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Una escritura de temblor
Prólogo a la reedición de Ejercicios de enlace de David Bustos.
Editorial Isofónica, 2018


Por Michael J. Lazzara
Universidad de California, Davis



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Cuando hace once años apareció publicado ejercicios de enlace (2007) de David Bustos (1972), Chile vivía un momento de cierta esperanza política. Michelle Bachelet, la primera mujer presidenta de la nación había asumido recién su mando; la justicia para los casos de violaciones a los derechos humanos se empezaba a concretar (aunque lentamente); y las calles de Chile se llenaban de «pingüinos», estudiantes de secundaria que protestaban a voz viva la insostenibilidad del modelo neoliberal impuesto por la dictadura y hecho carne en un sistema educativo estratificado y desigual.

Hoy, más de una década después (y aunque las protestas voraces de una gran diversidad de actores siguen), el escenario político ha cambiado marcadamente y los vaivenes de la memoria se sienten. Un presidente de derecha, Sebastián Piñera, ha vuelto a La Moneda envalentonado por un escenario global de regímenes conservadores, agudización del modelo neoliberal, discriminaciones de todo tipo, desigualdad endémica, falsas noticias y un resurgimiento preocupante del negacionismo frente a las atrocidades cometidas en tiempos de dictadura. Proliferan las voces de los perpetradores, los cómplices, sus secuaces y sus hijos, todos empeñados en una ardua batalla, hasta la muerte, por controlar la conciencia (o, mejor, la inconsciencia) pública. Esa batalla confirma una vez más que el olvido impuesto en nombre del «progreso» siempre ha sido uno de los grandes proyectos de la modernidad capitalista. Es en este escenario de justicia incompleta, impunidad, lucha de ciudadanos y verdad bajo amenaza que la reedición del poemario de Bustos adquiere una palpable vigencia.

La voz lírica que nos habla en estas páginas emana desde una conciencia intervenida militarmente, desde un ser dolorido que, como gran parte de sus pares de la generación del 80, sigue buscando formas de balbucear la catástrofe. Dicha voz se ve inmersa en una lucha por sobrevivir y por contradecir el status quo neoliberal y olvidadizo desde su presente condición de habitante de una democracia amordazada. Se trata de un sujeto cuya infancia transcurrió en un entorno de violencia y represión y cuyos horizontes fueron esculpidos por la política en la medida de lo posible. Ese sujeto, ahora, busca revertir la mala educación a la que fue sometida —hecho que se hace evidente en una cita elíptica al conocido poema «El gallinero» (1951), de Diego Maquieira (ejercicio iv), en la que Maquieira, no sin ironía y humor negro, reclama: «Nos educaron para atrás padre / Bien preparados, sin imaginación / Y malos para la cama». Asediado por espectros, por su memoria traumada y por el dato tergiversado del presente, la voz poética de Bustos se convierte entonces en un solitario baluarte de verdad, un conducto de fragmentos, de imágenes y de flashes. Como tal, su experiencia propia y particular interviene como una «zona de temblor» en la gran Historia (al decir de Patricio Marchant), sobre todo porque esa Historia, escrita con mayúscula, ya no puede garantizar ninguna certeza.

Tras la pérdida de la palabra que vino con el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, la experiencia minúscula del Yo se transformó en arma de batalla y en un frágil depósito de sentidos. Aquí, como una manifestación de dicha lógica, un Yo pequeño y singular, de entre muchos más, escribe desde la triple crisis —del sujeto, de la historia y de la nación— con ganas de sacarse la camisa de fuerza, de ensayar sueños, lamentar pérdidas y dejar cursar el dolor. Su gesto, en este sentido, se acerca al de la protagonista de en estado de memoria (1990), novela testimonial de Tununa Mercado, quien, sentada frente al «muro», es decir, amenazada por la página en blanco, se arriesgaba dar forma a lo indecible y a lo innombrable.

Un escenario escueto constituye el origen de estos ejercicios de enlace: un acuario sobre un escritorio y una práctica de Yoga. En la profunda soledad, el poeta ensaya posturas, busca centrarse y encontrar un centro. El Yoga es su técnica, su herramienta para lograr una distancia brechtiana que le permita dimensionar el sufrimiento y la amnesia generalizada. Hurga en la psique colectiva (y propia), experimenta y escarba, trabaja desde su cuerpo y su boca (su fijación oral), pero también desde la imagen, para así ofrecer una radiografía en fragmentos, una toma fotográfica como metonimia de toda una generación. La poesía se transforma, por tanto, en un ejercicio de concentración introspectiva, un intento no de recordar (como en Proust) sino de alcanzar un grado más de lucidez, de vivir lejos de lo mundano y del consumo y a la vez rescatar algo. El lector asiste a un largo respirar —hondo y lento— que pretende despejar una mente ruidosa y conseguir un mayor acercamiento a los sentidos de lo vivido. Este respirar del poeta, por cierto, no es en vano, pero tampoco es liberador. A ratos se acerca a un lamento, otras veces a una expresión de solidaridad con las víctimas o a un escupitajo iracundo y dolido, parecido al famoso «escupitajo» del nieto del General Carlos Prats sobre el ataúd de Pinochet, que la voz poética evoca al final del ejercicio xiv. La agonía, sin duda, sigue más allá de la última página.

El lector de estos versos se ve abrumado de cuerpos —cuerpos desaparecidos, cuerpos fragmentados, cuerpos con nombres particulares: los de Rodrigo Andrés Rojas De Negri y Marta Lidia Ugarte Román, entre otros, nombres que la Historia y los poderes fácticos quisieran olvidar. Asistimos a un vocabulario corpóreo que alude no solo al poder destructivo de la violencia dictatorial sino a la esperanza truncada de un deseo, el de la Unidad Popular, el deseo de crear un cuerpo político más solidario e igualitario. En este sentido, signos sueltos como «cordones» y «células» evocan a un mismo tiempo la promesa política de un proyecto revolucionario que quiso cambiar la sociedad en su base y la violencia arrasadora que pronto puso fin a ese proyecto. Por otra parte, la presencia del cuerpo, en tanto signo polivalente, hace eco de ciertas estéticas ochenteras que seguramente pesaban fuerte en la formación del poeta. Se sienten, por ejemplo, las influencias de una amplia gama de autores que van desde la novela y la poesía hasta las artes visuales (pienso en Eltit, Zurita, Leppe y otros que nos legaron profundas reflexiones en el arte sobre el cuerpo sujetado, vigilado y mutilado). En el caso de Bustos, quizás su poema visual cuerpo periciado (un poema nuevo hecho para esta segunda edición, entre otros poemas visuales) mejor pone en relieve las múltiples dimensiones de un proyecto poético desde el cuerpo y sobre el cuerpo. En este poema visual, el cuerpo fragmentado aparece como un material por auscultar y suturar, ya que éste ha sido enteramente violado, violentado y desperdigado. La imagen sobre la página evoca tanto el catre metálico de la tortura como la mesa del perito forense que intenta recomponer lo destruido, un arduo trabajo en el que un deseo por saber choca siempre con el sinsentido. Cuerpo periciado así invita a pensar toda la lectura de este poemario como un ejercicio de pericia y enlace de aquellos fragmentos que se siguen resistiendo a ser ordenados y leídos.

En su rol de perito, el poeta se enfrenta a un gran dilema que viene a ser una pregunta marco para esta colección: ¿Qué hacer con los restos de lo vivido? A veces su respuesta parece ser la de abundar en la imposibilidad de unirlos; otras veces lo vemos tratando de revertir el orden de lo vivido («Víctor Jara compone música electrónica en su computadora»), un gesto parecido al que Gonzalo Millán empleó hace décadas en su clásico texto la ciudad (1979). Este gesto utópico de organizar «el mundo al revés» se nota especialmente en los últimos versos de flashback: otro poema nuevo que podría leerse como una especie de retrato psíquico de la generación del 80, o bien como un registro de las marcas que la Historia dejó en ella. Abundan referencias a la literatura del posgolpe (el famoso detective Heredia de Ramón Díaz Eterovic) y a la música de la época (Sinéad O’Connor y Sol y Lluvia), referencias que en coro van dando cuenta de un trabajo de memoria inconcluso —signado de nostalgia, impotencia y dolor—; el feeling «que nada pasa y todo pasa».

Hace casi treinta años, en 1989, justamente cuando las reglas de la transición a la democracia se estaban negociando, estalló un caso de corrupción, el famoso «Caso Pinocheques», en el que el Ejército de Chile, habiendo comprado una empresa quebrada, pasaba dineros (cheques) ilegalmente al hijo de Pinochet, Augusto Pinochet Hiriart. Cuando en 1990 la noticia de este delito vio la luz pública, el nuevo gobierno democrático de Patricio Aylwin, en respuesta, intentó abrir una investigación. La mera amenaza de dicha investigación causó que los militares procedieran a acuartelar a 57.000 tropas en un acto que llamaban, famosamente, un «ejercicio de enlistamiento y enlace», cuyo propósito era amedrentar a la ciudadanía y al nuevo gobierno y recordarles que el poder militar podría volver a poner fin a la democracia en cualquier momento, igual que había hecho en 1973. Ese primer ejercicio de enlace luego dio paso a otro, el famoso «Boinazo» (1993): un desfile de militares frente al Palacio de la Moneda (nuevamente con el fin de amedrentar y amenazar) organizado por el comandante en jefe Augusto Pinochet Ugarte, justo cuando Aylwin intentó reanudar la investigación del caso Pinocheques. Luego, en 1994, en una clara señal de la naturaleza «tutelada » de la nueva democracia, el entonces presidente Eduardo Frei Ruíz-Tagle súbitamente puso fin a la investigación citando tan solo «razones de estado».

Hoy la corrupción y la infamia tienen otros nombres: Penta, Soquimich, Karadima. La elite política habla de un deber de memoria. Pero no actúa conforme (o actúa a medias). El gobierno de Piñera, alegando un déficit presupuestario, retira del Congreso Nacional un proyecto de ley que otorgaría reparaciones económicas a casi 30.000 víctimas de la dictadura y sus familiares. Se presentan nuevos libros —pocos, pero hacen ruido— que siguen hablando de los militares «salvadores» de la patria. La protesta pública y legítima es reprimida a cada instante. Y el «dato» —cuyos múltiples sentidos Bustos explora en este libro— es tergiversado de formas preocupantes.

¿Dónde están, entonces, las pruebas que nos pudieran asegurar un sentido? ¿En qué archivo confiar? ¿En qué dato? ¿A qué imagen recurrir? Sobre todo cuando la imagen ha sido desaparecida, o manipulada, o vendida. Sobre todo cuando todavía habita una herida en el corazón mismo del lenguaje. La memoria se vuelve mercancía (como en el poema visual Código de barras) o fácilmente se banaliza a través de la repetición, el desgaste o las fuerzas del mercado.

Pero el pasado no pasa; eso sí, sus tecnologías de la violencia perduran aunque ya con otros disfraces u otros nombres (o con los mismos).

En nuestro presente neoliberal, «se multiplican las mordazas del sueño y la historia» (ejercicio xxxix). No obstante, a pesar de cualquier intento de negar o silenciar, el pasado irrumpe cuando menos se espera. «El mar», como afirma el poeta, «al poco andar se rebela». Y de repente aparece en la orilla de una playa un cadáver cuya cara rígida y carcomida, en última instancia, es la prueba definitiva de la catástrofe. El poeta le mira la cara a ese cadáver. No sacrifica el dato. No sacrifica la prueba. Y desde ese mínimo gesto resiste. Desde una escritura de temblor lanza su pequeño acto de resistencia, privada e íntima. Excava en la fosa común de la memoria personal y colectiva. Busca dejar comunicados los signos más distantes, como una apuesta por la vida, como un acto de responsabilidad ante sí mismo y los demás.

 



 

 

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