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Sonidos que hilan la grieta: Hebras viudas de David Bustos
Por Karen Bascuñán
Publicado en http://lacallepassy061.blogspot.cl/
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Al encontrarme con Hebras viudas (Cuarto Propio, 2011), me invade una imagen inicial que evoco desde su título: los telares andinos, aquellos que después de años han sido encontrados como huella de otro momento, y dejan ver en sus bordes las hebras que se desanudaron de sus pares, vestigio de un tejido que fue huella de la memoria.
Hebras viudas, de David Bustos, dibuja un recorrido de memoria de desamor. Recuerdos que apelan al dolor de la ruptura amorosa que se mira tras un vidrio, empañado por el contraste de la tibieza vital del personaje y el frío que lo rodea. Desde el primer poema, nos encontramos en un escenario que se muestra fuera de sus márgenes originales, ya no es el mismo territorio y una mirada obligada a ampliarse entra en recovecos surcando los poemas de Bustos. Haciendo este recorrido, se encuentra con los objetos cotidianos que quedan como huella de la ausencia y los cuestiona arropado por el silencio “restos de una dulce vida doméstica / la alfombra cuelga del balcón, los transeúntes / levantan la vista, la bandera rota del último terremoto.”
Diálogo silencioso, cuerpo húmedo, luz de una lámpara de lágrimas que refleja la luminosidad con la que se puede leer la tristeza reflejada en suaves brillos sobre el piso y los muros de una habitación que envuelve las preguntas y enmarca las palabras que no se encuentran o nos deshabitaron.
Personaje que murmulla y observa, acaricia objetos testigos de lo que fue, algo palpable con lo que se pueda significar y elaborar. La habitación se rompe y el paisaje toma cuerpo en los poemas a través del desplazamiento, buscando respuestas e historias con las que dialogar el desencuentro “Atravieso las fronteras de papel, los guiones blancos de / la carretera como clave Morse, / las campanas de las iglesias de los pueblos que / atravieso vociferan en silencio.”
La revisión del escenario de la intimidad también es puesto en el paisaje natural que explota silente en la noche. Una oscuridad que se despliega a través del oleaje y los bosques, o cómo el rastro del erotismo se deja entrever en la frondosidad de la vivencia en el imaginario del bosque “sé que en tu cabaña de chocolate/ en tu bosque de manzanas rojas/ se ha instalado una tormenta eléctrica peligrosa.”
La herida amorosa que recorre el libro da cuenta del pasado, de la arruga como gesto en el cuerpo portador de recuerdo, del entorno inmediato que da cuenta de la ausencia y el deseo. Pero aquella herida muta a costra. El libro en sí es una huella, como la ruta a través de esa carretera con la amenaza del espejo retrovisor latente en paralelo, o la imagen actualizada que devuelve el espejo de lo que fue una vida compartida.
Como otro espacio de diálogo para la elaboración circula en el libro la metáfora del diván acompañando la pregunta por lo femenino, ¿qué es una mujer?, ¿qué significa Anna O. ante una pregunta que desborda? Aquella interrogante abierta del psicoanálisis tomada a través del encuentro y desencuentro amoroso, cuestionando el amor y su caducidad. Huella dura que se indaga como si se labrara la piedra, elaborando lo sucedido.
Pero no sólo de ruptura e intimidad nos implica Hebras viudas, también nos arrastra señalando nudos y evoca rastros que van más allá de la intimidad, otros lugares del dolor y de historia con los que podemos identificarnos. Los reflejos de la lámpara de lágrimas que inaugura el libro se expanden atravesándolo, a modo de resto de una historia reciente y también de un pasado más lejano del mismo personaje. La viudez se desplaza como significante abierto también a otros sentidos, si bien es el amor y su fin, también lo político irrumpe y es marco que se entrecruza en este fantasma del tejido que fue “y luego lees el prólogo de R. Contreras donde menciona / a Ignacio Ossa torturado hasta el cansancio por la DINA / No deseas salir a la calle, te sientes invisible.”
Hebras viudas está lleno de sonoridad más allá de sus palabras, como los ecos del silencio en el entorno natural. La intimidad se interpela en el sonido aplastante de la ausencia y del afuera en tanto paisaje. El mar como escenario del adentro del que es imposible salir, pero que se confronta con la continuidad del diálogo ante la evidencia del mundo más allá de las paredes que atraparon el recuerdo, y el cuerpo mismo que se marca con esa huella. En la ciudad está el sonido compartido con la ausente a través de la resonancia característica de la cinta de embalaje al sellar una superficie, que se reitera a través del libro portando su fantasmática. Y la música, a modo de coro griego; las palabras no son enunciadas por quien deja su ausencia, las palabras y los sonidos flotan musicalmente enunciadas por otros que han dicho lo escrito desde siempre, la caducidad del amor y las preguntas que circulan en la soledad: “Pero cuando te decides a entrar sin persignarte / al templo del duelo / florecen hebras viudas como música barroca”.