios: Nadie lee del otro lado (Santiago: Mosquito Ediciones, 2001) y Zen para peatones (Santiago: Ediciones del Temple, 2004). También es conocido por integrar diversas antologías poéticas, entre las que destacan Panorama de la nueva poesía chilena: Al tiro (Bahía Blanca, Argentina: Vox, 2001), Antología de la poesía joven chilena (Santiago: Universitaria, 2003) y Cantares (Santiago: LOM Ediciones, 2004). Ha publicado, además, en conocidas revistas literarias nacionales como Rocinante y Cuadernos de la Fundación Pablo Neruda, e internacionales, como La estafeta del viento (Madrid, España) y Pterodáctilo (Texas, USA). Por último, entre sus logros poéticos se le considera por haber obtenido las becas de creación de la Fundación Neruda (2001) y del Consejo Nacional del Libro para escritores noveles (2003); ésta última posibilitó, justamente, la creación de este texto.

El tercer poemario de David Bustos, Peces de colores (publicado en la ya consolidada Colección Entre Mares de LOM, dirigido por Naín Nómez) parte con un paratexto que antecede al poemario mismo y que se constituye como una cita del cual se neutraliza su autor, por lo que permite asumir que bien podría pasar por una suerte de autocita o, en último término, como una especie de anticipación del mundo ambiguo al cual nos invita a adentrarnos la voz enunciativa de los poemas que conforman el libro. Dice el texto: “Quizás nada sea cierto / pero todo es real”. Ambigüedad que nos sitúa en el plano del pacto ficcional que incita al lector a asumir el juego de la “verdad de las mentiras”. En otras palabras, a introducirse al acuario, donde lo de adentro puede llegar a ser tanto más real que el afuera.

Vienen a continuación los treinta y un poemas que conforman el libro y que se van encadenando uno a uno por residuos que van quedando del poema anterior, en una suerte de extensión macro de la técnica del encabalgamiento, ya no a nivel intratextual. Se trata de creaciones de breve extensión en su mayoría, que no sobrepasan la página y que se alternan en cuanto a la longitud de los versos: a veces nos encontramos con versos largos (algunos parecen textos narrativos) y en ocasiones, con versos breves, más pausados y cortantes. Cualquiera sea el caso, ya en el poema que abre el libro (titulado Implicaciones) el hablante advierte que “La contemplación del cuerpo crea complejos. / El truco yace en la fantasía nostálgica de la aceptación”, proponiendo de entrada una de los motivos que irán cruzando el poemario: el tema del cuerpo que lucha a nivel discursivo y físico por el posicionamiento en un lugar (visible en el poema Cuadrilátero, una escenificación despiadada de la disputa o lucha por el campo literario en código de Bourdieu), ya sea el cuerpo femenino con sus implicaciones de “cuerpo agujereado”, o el cuerpo “mil veces duplicado” presente en el poema Un golpe seco en el instante, cuerpo marcado por el tiempo histórico “en la que divididos por silencios / fuimos el crepúsculo arrugado” y que el hablante invita a dejar atrás: “Avancemos, por el tatuaje de la memoria / y perdamos lo que piedra a piedra reunimos”. Este avanzar (¿sin transar?) implica dejar atrás todo paradigma poético anterior, en especial, aquel que tiene relación con “Un vino mal servido” que provoca “cierta resistencia / por la vocación de raíces y bosques / (palabras que suelen aparecer en un poema)” (Un poema clavado en la puerta). Sin embargo, el mundo lárico que pareciera se quisiera dejar atrás tiene la importancia de ser aquel que, justamente, es seleccionado y separado para ser clavado en un lugar especial.

En el poema que se sucede a continuación (Inflexiones), el cuerpo se abre al deseo: “Ábrele las piernas a ese libro de tapa dura que está sobre la mesa”, deseo del texto que da placer, sabiduría y muerte: “para sentir cómo se azota / el cielo en mi cara”, para sentir el aire, en clave Gonzalo Rojas.

Va a ser, entonces, recién aquí, cuando pareciera que el escenario (el cuerpo) ya está listo, cuando surge el otro gran motivo de este poemario: los peces de colores. ¿Qué dice el hablante en el poema del mismo nombre?: “Los peces de colores ya no existen. / Las orillas se secaron demasiado pronto. / Y luego otras orillas menos auspiciosas sedimentaron / o sea que cedimos del pantano / a la greda y de la greda / a unos tiestos de vidrio / que orgullosamente portamos / en las peores temporadas de sequía”. Y justamente el poema central de esta obra es el que permite afirmar la tesis del situarse en otro lugar. Aquí, el poeta propone un discurso otro: aquel que supera los otros discursos (la tradición, fuerza e imposición del Padre), para superarlos y luchar en el cuadrilátero por un nuevo lugar. En este caso, aquel que está siendo metaforizado por el acuario (¿a lo Sergio Hernández? No. Aquí no hay infancia. Hay adultez) donde habitan los peces de colores, el nuevo código que se quiere imponer. Dice el hablante al final del mismo poema: “Decía que los peces de colores no existen: / ¿has visto un pez de color untando el cristal con su nariz? / ¿has puesto tu mano sobre el vidrio mojado? / ¿has llegado a vislumbrar el reflejo de tus ojos?”. Nuevo código que se detiene en aquello que pareciera ignorado por el ojo común, eso que tiene relación con “la importancia / de lo que no se dice / cuando se habla” (De la boca para afuera), aquello que forma parte de una caja negra secreta (Cajas negras)

En resumen, Peces de colores es un poemario que esconde un incipiente código nuevo, pero no del todo logrado. Su lectura no es fácil ni común. Es más, a veces parece incoherente y lleno de desvíos. Se trata de un libro que propone una circulación ascendente, donde cada poema rescata o suma algo del anterior (“versos ascendentes en la caída”, repite en varios poemas). Sin embargo, propone un viaje que alcanza a esbozar sin consolidar una revisita a ya clásicas exploraciones de lenguaje (por ejemplo, Escenas de familia o el poema sin nombre que comienza diciendo Las babosas / ambiguas) junto a la ambigüedad explicitada al comienzo y que ronda en gran parte del poemario. Se trata de un libro cuasi-bestiario, en donde no solo aparecen peces, sino también babosas, gorriones, hormigas y humanos, y que no alcanza a ser tal por la aparición injustificada de elementos propios de la cultura de masas (a estas alturas, bienes de consumo culturales como Ella Fitzgerald o el tango, desnaturalizados). Es un libro que sorprende con juegos de intertextualidad, con versos como el siguiente, que une tradición con intratextualidad en clave manierista: “El Caballero de la Triste Figura toma café en castellano antiguo / mientras lee un libro de poemas (Zen para peatones) nada / interesante parece decir”, o que sorprende por la subversión de ciertos tópicos: “Los peces de colores duran lo que una pastilla en el paladar y / el espejo de Carroll yace pulverizado después de un ataque de / histeria” (Los cigarros de otros se disfrutan el doble), para dar cuenta, finalmente, que “sólo logramos rozarle la nariz a la poesía” (Acuario).

Finalmente, ¿qué simbolizan los peces de colores? La respuesta pareciera estar en poemas como Exilio en Tánger o Fuga o Lilit en Vilanova (“la escritura es incapaz de presentar su renuncia, la caligrafía / de los cuerpos nos señala que las especies aún se comunican”), pero aun así podemos estar convencidos de una respuesta de este tipo. Lo único cierto es que este poemario desacraliza y complejiza todo, ironiza (“Nunca salí del horroroso yo” lacerando a Lihn en Conjugación) y subvierte. De ahí, entonces, su interés, aun cuando requiera de lectores atentos e informados (Postfestum incluido, último poema, dedicado a Rodrigo Lira en donde se afirma: “Nadie soporta observar / el vidrio roto de una pecera”), porque de buenas a primeras no se trata de un libro de fácil lectura ni rápida comprensión. Es más, se trata de esos libros que hay que leer más de una vez y en donde en cada lectura aparece algo nuevo. Pero esto, sin duda, no quiere decir nada.



 

 

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David Bustos, Peces de colores
LOM Ediciones, 2006, 79 páginas
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