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Dos cubos de azúcar
David Bustos
Ediciones Una temporada en Isla Negra, 2014

Por Fernando Pérez Villalón
http://www.revistaintemperie.cl/


Texto leído como presentación del libro en el GAM el sábado 13 de diciembre del 2014

 


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Cuando David me pidió unas pocas líneas para la contraportada de su libro  Dos cubos de azúcar, me escribió “Resulta que tengo un manuscrito que van a publicar en una editorial pequeña de Isla negra, poco tiraje, algo nimio y quisiera pedirte 12 líneas para la contraportada.” Una editorial pequeña, poco tiraje, algo nimio… esa frase que releo ahora exacerba la tendencia chilena al apocamiento, como si el autor pusiera especial cuidado en subrayar que lo que ha escrito es una nadería, algo insignificante. El libro es, en efecto, de tamaño pequeño, y de relativamente pocas páginas (96), con un tiraje de quinientos ejemplares que es más bien normal para un volumen de poemas. Pero no es de eso de lo que se trata, sino de una suerte de parquedad programática del que me parece que el correo de David nos da una pista. Dos cubos de azúcar es un libro que deliberadamente rehuye cualquier grandilocuencia retórica o temática, y toda proliferación inútil (incluida la de una imagen de adorno en la portada). Sus 43 textos sin más título que la numeración son escuetos, enjutos, dejados secar hasta que no queda más que el hueso, el cuesco, que chupamos para que vaya soltando de a poco su sabor, que en realidad no tiene nada de la dulzura empalagosa de un cubo de azúcar que se deshiciera en nuestra boca pero sí algo de salobre y bastante de insípido, en el buen sentido.

Un buen ejemplo de cómo esto ocurre está en el poema 19, descrito entre paréntesis como una versión libre de Marianne Moore, y que cuando leí por primera vez no me llamó particularmente la atención. Si uno busca el poema original se encuentra con que esa libertad al traducir no tiene que ver con no haber sido literal en algún verso o con haber cambiado algún detalle, sino con que el poema de Moore está reducido a su esqueleto. Donde ella escribe “Durero habría visto una razón para vivir aquí, / en una ciudad como ésta, con ocho ballenas varadas / que mirar; con el aire dulce del mar que entra en tu casa / en un día agradable, desde el agua / con olas grabadas, tan ordenadas con las escamas / de un pez”, David conserva sólo tres versos breves: “Ocho ballenas varadas / aire marino hasta las casas / escamas sobre las rocas.” El primero de los versos elimina la referencia a Durero y conserva sólo lo que el artista habría observado; el segundo se desprende del adjetivo aliterativo (“sweet sea air”) y convierte la construcción verbal “coming into your house” en un “hasta las casas”, prescindiendo además del pronombre posesivo “tu”. La frase final, “escamas sobre las rocas”, es una invención producida a partir de la imagen del poema original en que las olas del mar están grabadas al aguafuerte con trazos tan regulares como las escamas de un pez. Las olas del poema original aquí se han petrificado, y la delicada, cuidadosa sintaxis de Moore se ha vuelto una sucesión de tres frases nominales sin puntuación, una suerte de haiku. Y así continúa esta versión, en grupos de a tres versos, hasta un verso final que queda aislado y solitario, un verso en que el reparador de campanarios “lustra la puntiaguda estrella de la iglesia.” Es decidor aquí que David corte la frase explicativa que le agrega Moore a la imagen, y con la que ella concluye el poema “que en un campanario simboliza la esperanza.” Suprimir esa frase es, en cierto sentido, privar al poema de su dimensión simbólica, y hasta moral o alegórica. Es también confiar en que la imagen hable por sí sola, en que el oficio del poeta no consiste en explicitar el sentido que sus imágenes tienen, sino en dejarlas vibrando, a la deriva, y dejar al lector que encuentre su sentido, o se haga cargo de su ausencia.

Parte de la dificultad de leer el libro de David, y de lo que más me atrae en él, está en que se resiste obstinada y rigurosamente a la tentación de irnos diciendo qué pensar o qué sentir. En cierto modo, es como si cada uno de los poemas de este libro fuera una traducción de otro texto en la que se lo hubiera despojado de su sintaxis, de todos los detalles referenciales y de todas las reflexiones, opiniones, sentimientos de un hablante, dejándonos solo lo que ese hablante registra con la mirada. El resultado de esa operación no es sólo la desaparición del hablante sino que una especie de disolución del acontecimiento y de la anécdota en esquirlas, en un polvillo fino que se nos escapa entre los dedos y que sin embargo va formando algo así como un paisaje, una cierta geografía.

John Cage se refería a la armonía en música como “un modo de pegar las cosas” del que según él se podía prescindir. El equivalente de ese modo de “pegar las cosas” en la poesía es la sintaxis, y no es casual que la versión de David del poema de Moore la suprima, o en todo caso simplifique al extremo. En un ensayo sobre el carácter escrito chino como medio para la poesía que sirvió de punto de partida para buena parte de la poesía estadounidense del siglo XX, Ernest Fenollosa propuso que la poesía china nos ofrecía un modelo para librarnos de la jaula de las estructuras sintácticas que deformaban nuestro modo de representarnos los procesos naturales. Buena parte del trabajo de poetas como Pound, William Carlos Williams, Olson o Zukofsky tiene que ver con el esfuerzo de reemplazar los vínculos gramaticales por un trabajo de montaje inspirado tanto en ese aspecto de la poética china como en la técnica del cine, que produce realidades nuevas a través de la combinación de imágenes sucesivas. El trabajo de David le debe mucho a esa escuela, y a la convicción de que la superposición de imágenes produce un sentido que no puede parafrasearse en una secuencia de proposiciones lógicas: sus secuencias de imágenes se resisten a ser leídas como expresiones de un estado anímico, alegorías políticas, en suma símbolos que remiten a otra cosa.

Veamos otro ejemplo que nos dice mucho respecto a su modo de trabajo: el poema 15 son sólo tres líneas: “La nieve que se derrite no huele. / Un par de piedras arrojadas al mar / a finales de noviembre.” La primera de estas líneas proviene de un haiku compuesto en 1914 por Bokuisi como despedida poco antes de morir. El texto completo es “¿Una palabra de despedida? / La nieve que se derrite / no huele”. Al suprimir el primer verso, David elimina el contexto pero también despoja al poema de su pathos. Queda sólo una imagen enigmática y vibrante, y sospecho que lo que le interesa a David en esta imagen en particular no es sólo su referencia a la muerte, sino su abordaje de ella desde lo inodoro. Esto se vincula a lo que mencionaba antes con respecto a la falta de sabor. En uno de los varios textos en los que expone las categorías del pensamiento chino, el sinólogo François Jullien comenta la concepción taoísta de lo insípido como superior al sabor. El sabor, escribe Jullien, “No representa más que una excitación inmediata y momentánea que, como los sonidos que emite un instrumento, se agota una vez que se consume”; lo insípido, al contrario, “nos invita a remontar hacia la fuente inagotable de lo que se despliega constantemente sin nunca reducirse a una manifestación concreta.”

Habría que advertir, por otra parte, que quien espere encontrar aquí algún orientalismo fácil saldrá desilusionado. El libro mantiene un diálogo constante con el haiku (el último poema hasta menciona a Basho), y quienes conozcan la obra de David sabrán que tiene un interés sostenido por el budismo zen, pero no hay aquí esa irritante pretensión de profundidad, esas epifanías breves, bonitas y baratas en las que suelen incurrir los practicantes aficionados a ese tipo de poemas breves. Al revés del orientalismo decorativo, los poemas de David se las arreglan para producir más bien opacidad, resistencia a la revelación, superficialidad obstinada. Ahora bien, como todo libro de poemas, éste hay que leerlo desde la tensión entre lo dicho y lo no dicho, es un libro hecho de huecos y silencios. Si bien el hablante parece haber desaparecido en estos poemas, no podría decirse que está ausente, sino que es el centro vacío que organiza en torno suyo la constelación de observaciones en que consiste el libro. Por otra parte, pese a esto, o más bien por lo mismo, tal vez este libro sea uno de los más personales de David, su más auténtico autorretrato: todos sabemos que quien intenta decirse implacablemente se da cuenta de que las palabras no le hacen justicia al que uno cree ser. Sin embargo, paradojalmente quien renuncia a decirse y se limita a decir nos ofrece una imagen de sí, una voz, una vibración única, un modo de mirar que le es propio e irreproducible. “Si tengo que describir la realidad tal como la veo, debería incluir mi brazo”, reza el epígrafe del libro, atribuido a Bertrand Russell, aunque en realidad la frase se encuentra en un ensayo del poeta norteamericano George Oppen y es una paráfrasis muy libre de las ideas del filósofo. Escribe Oppen, en ese mismo ensayo “La distinción entre un poema que demuestra confianza en sí mismo y en sus materiales, y por otra parte una puesta en escena, un discurso del poeta, es la distinción entre la poesía y el histrionismo.” El libro de David nos da una clase magistral acerca de esa distinción, sin muecas ni aspavientos.



 



 

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